De hecho, una vecina asegura que el taxista lo hizo a propósito. Y no lo dudo.
El tipo no sabe que cometió un daño irreparable, porque aunque Pingo era de otra especie, también era parte de la familia, a la que llegó como cachorrito dormilón hace siete años.
Él ocupó poco a poco su lugar. A pesar de la competencia de Canito (el perro salchicha) y de Pipo, fallecido prematuramente de una enfermedad, Pingo supo destacar por encima de todos y poco a poco se impuso no sólo en la casa de ustedes, sino en el resto del barrio, donde se le estimaba. Y para él la calle era como su segundo hogar.
Justo allí murió, en plenitud de facultades, lleno de energía pero incapaz de defenderse de seres sin corazón como el taxista que lo ha aplastado.
Irónicamente descansa en Jojutla, mi tierra natal –aunque ya no soy jojutlocentrista- para garantizar que su tumba no sea jamás molestada.
Supongo que ese es el fin de una era en esta modesta columna y el comienzo de otra etapa, en la que no quedará más que llamar a las cosas por su nombre.
También es una ironía que la muerte del Pingo quedará impune -porque las leyes no castigan los perricidios- cuando él comenzaba a protestar por la impunidad que los políticos concedían a tanta muerte que ha asolado a nuestro pobre país.
Como lo dije: habrá que comenzar a llamar a las cosas por su nombre. Y comenzaré por decir que estoy profundamente triste.
Hasta mañana.