Los que quieren ser nuevamente elegidos en las urnas cuidan al extremo no su imagen, pero sí sus acciones.
A veces les da tiempo para las dos cosas.
Pero no importa nada que no sea captar potenciales votos, con acciones reales o fingidas. Eso es lo de menos.
Los diputados votan de inmediato cualquier acción propuesta por n grupo de más de diez personas que griten mucho. Los alcaldes por lo general hacen lo mismo por miedo a perder votos. Y no se diga de un sinfín de funcionarios de la estructura estatal que tratan de ganar la buena fe de cualquier puñado de electores que en su día pueden agradecer el favor con un voto que -piensan- puede ser decisivo.
El problema es que se olvidan de gobernar en aras de lograr, de mantener o de crearse una bonita e inflada imagen.
Pero son tantos los reclamantes y tan variados los intereses en pugna, que tarda o temprano esa permisividad terminará por echar chispas. Y serán los ciudadano los que paguen los platos rotos. Sobre todo por el hecho de ya no gobernar, sino sólo buscar el lucimiento.
El Poder y La Gloria
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¿Y de gobernar?
Definitivamente creo que estamos en pleno año electoral. Y lo malo es que tanto el Instituto federal electoral como su homólogo federal (el IFE) están desarticulados o inoperantes por la reciente reforma política. En pocas palabras: no hay quien controle los ánimos partidistas y electoreros desbocados.
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