“Dicen los demás que fueron años, pero yo he vivido eternidades de silencio y pesadillas donde caben todos los horrores primigenios”.
Llego tarde a mi vida, pero llego. Las estrellas en mi piel comienzan a brillar cuando la falta de tersura las opaca y las arrugas las engullen silenciosamente. Sin embargo, aun con cicatrices y sensaciones de plomo en mi espalda, quiero vivir. Estoy saliendo de un mundo que enrejó mis sueños por siglos. Dicen los demás que fueron años, pero yo he vivido eternidades de silencio y pesadillas donde caben todos los horrores primigenios. No hay demonio que no visitara mi celda, ni ángel alguno que ahí compareciera piadoso. Yo, la mujer demonia, cultivé dentro del miedo al querubín que me habitaba sin saberlo. Sus alas fueron creciendo hasta levantarme en noches de luna y llevarme tras los rayos que se filtraban por las rejas. Por eso fue que no morí todas mis muertes y guardé unas cuantas vidas debajo de mi piel mancillada, donde nadie las hallara ni las intuyera.
Me cuesta respirar este aire que azota deliciosamente mi cara ahora que camino otra vez por una calle. Soñé esto muchas veces sobre el camastro de mi celda: pisar el pasto con mis pies descalzos, mojarme con el agua de una fuente, tomar un helado de vainilla, ver correr a mis niñas tras su perro con orejas grandes. Ahora ando en busca del prado y de la fuente con cierto miedo de encontrarlos; mis hijas han crecido y el perro seguro habrá muerto. Debo reiniciar y no sé exactamente cómo. Temo encontrarlo a él y se filtran hilillos de miedo por entre los vellos de mi piel. Sé que no es posible porque lo maté, pero no puedo evitar sentirlo vivo, tanto, que lo presiento en los ojos de algunos que se cruzan en mi camino. Nunca creí en los fantasmas, pero ahora sí. Escucho las noticias y caigo en la cuenta de que el hombre que muchas veces me asesinó sin quitarme la respiración aún merodea por las calles y a plena luz del día, o maneja taxis con su disfraz de inocente, o porta traje de policía y me mira lascivo cuando doy vuelta en la esquina.
Cuando le di a beber el somnífero en el café, un día después de la última golpiza que me regaló, lo hice a nombre de todas las mujeres que nunca se atrevieron a hacerlo ni se atreven aún. Diez años presa no fueron suficientes para arrepentirme, ni siquiera para perdonarlo. Lo hice por mí y por mis dos hijas que también aprendieron el discurso del opresor. No olvido la suave sensación al cortar con la navaja sus testículos, fue un placer distinto el que agitó mi respiración inesperadamente, como derrumbar la estatua de un dictador y verlo hundirse poco a poco en un pantano de sangre. Es increíble cómo podemos aniquilar a quien alguna vez se amó. Lloré mientras él se desangraba lento frente a mis ojos, lloré por aquel que creí que fue algún día, por los que muchas creemos que son esos amables niños tramposos que nos abren la puerta del coche y nos prometen frente a un juez de paz aquello de que no son capaces. Lloré por mi nariz rota, por la cicatriz de mi barbilla, por mi clavícula partida y mi corazón remendado. Fue algo parecido a un orgasmo de mi espíritu, un grito de libertad que me encerró en cuatro paredes que al final se volvieron mis hermanas, tibios muros que no pudo atravesar la mano crispada de algún hombre cruel.
En este primer día de cielo abierto y muchedumbre mis pies no saben conducirse, son los de una niña que va por primera vez a la escuela. Necesito la mano de mi madre que me lleve, pero ella ya no está. De mi padre no espero nada porque no lo conocí. Era un cabrón, decía mi madre; es todo lo que sé. Mis hijas se fueron de la ciudad. Una de ellas vive con mi hermana en otro estado y la mayor cruzó la frontera siguiendo a un tipo; algún dios quiera que no repita mi historia. Tendré que volver a empezar con el apoyo de Cuca, mi amiga entrañable, quien también no tiene a nadie. Nunca creyó en los hombres y no sé si hizo bien, porque no todas tienen la misma suerte. Mi hermano Adolfo también se fue del país. Me visitó antes de irse, una sola vez, y nunca volví a saber de él. En vez de flores me dejó un ramo de palabras, definitivas, sentenciosas: “Cuando salgas de aquí no se te olvide que eres mujer, carajo, no pidas demasiado de un hombre”. Me acuchilló con su boca. Después lo odie y con el tiempo lo saqué de mi pecho; no existe más.
En la cárcel aprendí que todos necesitamos una bandera para vivir, aunque no de tela y colores. Tuve tiempo de sobra para confeccionarla con retazos de orgullo, atisbos de fe y libros, muchos libros. Varias veces, al pensar que la tenía lista en mis manos, la quemé hasta convertirla en cenizas. Así aprendí que las cenizas son vida, pues de ellas renací. Ahora escucho las voces, las proclamas, la indignación acumulada reventando en las calles. He visto por televisión a las de rostro cubierto y a esos puños de rabia calentando el aire y haciendo añicos los vidrios de la indiferencia. Las miro abrir las heridas históricas de las mujeres, mientras en sus curules y en los cuchitriles de su cabeza muchos hombres violentos tienen miedo, se repliegan, aunque lo harán solo por un tiempo. En efecto, el dinosaurio es duro para morir. En esas marchas y esos grupos organizados hacen falta demonias como yo, y hombres ángeles, que también los hay. Brujas amorosas que conocen su rabia y hombres de pecho fuerte que saben de su ternura podemos lograr una alquimia poderosa.
Veo venir a Cuca, mi única familia por ahora. El tiempo transcurrido también es evidente en su rostro. Sin embargo, su sonrisa es el mejor regalo este día de mi libertad condicionada. Hoy quiero beber café o una cerveza junto a ella y llorar lo que sea necesario en sus hombros, pisar juntas el pasto de un parque y tomar un helado en cualquier lugar. Y después dormir quince horas en una cama blanda y despertar con el aroma de café y pan con mantequilla. No pido más. Las demonias nos conformamos con pequeños cielos, pero sabemos incendiar los infiernos.
Mañana habré de asomarme al mundo, arrear la bandera, mostrar mis cicatrices y juntar mi grito al de otras. La sororidad que promuevo sabe cortar de tajo la opresión y verla desangrarse, hasta morir.