Queridas mías, tal vez sea el invierno. Quizá haya otras razones que no sé, solo presiento. Sin embargo, debo hacerlo. Sé que a ustedes les gusta salir al sol, danzar bajo la lluvia o desnudas en el frío. Sé que últimamente les ha dado por volverse ligeras, fáciles de besar, volátiles como una diatriba que se lanza al viento sin mucho pensar o como una apología del caos. Y las entiendo, créanme. ¿Quién, sino yo, las podría comprender mejor? Incluso las he alcahueteado; me acuso de ello.
Lo que quiero decirles es simple: debemos replegarnos. Tal vez lo lógico sería decir que debo replegarme, pero ustedes son parte de mí y las arrastro a donde sea que voy, a donde sea que las piense. Pero de eso se trata, queridas: detenernos un poco antes de salir a la pista de baile sin dominar los pasos y enfrentar con éxito el pánico escénico.
¿Qué me dices, “T”?, ¿qué tardé mucho en hacerlo? Humm… Tal vez tengas razón. Será que a veces uno necesita el calor ajeno, la complacencia del otro, la palmada en el hombro. Tú que eres tan propia, tan firme y oportuna, no serás la que mejor me entienda, pero agradezco la pertinencia, el tino, el timing que regularmente te caracteriza. ¡Huy!, no llores, querida “Z”, que me partes todo el alfabeto. Sé que no eres la más afortunada, tus oportunidades de aparecer con tu estampa y forma de heroína son menores, pero he tratado de ser justo contigo. Recuerdas aquella vez que apareciste como protagonista en el título de uno de mis mejores relatos: “Azuzar los zorzales”. Fue pensado en ti, sobre todo en ti. “Me has hecho la letra más feliz del mundo”, susurraste aquella vez muy adentro de mi oído, y fui feliz contigo. No llores, mi querida “O”, tú que llenas con tu omnipresencia cada fragmento de cada renglón me entenderás como ninguna otra. Agradezco tu rotundo acompañamiento, la sensación de universo que me proporcionas, la idea de eterno retorno que representas. Volveremos a pisar nuevamente las anchísimas calles blancas de nuestro delirio, y serás otra vez amante generosa de todas las consonantes y vocales, igual que mi adorada “A”, la firme y sonora, la bien plantada, la que también como tú abarca las honduras del más profundo acantilado, los rostros ocultos de la luna, las llanuras más espesas de palabras; o como mi bien amada “E”, tan incluyente, tan mirando siempre hacia adelante, como soldado que a punta de deseos es capaz de abrir en las palabras el edén. ¡Claro!, como olvidarme de ti, querida “i”, casi siempre pequeña y delgada, pero tan enfática con ese punto que aporta precisión y un dejo de dulzor en la escritura, tan delicada como la “U”, ungidas las dos de la contraparte de la rudeza, acupuntura del lenguaje escrito, exquisitez del discurso que se lanza al viento.
Podría intentar otros argumentos, argucias para engañarlas, peripecias envueltas en metáforas de regular prosapia. Sería inútil. ¿Quién puede a ustedes tomarles el pelo si son quienes resguardan todas las formas y los significados? ¿Quién puede emborracharlas si en su cava albergan los mejores vinos? ¿Quién se atrevería a serles infiel si en su cama se oferta la ambrosía, la pasión y el canto? ¿Quién, en suma, sería el traidor que las abandonara, si ustedes son Juno, Venus y Minerva destilando sus poderes en mis ojos? Prefiero ser claro y transparente en mi propósito. Las amo a todas, aunque no las nombre: a mi ceñuda “Ñ”, a mi explosiva “P”, tan petulantemente precisa y poderosa. Qué decir de la “S” y de la “C”, leales, intercambiables, suaves, alas surcando los cielos sonoros. ¡Ay!, la “M”: delicioso murmullo, musical fonema, el gemido más amado de la musa. Me inflama la “F”, fluvial y fogosa a la vez, fugaz, anfibia, flujo feliz por sentirme vivo. No se extrañen las demás consonantes si no las nombro; no es público el mejor amor, sino privado. Lo sabe bien la “B”, que hace vibrar los labios anunciando su arribo, a modo de vibrantes conjeturas que nos alertan de un mal tiempo, de un beso beodo o mal habido; bendita seas en tu embarazo doble, paridora de bienes y bondades. Y lo saben también la “L”, que me mira desde su aristocrática esbeltez; la muda “H”; la rugiente “R”; la “W”, tan peculiar y extranjera; la extraña “K” y todas las demás.
Ahora que lo saben, y si insisten, no importa si lloran. El papel electrónico no se moja, están ustedes a salvo de los hongos y humedades de antaño. Esto no es un adiós, es un receso en el camino a la sombra de un buen árbol, fresca y olorosa como la tierra mojada. En ella habremos de sembrar ustedes y yo, a solas, sin el telón abierto. La vida es una pieza dramática de varios actos. Hemos concluido uno de ellos; el siguiente lo daremos sin público, queridas mías, con el pelo revuelto y sin lavarnos los dientes. Beberemos café y copas de vino cuando se nos antoje, nos embriagaremos de soledad gozosa hasta exprimirla toda, hasta escucharla gemir todos los orgasmos que es capaz de producir una mujer como ella. En los recesos, cuando la calma y la nada sean lo mismo, cazaremos mariposas de colores que pasarán el invierno en nuestro aposento, ¡lo juro por la imaginación tan poderosa! Rezaremos a un buen dios para que siga regalándonos el aire y la luz, y nos permita anclar en arrecifes ricos en belleza, o cerca del Árbol de Thalía, donde cuelga y se resguarda el vellocino de oro que habrá de ofrecernos siempre su protección bienhechora.
Las abrazo, queridas mías. Ruja el mundo afuera. Adentro, en la morada de este amor perenne, sigamos deletreando el apego que nos une, irrenunciable en esta vida, irremisible hasta la muerte, ad eternum.