Nos acostumbramos a creer que todo marcha bien. Escuchamos sobre el caos y pensamos que es el de otros. Nos entretienen los discursos sutilmente maquillados, el alarde de algún político presumiendo que no ha hecho más que obedecer los designios de los gobernados, las fanfarrias que no dejan escuchar el dolor de una madre que ha perdido a su hija, los vaticinios trianuales anunciando la llegada de los nuevos profetas que proclaman poseer la llave para abrir una puerta al paraíso, las canciones pletóricas de letras muertas con las que bailamos un dos tres apresando la cintura del absurdo, la niebla que en demasía rodea nuestros sueños pequeños, sin sustancia. De pronto, algo sucede: un temblor, por ejemplo: la tierra se desgaja y un niño que no pudo asir la mano de su madre, ni la de Dios, cae al vacío y aplasta sus tiernos días con toneladas de tierra y cemento; o una furia de agua encharca las calles y las alegrías de un barrio pobre anclado en una joya, y vemos nadar sobre las aguas negras los estatus de ficción que solemos emborrachar los viernes y sábados por la noche; o una balacera nos lleva a recordar a los ateos el ritual exacto de la persignación, y a rogar que no sea en nuestra colonia, ni en nuestra calle ni con nuestra gente, para poder seguir bailando después del susto y celebrando rítmicamente la boda de un tal Huitlacoche; o bien pudiera ser un incendio que pudo generarse por un rayo enviado por la ira divina sobre un vidrio cualquiera, o por un tipo que también quería experimentar la miserable grandeza de Eróstrato al incendiar el Templo de Artemisa, en Éfeso, pero satisfecho, en este caso, de buscar la gloria en un triste basurero de desperdicios de todo tipo, que las autoridades y los ciudadanos han permitido que exista justo en medio de un centro poblacional que ha crecido con el mismo fervor de la espuma cervecera. Suceda cualquiera de las posibilidades previas, lo cierto es que el hecho hace que asomemos la cabeza por entre nuestra coraza individual y tendamos lazos hacia el colectivo, aunque muy en el fondo de nuestra calculada indiferencia, ya sabíamos de la existencia de bombas de tiempo que podían estallar en cualquier momento.
Así hemos sido y así estamos hoy en Jiutepec desde el primero de abril, día en que una nube negra se tendió de sur a norte sobre nuestras cabezas, y nos partió la calma y nos jodió el aroma. Así ya no queremos ser ni estar, nos hemos dado cuenta de ello a fuerza de torturarnos la garganta y los pulmones, y hemos levantado la testa para vernos, para llamarnos: aquel, desde su casa hermosa, y ese otro desde una más modesta; tú desde el piso superior en un condominio de casas dúplex, aquella señora desde su casucha humilde casi en la orilla del basurero; yo desde mi cómoda ataraxia y algunas autoridades desde su discurso que siempre camufla verdades soterradas; un niño con los pulmones maltrechos desde la cama de un hospital, y su madre pidiendo justicia desde la casa de una hermana que tiene el privilegio de vivir a seis kilómetros del siniestro.
Hoy se cumplen veinte días de que alguien o algunos nos robaron el aire. Quizá nos lo venían robando desde mucho tiempo atrás, pero era imperceptible a nuestros receptores olfativos y a la perspicacia de nuestras neuronas, aunque nos consta que algunos habían pegado el grito desde mucho antes, pero el poder político y económico nos enmudece fácilmente, hace temblar las corvas, inhibe, rompe las ligas. A diario los bomberos y personal de protección civil intentan terminar con el fuego y el humo, nos consta, pero también a diario, y sobre todo por la noche, se encienden nuevamente llamaradas en las oquedades, porque parece que debajo habitan diablos que nos quieren decir algo; su aliento es de llantas quemadas y desperdicios industriales. Tal vez son dragones que están poniendo a prueba nuestra capacidad de acabar con ellos, su risa es de lumbre y su burla de humo. Me pregunto: ¿estos entes de fuego seguirían vivos si la catástrofe hubiera ocurrido en alguna ciudad del país vecino del norte o en algún país europeo?; lo dudo. Me pregunto también por qué somos tan primitivos al permitir que un infiernillo de esta índole exista en medio de una comunidad tan basta y diversa.
¿No hay incendio que por bien no venga? Háganoslo saber las autoridades correspondientes. He aquí una oportunidad inmejorable para construir comunidad desde sus liderazgos. Honorable Ayuntamiento de Jiutepec (En el cerro de las piedras preciosas), aquí está nuestra mano, hagamos de la etimología de nuestro municipio su destino. Este lugar debería estar destinado a convertirse en un parque público, haciendo a un lado intereses económicos y mezquinos que sabemos que existen (ustedes mejor que nadie). No esperen el inicio de las próximas campañas electorales para extendernos dudosamente su mano en busca de ser favorecidos con algún puesto de elección popular, gesto que suele ser falso. Las manos extendidas ahora las tenemos los ciudadanos jiutepequenses, y son manos francas, sin subterfugios. ¿Las dejarán ustedes extendidas?, ¿voltearán la mirada hacia un punto incierto en lontananza? Ustedes tienen la palabra; nosotros ya iniciamos la acción. Escúchenos más y hablen menos, y cuando hablen toquen la verdad, aunque duela; ejecuten más y aprendamos juntos. De cualquier manera, la brecha ha sido abierta y habrá que caminarla con o sin ustedes. Unidos, sería mejor.
Mientras escribo esto el humo ingresa por la ventana. Otra noche difícil. Tal vez mañana despierte con dolorcillo de cabeza. Tal vez mañana seamos más los que levantemos la mano, nos miremos a los ojos o a través de las redes y encendamos la luz. Porque no se trata sólo de apagar el fuego, hay que destapar la cloaca para detectar qué se quema adentro. Pendientes hay muchos; entre ellos: fincar responsabilidades por los daños a la población y al medio ambiente; y claro, clausurar la mina. Lo digo otra vez enfáticamente: ¡clausurar la mina!
Y sucedió que un día, un efluvio que ascendía se negó a su destino vertical y decidió deslizarse sibilinamente en sentido horizontal, con un tufo de llanta quemada en sus fauces dantescas. Nos hermanó a tantos en el centro de un presagio, y siguen llegando muchos hasta el vértice de una convicción.