A Juan Machín
I
Algunas veces los recuerdos son lluvia que nos moja la espalda, penetra la piel y brota por los ojos. Traen consigo el sabor líquido de la nostalgia y, aunque resistamos, en algún momento buscamos una esquina, una sombra o una hora sola, sin nadie, para llorarlos. Otras veces cruzan como palomas, fugaces, dejándonos transitar y cumplir con las cosas del mundo, pero van y vienen, vientecillos que azotan nuestros sueños de fortaleza y nos dicen aquí estamos, no te has ido ni nos vamos. Si los recuerdos son aromas es cuando más calan, pues están en todas partes, adentro y afuera, sea en luces o en sombras. Los llevamos a todas horas y los revive por ejemplo una almohada que tú y yo compartimos, una calle que guarda nuestros pasos, la manzana del frutero que se quedó esperando nuestro beso, el umbral de aquella casa que osamos pensar nuestra para acumular en ella racimos de tardes y nostalgias; y claro, una cocina es la huella aromática más apremiante, la mantequilla derritiéndose en el pan tostado, el aroma del café e incluso la humedad alojada en las paredes, tan parecida a la que se cultiva en las caderas de un hombre y una mujer que se desean. A todo eso huele tu piel que se alojó en mis manos y un día huyó de ellas porque pensaste que el amor físico no tenía esperanza alguna.
Hay muchas formas de amar, solías decir, la mía tiene alas que no se detendrán hasta explorar todos los parajes de mundo y tal vez vuelva cuando me fastidie del aire y requiera un pedazo de tierra para pernoctar, y un solo hombre para compartirme. Lo triste fue que te hayas ido la madrugada de un veinticuatro de diciembre y tu adiós fuera una planta de nochebuena con un mensaje escrito en francés que decía: Je t’ aime mais je n’ai pas besoin de toi. La siguiente vez que supe de ti, Jane, fue a través de una foto tuya con la torre Eiffel en el fondo, aparentemente sola y con una sonrisa que debió ser la delicia del fotógrafo. No pudo mi entrega al trabajo borrar tu mirada marina inatrapable, mucho menos deshacer de mis manos y ojos el mapa de tu piel que aprendí de norte a sur. Me dueles incluso cuando estoy en otro cuerpo y la osadía de una lágrima me sorprende recordándote. Es cuando me pregunto si la tal idea de la felicidad tendrá que ver con no pretender lograr lo que se sueña, con aquietar la aventura de estar vivos en el confort que dan versiones limitadas de los anhelos realizados y girar alrededor de la misma plaza, donde envejecen las palomas de siempre y nos engatusan los mismos merolicos.Me rebelo. Tomo el pincel y te desnudo sobre la tela, en esa pose tuya que asumías después del amor y me encantaba, desprovista de toda vanidad pero convertida en un fiat lux que competía con el ámbar matutino ingresando por la ventana. Me cuesta atrapar tu mirada oceánica que contiene la belleza de los mares y los cielos azules de Cuernavaca, y tus interrogaciones para las cuales no tuve todas las respuestas. En tu boca entreabierta dibujo la frase que define nuestra relación y nuestro tiempo juntos: “Je t’aime, mais…” Tu pelo, metáfora visual de la libertad, acentúa la transparente ausencia de tus ojos. Apenas exhibo el pequeño brote de tu seno y algunos de tus meandros. Detrás de ti la flor de nochebuena que aún mantengo viva y esperanzada en tu regreso. El fondo es un delirio de ocres sobre el que se recorta tu cuerpo, esa intensidad de sol atrapada en un lienzo para mi consuelo.
II
Si fui capaz de acompañar al planeta tres veces alrededor del sol sin ti, ¿por qué ahora vuelves, Jane, ahora que he aprendido a amarte en todas las mujeres, buscando fragmentos tuyos en ellas y acomodándolos en mi emoción a modo de rompecabezas?, ¿hoy que soy capaz de encontrarte en las canciones en francés y sonreír con tu recuerdo? Te fuiste porque no podía ser de otro modo, pero ¿no había opción distinta a tu retorno? Si no eres un fantasma, háblame entonces, juguemos con tus palabras de vino tinto, acoplemos las tuyas y las mías en ese vano juego de los aciertos y en el otro más triste de nombrar al destino. No usemos frase hechas, ambos sabemos que son tan inútiles como las románticas canciones de los enamorados. Amo tu transparencia y ojalá no haya quedado pisoteada en algún jardín o a la vera de algún camino triste. Deshójate como antes y dime las grandes verdades encontradas en tu peregrinaje, o los mares de dudas acumulados. Dime qué sigue después de los puntos suspensivos del Je t’aime, mais… Tal vez los años transcurridos no hagan necesarias las certezas en ninguno de los dos; tal vez el amor es precisamente una falta necesaria de certidumbre.Callas; callamos. Viene al rescate un incendio devorando nuestros cuerpos. Sobre la cama descubro que sigue intacto este delirio amoroso. De tu boca nace nuevamente para mi oído infante y crédulo el mon amour que no permitirá más lucubraciones. No soy apto, ni lo seré jamás, para describir el paraíso en que conviertes mi estancia: cascadas de agua, rayos de luz vivificante y trinos de aves; crecen plantas alrededor de mi cama y el pobre y triste mundo descansa en el olvido. Tardas horas en mostrarme lo aprendido mientras muero y resucito en una sola tarde. Al final, desgarrados, vacíos de todo, entramos en ese paréntesis que deviene del desesperado intento de tocar una cima amorosa en la ansiedad de dos cuerpos. Es el paréntesis perfecto, el remanso, la bendecida vacuidad.Te veo desde mi sillón mientras cumplo con la tradición de fumarme un cigarrillo después del sexo. Me encanta ser testigo del momento en que abres los ojos y emerges a través de ellos. Con emoción descubro que son los mismos de siempre, dos sílfides escudriñando el aire. No puedo con tanta belleza y lágrimas contendidas largo tiempo descienden mis mejillas. Nos decimos en silencio las mismas preguntas de antes y surcan el aire las mismas inquietudes. El café caliente nos saca del letargo y procedemos a compartir los nuevos aprendizajes, a las dulces confidencias y las voluntarias confesiones. Confirmamos nuevamente que en el cuerpo del amor cabe todo, y aunque duela o una punta de estilete nos punce el orgullo, se agradece estar vivo para experimentar la marejada de emociones. Afuera, el mundo transita al ritmo histérico de todos los días y habremos de ir a él. En tres días es navidad. Tú estás conmigo y la nochebuena que ha crecido en el jardín también, tan vivas y tan bellas. No sé después. No importa el destino; no existe. Lo podemos inventar hoy y asesinarlo mañana, o reconstruirlo entre los escombros.Miras la acuarela que te guarda colgada de una pared en mi estudio y te desarmas entre mis brazos otra vez. Te aferras a mí y lo hacemos nuevamente entre los libros y estantes con una desesperante dulzura. Mon amour, mon amour. Te escucho, Jane, volcada en lágrimas en la fugacidad del orgasmo y durante varios minutos después. La pleamar de tus ojos me lo dice: que no te quedarás para siempre, que no estás hecha para eso y no puedes prescindir de los vientos alisios, ni de los planetarios y los continentales; que en tu naturaleza el amor se expande más allá de la convención de la pareja y más allá del miedo y el tiempo; que no sabes cuáles serán los brazos masculinos definitivos que estén ahí cuando cansada te sientes a envejecer en una terraza, y ni siquiera estás segura de que los habrá.
No importa, ya está aquí la Navidad con su esquizofrenia consumista y sus cánticos y tú estás conmigo. No existe el destino con sus presurosas advertencias; esta noche no es bienvenido. Estás conmigo en Cuernavaca y sabes que no necesitas agregar puntos suspensivos cuando me dices mon amour, je t’aime. Parece que por fin comprendo algo del amor, tú me has enseñado.
En la acuarela que te guarda para mí por siempre, la nochebuena parece más encendida. Joyeux Noël, amada Jane.