La gran mayoría llegaron en la centuria pasada. Vinieron desde un tiempo de estatuas caídas e ideologías rotas, equipados con artilugios electrónicos y dedos ágiles para conquistar el nuevo milenio. Casi todos silenciosos y cada uno reclamando su espacio. A los quince años ya miraban como a los treinta sus padres, recelosos en su ataraxia engañosa, tan solos entre tanta gente que los rodeaba y entre millones de datos que viajaban por las redes saturando de ansiedad hasta la más pequeña de sus soledades. Los vi separarse más y más unos de otros, e inventarse amigos improbables en las pantallas digitales. Caminaban rápido porque siempre alguien los empujaba y porque el mundo en general empezó a girar más de prisa y a volverse pequeñísimo. Los vi andar por los parques sin levantar la cara hacia las ramas de los árboles y sin inmutarse ante el aroma de las flores. No tenían tiempo para esas pequeñeces. Se apropiaron del tiempo y lo metieron en las pantallas luminosas cada vez más sofisticadas. También encerraron en esos espejos de luz y pixeles al mundo vegetal, las albas y las puestas de sol, los ríos y la arquitectura de las ciudades, los cantos de las aves y las sonrisas de las madres y de los transeúntes que antes caminaban mirando al frente. Guardaron ahí la lluvia, la música, los rayos quemantes del astro rey, las danzas y los ritos, las lunas llenas y el sonido de las olas, las carcajadas de los niños que aún jugaban en los parques y los últimos consejos que les dejaron los abuelos. Sepultaron en tales aparatos a los merolicos y los payasos de circo, a los vendedores de garnachas y a las muchachas de falda corta que se ofrecían en algunas esquinas non sanctas; a los enamorados que improvisaban el amor en los parques y a todas las palabras que nombraban las cosas; a las lecciones de matemáticas, las reglas para acentuar esdrújulas, agudas y graves, las lecciones de civismo y las maneras de no confundir la "c" por la "s"; a los nombres de todas las capitales del mundo y los de todos los hombres, prohombres y bandidos de la historia. Todo eso yo vi.
De igual manera vi que se volvieron expertos en trazar las líneas del destino. Aprendieron pronto sobre complots universales y redujeron a los expertos a patéticos discursantes anquilosados en la radio y la televisión. Los maestros de las escuelas les causaron ternura al principio, compasión después, rabia enseguida; les parecieron unos pobrecillos migrantes digitales tan ansiosos y quejándose de ellos con sus esposas después de hacerles el amor a la antigua. Vi a varios quedarse en casa con sus padres hasta bien entrados sus treinta, y algunos otro poco. Comían con el móvil en la mano, lloraban con él, lo llevaban con ellos hasta en el sagrado acto de la excreción y lo ponían al lado del buró mientras duraba el sexo con su pareja, y, al final del gran acto, volvían rápido a su mundo de confidencias colectivas en redes, nada de cariños poscoitales innecesarios. Convirtieron el amor en mito y en una verdad la compra y venta de ternura.
Los he visto, reitero, y también los he escuchado. Fue una proeza aprender a oírlos, porque desde que arribaron se comunicaron casi en silencio. Y si de pronto reían, tú no sabías el porqué. Si lloraban, sus penas daban brazadas en la luminosidad de las pantallas. Oí que inventaron palabras como nunca antes, pequeñas palabras, de aquellas en las que caben docenas de significados que sólo ellos encuentran. Luego las mataban, las tendían en el piso hasta deshacerlas e inventaban otras igualmente prescindibles, porque todo se mueve y va de prisa, porque todo cambia y el movimiento para ellos era la esencia de la realidad; rescataron a Heráclito del pasado. Se volvieron dadaístas porque no creían en nada pero succionaban de todo. Fueron sabios e ignorantes a conveniencia y aprendieron a escurrir el bulto cuando les llegaba la hora de ser grandes y mirar de frente. Si alguien les dijo que era tiempo de tomar el toro por los cuernos, respondieron que ellos eran el toro, el reparo, la soberbia y el premio. Llegaron al mundo sin pedirlo, dijeron, y el mundo los fastidió con tanta exigencia.
Pero también los he visto ir mutando desde hace unos meses las expresiones de su cara, parecen otros ahora. No se les ve contritos, pero sí sorprendidos. Jamás imaginaron que un enemigo invisible pondría en jaque el mundo que ellos creyeron comerse a dentelladas. Y se han detenido sin saber qué hacer. Algunos voltean al cielo para pedir respuestas como jamás lo habían hecho. Otros se sientan a escuchar a sus padres. He oído llorar a varios, lo juro. Son aquellos que pasan muchas horas meditando o descubriendo por vez primera las plantas que su madre colgó de las paredes y puso en los balcones. Sus ojos se han llenado de estupefacción y eso es maravilloso, pues ya nada parecía asombrarlos. Leen libros que desempolvan y bajan del estante, iluminan su mirada con las fábulas antiguas y ante las fotos que sus padres guardan en los viejos álbumes. Escuchan y cantan canciones de viejos trovadores y, milagro, muchos se han puesto a dialogar con los viejos. También han discutido y peleado entre ellos, porque la claridad a veces duele; sin embargo, por eso mismo aprenden a perdonar y dar abrazos. Han vuelto a querer a los gatos y se conmueven como nunca ante el amor infinito de una golondrina trabajando por sus crías. Algunas veces abandonan el móvil, una bendición en este tiempo, para sentarse a ver una película con toda la familia; Cinema Paradiso, por ejemplo. Algunos empiezan a vestirse con moda retro, otros hacen yoga y hablan de la necesidad de vibrar alto; algunos más discuten sobre las terribles consecuencias del nuevo orden mundial y hasta han hablado de salir a tirar estatuas para poner otras.
Me conmueven. Los he visto, los veo y tal vez los veré aún buen rato. Ojalá, porque quiero saber qué semillas habrán de sembrar que no sean las de Monsanto, quiero escuchar las nuevas canciones que echarán al aire después de que el confinamiento pase y en qué Dios creerán. Tengo mucha curiosidad de conocer cómo se organizarán para seguir dando cuerda al mundo, cuáles serán sus nuevos himnos, sus nuevas plegarias; cómo serán ahora sus besos y las maneras de decirse el amor sin que suene a canto antiguo. Quiero saber si tendrán valor para seguir poblando el planeta y si construirán armas para enfrentar la estupidez que los masifica y anula.
Los he visto muy de cerca porque también los tengo en casa. Los miro desde este balcón de un quinto piso y a veces me aproximo a ellos tanto como lo permiten, para entenderlos y estar cerca por si me convocaran, por si el despertar que los anuncia fuera también un rayo que los toca y reúne, una llamada que los mueve a las filas. No sea su poder minado en las pantallas digitales y no sea robado su espíritu. Como ayer, como ahora, como siempre, están condenados a la esperanza en este mundo que derrite sus polos e incendia sus selvas. Pudieran ser ellos quienes acaben de matar al dinosaurio herido si salen a las calles y gritan su silencio.
Juro que los he visto.