Salí a buscarlo aquella noche, como en tantas otras; no lo encontré. Seguí mi búsqueda durante muchas más, y nada. Me encuentro ahora pinchando el centro de esta sombra, lleno de ansiedad y desvelo. Sigo sin hallarlo.
Sé de su existencia y por eso mi tiempo se ha partido en dos. Fui uno antes de saberlo y otro soy ahora que lo espero. No me creo alguien especial porque me esté sucediendo. Entiendo que a todos nos pasa, pero la gran mayoría resiste el impulso por descubrirlo y se dedican sólo a dejar que el tiempo sepulte su fantasma, prefieren quedarse en la cómoda versión de lo que piensan ser, bajo la dictadura de leyes que otros inventaron para dar cauce a nuestra vidas, y de muchas más no escritas pero mansamente aceptadas por el peso amable de la costumbre.
Yo me sacudo el fiambre, espoleo mis sentidos, arrojo las ganas al camino. Estoy seguro de que no debe ser muy distinto de mí, lo descubriré cuando mire sus ojos o pueda escucharlo. Tal vez guste del vino tinto como yo, y de hablar con las olas o con el río si no hay mar; puede ser, incluso, que sea mujer. Si al menos supiera si lleva el pelo largo o el cráneo rapado como los monjes tibetanos tendría una referencia precisa y descartaría a tantos tan iguales entre sí. Insisto, lo hallaré por su mirada. Espero no la esconda bajo gafas o velos, o tristezas y extravíos.
Un buen amigo tuvo la fortuna de encontrarlo. Lo buscó por años en todo tipo de lugares, mares y desiertos, montañas y cañadas, hasta que lo halló sentado sobre una roca en la punta de una pirámide. Era todo lo contrario a lo que había imaginado, pero no dudó un momento en cuanto lo vio. Se dedicó a recorrer con él muchos caminos y a descifrar el misterio de aquellas flores que son preferidas por las abejas; ahí debía encerrarse el secreto de las cosas. También treparon a los árboles y viajaron galaxias sobre sus ramas para medir lo ancho del universo; pudieron volver a tiempo para recibir con pirotecnia y gritos al nuevo milenio, pero ellos habían descubierto para ese entonces que el tiempo era una mentira. Tuvieron la oportunidad de vivir durante una estación en la joroba de un camello y descubrir secretos guardados por milenios sobre la evolución de las especies. Un día, cuentan lenguas azoradas, encontraron a Dios extrayendo aguamiel de un maguey con el acocote, cual tlachiquero cualquiera, y disfrutando después del divino líquido; y dicen que, en pleno éxtasis alcohólico, gritaba a todo pulmón que no se adjudicaba la creación de tal embrujo líquido, que era una obra de sus amados adversarios, a quienes agradecía el placer que experimentaba mientras pegaba carrera montado sobre un asno encontrado en el camino. Lloraron ante tal epifanía y la tomaron como anuncio de su destino inminente. Antes de partir, ante la mirada bondadosa de cientos de animales, los únicos que podían verlos en su última versión física sobre la tierra, se fundieron en uno solo y se desvanecieron dejando algo así como una sonrisa flotando en el aire, mientras los seres que los contemplaban volvían a su perfecta vida de cantos, hierbas y agua corrediza. No estuve ahí para observarlo, pero todo me fue contado en un sueño.
Por eso creo que vale la pena la tarea que me he encomendado: encontrarlo aunque deba buscar bajo las piedras calientes pobladas de alacranes. Y sé que es mejor la búsqueda nocturna. No habitan el día los seres evolucionados, entre personas robotizadas que corren para ganar asiento en el transporte, respirando smog y ambicionando solamente cumplir con la jornada, servir al patrón, cobrar el salario, embriagarse de alcohol o de ilusión el sábado, morir de hastío el domingo por la tarde y resucitar el lunes muy temprano.
A veces me parece descubrirlo en algunas canciones. Sin embargo, quiero más que una demostración auditiva o musical de que existe. También su presencia ha soplado mi rostro cuando paso las páginas de los libros, pero es apenas eso: aleteo de mariposa, beso tímido en el aire, promesa escondida en la tinta. Han recorrido mis ojos miles y miles de planas, porque sé perfectamente que al final de una frase milagrosa podría revelarse y materializarse. Lo creí posible al encontrar en un libro de Saramago la siguiente oración: “Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es realmente lo que somos”. O cuando Siddharta, en la ficción de Hermann Hesse, después de abandonar al Buda y conseguir la revelación de que por fin había despertado, “respiró profundamente y, por un momento, al sentir frío, se estremeció. Nadie estaba tan solo como él”.
O bien, lo creo posible ahora, cuando al pasar mis dedos la página, el artista del hambre, por decisión y delirio del buen Kafka, es hallado agonizante y diminuto entre la paja al momento de limpiar la jaula del circo, y susurra a su descubridor ante el cuestionamiento de porqué se ha resistido a comer e hizo del ayuno su arte: “Porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos”.
Elevado mi espíritu a la quintaesencia de la emoción y acompañado esta noche por el admirado checo, maestro de maestros de la palabra escrita, creo al fin verlo asomarse desde afuera por el ventanal de mi cuarto. Un instante fugaz veo sus ojos y son aquellos que he buscado tanto.
Salgo tras él. Araño mi piel con los rosales, salto la verja del jardín, lo sigo por una calle en la que lo veo perderse, quiebro en la esquina, doy vuelta a toda la cuadra tras él y alcanzo a ver su sombra entrando por el ventanal de mi cuarto, el único con la luz encendida a las tres de la madrugada. Doy tumbos rumbo a mi casa temblando de emoción. Tanto buscarlo y ahora está aquí, en el mismo espacio que habito. Sé que es él, simplemente lo sé.
Mientras subo las escaleras para llegar a mi recámara siento reventar mi pecho. Mi boca enmudece, no soy ni seré capaz de emitir una sola palabra. Al cruzar el umbral, la convicción del silencio se apodera de todo: de mi boca, del libro de Kafka que yo había dejado abierto en la página 585 sobre mi sillón de lectura y ahora perfectamente cerrado y colocado en su lugar en el librero; de todas las voces que hasta hoy parloteaban sin descanso en mi interior sin permitirme la paz; de los cientos de libros siempre insistentes en salir de su aposento para saltar entre manos y revelar sus miles de secretos ―en sus lomos ahora parece brillar una calma que pone a dormir al menos por un tiempo los gritos que contienen dentro―; incluso de mi gato se apodera el silencio, de ese espectro desvelado y lanudo que también ama hurgar la noche con sus garras mientras me acompaña.
Pensé que lo vería sentado en mi sillón o tendido en mi cama, y que me pediría bajar a la cocina para tomar un café o tal vez un buen escocés mientras tramábamos la manera en que nos comeríamos el mundo de ahora en adelante y hasta morir. No es así. Sin embargo, su presencia es rotunda, bien lo saben las paredes y las fotografías colgantes y la dama desnuda del enorme cuadro y las dos niñas que juegan con la arena de la playa dentro de un marco de madera. Lo sabe el felino, que me ve en silencio como nunca lo hizo, depositada en sus ojos toda la sabiduría del mundo, aquella que no requiere de palabras para ser declarada, sólo de la profunda, misteriosa y húmeda mirada de un gato.
Una tenue voz, suave, sibilina y armoniosa, me seduce con la idea de mirarme en el espejo. Floto mientras me dirijo hacia él, como si alguien a partir de ahora se hiciera cargo del peso de mi cuerpo. No tengo a la mano una cámara fotográfica para capturar con un clic la sonrisa nueva que aparece en el reflejo, ni me interesa porque sé de la imposibilidad de retratar la felicidad. Por momentos dudo si son mías esas comisuras, esos labios, la placidez mística que los dibuja. Escudriño mis pupilas para ratificar si son las mismas, y el color del iris, su asombro café claro que lo acompaña siempre. No me queda duda. Soy el mismo, pero no lo soy. Ahora me habita ese que tanto buscaba afuera sin saber que moraba dentro. Ahora soy el argumento corregido de una historia que aún no acaba de escribirse. Y con él, ya no sombra, ya no duda, no más un fantasma furtivo que asoma por mi ventana, debo continuar la narración de mi vida con la idea obsesiva de que aún falta el clímax.
Me retiro del espejo y le pido a él, me pido a mí, acompañarme a disfrutar del buen trago de whisky que me hace falta esta noche. Mi gato no me sigue; se ha liberado. Sabe que por fin puede prescindir de mi angustia, porque ya no estamos solos.