Uno no sabe por qué la vida te ofrece un asiento privilegiado en la butaquería de su teatro sin haber hecho los méritos suficientes. He guardado muchos años esto que voy a contarles, pero a mi edad y en mi actual condición de salud considero necesario hacerlo, como una forma de limpiar pequeñas cloacas que se enquistan dentro, yo, quien era un ganapán a toda regla y ahora como perdices estofadas con cerveza.
Aquello comenzó hace mucho; espero, por eso, no diluir ficción dentro de las verdades que como tales aún conserva mi memoria, aunque de la ficción haya comido, bebido, comprado boletos de avión en primera clase y condones de calidad, no obstante imperfectos.
Era un mozuelo cuando comencé a trabajar en el único gran teatro de mi ciudad, con 19 años bien estirados en mi cuerpo mediano, pero lo necesariamente fuerte para mi oficio de tramoyista. Tramoyita, ve por las tortas; Tramoyita, cárgate el vestuario; Tramoyita, limpia mis botas, no seas malo. Así me di a querer, haciendo de todo y a todos. El “haciendo de todo” pronto incluiría tareas insospechadas por mi provinciana cabeza entonces lerda.
Durante las funciones mis oídos se bebían los parlamentos, con sus matices, pequeños dobleces, cambios de ritmo, intensidades. Me comenzó a picar la comezón de llegar a ser actor. Soñaba. A la vez, me complacía desnudando con la vista a las actricitas jóvenes que se imaginaban divas al pisar las tablas y reinas al entrar en los camerinos. Taimado, a todas ellas las iba ganando mi carácter suelto y mi servicial presencia. No había nada a lo que Tramoyita dijera que no.
Así fue como tampoco dije no cuando la protagonista de una comedia ligera, una actriz reconocida y bien entrada en los cuarenta, guapa y con unos pechos capaces de amamantar a todo el elenco, me pidió masajear sus pies en el intermedio de la obra, entre un acto y otro. Vieras cómo me duelen, Tomasito, desde los dedos hasta los tobillos. Tuve que seguir la ruta del dolor y continué hasta las rodillas, bondad mía que agradeció con miradas de madona suspirante.
En la siguiente función, puntual, al inicio del interludio, mis manos dispuestas y mi sonrisa presta se plantaron en la puerta del camerino. ¿No tiene los pies cansados, señora?... Ahora no, Tomasito, son mi espalda y mi nuca las que tengo tensas. Sin mayores diálogos mis manos se ofrecieron, deshicieron nudos en la parte alta de la espalda, aliviaron con calor síncopes emocionales en la nuca y la base del cuello. Encarrilado, en la próxima función de un terapéutico viernes, mis masajes le curaron desengaños desde los hombros hasta sus largos dedos y megalomanía en las sienes.
Pensé que en la función del sábado debía comenzar de nuevo el ciclo de masajes iniciando con los pies, mas no fue así. ¡Bendito sábado de gloria! Al llegar, efusiva, anunció que le correspondía masaje en sus pechos. Puso el pestillo en la puerta y me mostró sus dos universos coronados de café intenso en sus centros, inabarcables para mi imaginación que cayó muerta en ese momento. Mis manos, disciplinadas, continuaron su rigurosa aplicación, húmedas por la emoción, temblantes. Los siguientes recorridos de mis dedos fueron arbitrarios. Tendimos los escasos minutos del entreacto sobre la alfombra del piso; ella se hizo de mi secreto en la entrepierna, enjundiosa, arrebatada. Qué grande paraíso el tuyo, Tomasito ¡Fabuloso, amore! Juro por Dios que ella lo dijo, yo siempre he sido muy modesto con lo que tengo y soy.
Ya no hubo más sesiones de masaje en el camerino. Las siguientes fueron en el cuarto de hotel donde se hospedaba al término de la función, o de las fiestas que a veces le seguían. En pocos días me deshizo y me rehízo innumerables veces. Al final del delirio y de la temporada me trató como a un amigo tierno, se despidió con una sonrisa agradecida y dejó una recomendación al director de la compañía. El chico tiene un gran talento, lo huelo; deberías probarlo con un papelito en una de tus obras; aprenderá con el tiempo y las tablas.
Al poco tiempo le buscaba el misterio y la forma a un pajecillo en una comedia de Moliere, personaje que, atendiendo la recomendación de mi dama ausente, me fue asignado por el magnánimo director de la compañía, quien con el mismo salario pagaba mi trabajo en tramoya y en la escena. Mientras hacía gala de mis dotes innatas de actor, aprovechando los escasos minutos sobre el escenario y los pocos parlamentos de mi personaje, fui objeto de las naturales envidias que se suscitaron en varios miembros de la Compañía, especialmente en los varones que interpretaban personajes secundarios. Uno de los actores maduros y de gran experiencia me sugirió enfrentar las embestidas con indiferencia y aplicación al trabajo. Siempre sucede, los perros ladran si te ven andar, recuérdalo. Nunca supo cuánto bien me hizo con su consejo para lo que vendría después.
Fui enterándome, además, de la segunda recomendación que aquella primera actriz hizo sobre mí antes de irse. Las miradas e insinuaciones pícaras de actricitas jóvenes, y de otras entraditas en años, lo fueron desvelando. Muchos recovecos del teatro y los hoteles de paso se volvieron cómplices de mis cabalgaduras sexuales intensas, a las que me volví aficionado.
A las actrices se agregaron, hoy, una iluminadora del teatro; mañana, la diseñadora de vestuario; después, la coqueta vendedora de boletos en taquilla, hasta que más adelante mi fama de garañón subió hasta el Olimpo donde consideran habitar los críticos de teatro. Uno de ellos, poderoso, femenino, se acercó hasta mí con la palabra desnuda y el anca dispuesta. Si vienes conmigo a tomar una copa en mi hotel, tal vez pueda ayudarte con las buenas opiniones que como actor te mereces. Para ese entonces ya interpretaba un personaje secundario en La muerte de un viajante, de Miller, consecuencia de mi talento diseminado. Este fue el mayor reto que enfrenté. El generoso censor teatral fue amable conmigo; yo también con él, pues descubrí agradable esta nueva dimensión de mi sexualidad.
Llovieron buenas opiniones a la nueva promesa del teatro, mejores papeles, mi nombre en los periódicos, cursillos para oficializar mi formación, conferencias, algún productor en mi cama; eventualmente un director en la suya, conmigo, claro. No faltaban de vez en cuando devaneos con actrices en busca de rescate, pero lo mío fueron a partir de entonces, y hasta ahora, los actores jóvenes, casi adolescentes. Especial devoción siento por los frescos bailarines, tan gráciles, tan hermosos.
Después de un tiempo incursioné en el cine. Ya no tuve que acostarme con alguien para conseguir buenos papeles. Por fin mi cuerpo ya no era un pase para la cumbre; mi talento, ahora era mi talento. Cuando obtuve el premio al mejor actor de largometraje mexicano en el Festival de Cine de Morelia, experimenté algo así como el nacimiento de una nueva piel.
Han pasado muchos años. Ahora que cada uno de ustedes me conoce más a fondo, ya no seré murmullo de farándula. Quisiera poder remediar lo que viene, pero nadie puede hacerlo; no soy de los afortunados a los que el sida les ha posibilitado sobrevivir y tener una vida larga. Quedarán los programas de mano, las marquesinas, los testimonios de los amigos y las memorias de cama para recordarme.