Hace dos días me encontré con Omar Arellano Osorio, joven talento musical jiutepequense, creador de la magnífica pieza llamada “Chinelo Mitotiani”, una de las tres ganadoras del Concurso de Composición Arturo Márquez para orquesta de Cámara en el año 2020. Ante pregunta expresa suya con respecto de mis impresiones sobre su magnífica obra, debo reconocer que me quedé corto con lo declarado de mi parte. Horas después, recordando la sagacidad de su mirada, supe que él no había quedado satisfecho; yo tampoco.
He aquí algunas subjetividades arbitrarias, después de escuchar dos o tres veces más su pieza, interpretada por la Orquesta Mexicana de las Artes. Aclaro que, de músico o gran conocedor de esta, tengo lo mismo que de astronauta, así que preparen sus filos los filarmónicos de oficio:
El inicio es una invitación amable a extraviarse en la fronda boscosa de la imaginación, donde podrían aparecer lo mismo duendes o chaneques que ninfas o sirenas de río. Gotas de agua, sellos de luz, amaneceres, naturaleza que despierta, bostezos del sol desperezándose, alegrías de cuerdas y vientos que de pronto comienzan a saltar a ritmo de conejos danzarines. Algo parecido a las ocarinas de los antiguos músicos de nuestra tierra levanta mi asombro hasta propiciar que mis plantas deseen elevarse desde su apatía. Luego pienso en rituales, en los mismos tambores que los falsos soldados romanos hacían sonar por las calles de mi pueblo en los días de pascua, anuncio acústico de que pronto llegaría la consumación del sacrificio del Jesús, el Cristo.
De pronto, nuevamente la alegría filtrándose sin permiso por mis venas, calentando mis huesos que últimamente se han dejado llevar por el cuento del otoño y sus hojas caídas. Llega en cascada el jolgorio, igual que la andanada de imágenes que rodean las posibilidades de mis sentidos todos: hordas de irreverentes pies levantando del suelo la congoja de meses enteros para lanzarla por los aires e imponer el reino del júbilo; luces y cohetes de colores iluminando fugazmente el firmamento nocturno a modo de pinceladas de paraíso; montadores de toros enfrentando el miedo a brincos sobre lomos de animales nobles; campesinas de rebozo extraídas de los filmes cinematográficos del pasado que me llevan de visita a las amadas mujeres de mi infancia, íconos de bondad y devoción; gritos gozosos de niños, porque en la feria sus padres mercaron para ellos trompos de colores y carritos de madera; sonrisas de abuelas que envuelven su inmensa generosidad en rebozos de bolitas y en tortillas de maíz modeladas por sus manos.
Sobre lo anterior, por arriba y abajo, desde los cuatro puntos cardinales, destaca el contundente mensaje de la alegría como destino irrenunciable de los habitantes de esta patria con cuerpo de pescado, a pesar de tanta sangre cotidiana, y de tanta perversión desparramada desde las cúpulas y desde las cloacas de cualquier poder oscuro. Destaca la herencia polícroma del talento de nuestros artesanos, de nuestras fiestas patronales, de las honestas devociones que nos mantienen la fe viva, y del entusiasta poder de resistencia de nuestra raza mestiza: rostro sin tiempo que aflora una vez y otra desde las cenizas, cúmulo de certezas guardadas en cesto de mimbre para cuando azoten las barbaries; saltos y más saltos para apropiarse del más democrático de nuestros bienes: el viento.
De pronto, remansos. Una mujer joven con mejillas de manzana oscura amamanta a su hijo, rezos por los caídos, bebedores de mezcal mirando con ojos de vidrio a la mujer que perdió a su hijo en la guerra cotidiana de nuestras calles; también ternuras compartidas por los amantes después del furor sobre las sábanas; pláticas en la madrugada, enredados en sus cuerpos para paliar el frío antes de levantarse y empezar el día; amaneceres limpios, hombres y mujeres translúcidos comenzando la jornada, cruzando su destino con otros miles en el laberinto de los afanes.
El sol incendia nuevamente. La yunta abre la tierra de la mano de un gañán oloroso a vida. Las semillas son regadas otra vez, con tanto fervor que abren pronto y enraízan fuerte para casarse de inmediato con el aire y ambicionar el infinito. La vida renace. El sol es un danzante que traza su coreografía en la comba celeste, de sonrisa tan amplia que, si la atisbamos de frente, es capaz de mutilar nuestra apatía. ¡Bendito sea su poder!
Entre brincos alegres discurre la fiesta. No hay siquiera un minúsculo espacio para la indiferencia. La anomia cotidiana se transforma en un orden bien asimilado de pasos, brazos en rehilete y sonrisas impúdicas, igual a flores que abren, igual a calle mojada que nos regala su perfume. De súbito, una explosión final nos recuerda que somos simples mortales. No somos dioses para regalarnos una fiesta perenne de trinos y rosas.
Los violines, los violonchelos, los oboes y el fagot se quedan con las ganas de seguir saltando alrededor de una plaza. El contrabajo queda gravemente triste, no podrá dormir porque la tonadilla se le quedó adentro. Las violas no dejan de soñar en bailar; cuánto dieran por tener pies y cabeza para colocarse un sombrero de Chinelo. El corno francés se siente más mexicano que una jarana cualquiera y el arpa detesta el silencio, apenas soporta las fracciones de segundo que tardan los dedos en llegar de una a otra cuerda. Las flautas se musitan solidarias su pena al momento de guardarse en su fino estuche.
Mitotianis somos y en mitotianis nos convertimos en cada feria de carnaval, cada vez que la luz sepulte la tristeza, antes de abandonar los cantos y las flores de este mundo para convertirnos en eternos danzantes del firmamento.