Hechos violentos ocurrieron entre el 10 y 11 de febrero pasados en el penal del Topo Chico, localizado en Monterrey, Nuevo León, sitio en el que al menos 49 internos perdieron la vida y otros 12 resultaron heridos; el acontecimiento alcanzó resonancia internacional, y tanto la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito en México (UNODC) como la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos humanos (ONU-DH) han condenado lo sucedido.
Dichos organismos han subrayado de igual modo “la urgencia de hacer frente de manera conjunta y decidida a una grave situación carcelaria donde se combinan la violación de los derechos humanos de las personas privadas de libertad, las debilidades de la política de rehabilitación y reinserción, serias deficiencias en las condiciones de detención y la transformación de facto de varios centros penitenciarios en lugares de reclutamiento de las organizaciones delictivas”.
Además, destacan que al privar a una persona de su libertad, el Estado tiene la obligación de proteger su vida e integridad y hacen énfasis en la necesidad de que se observen las denominadas “Reglas Mandela”: las reglas mínimas de las Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos.
El Centro Preventivo y de Reinserción Social Topo Chico fue construido en 1947 y -según datos del Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria del 2014, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH)- tiene capacidad para alojar a 3 mil 635 internos, hombres y mujeres; empero, la población existente a la fecha del incidente era de 4 mil 585 reos, vigilados por 100 guardias.
En el informe de la CNDH, el penal del Topo Chico obtuvo una calificación reprobatoria del 5.72 sobre 10: en ‘aspectos que garantizan la integridad física y moral de interno’ obtuvo 4.74; “condiciones de gobernabilidad”, 4.44; “aspectos que garantizan una estadía digna”, 5.34; “reinserción social del interno”, 6.25 y “grupos de internos con requerimientos específicos”, 7.85.
También la CNDH emitió un comunicado en el que recalca que “el hecho de que una persona se encuentre privada de su libertad no implica la pérdida de su dignidad, ni de los derechos inherentes a la misma”.
Además, el organismo nacional reitera que “las autoridades competentes en los distintos niveles y órdenes de gobierno deben emprender acciones decididas y pertinentes para atender los graves problemas que se presentan en los distintos centros penitenciarios de nuestro país”, para prevenir que hechos como los sucedidos en Topo Chico se repitan, no sólo en Nuevo León sino en cualquier parte del país.
Reflexionando acerca de lo ocurrido en Topo Chico, retomo algunos extractos del texto publicado en el mes de mayo del 2014, en este mismo espacio, con el título “Del ‘Palacio Negro’ al esquema de contratos”. Claro, en dicho artículo se hacía referencia a la tristemente célebre cárcel de Lecumberri.
En el número seis correspondiente al segundo año de la séptima época del boletín “Legajos” del Archivo General de la Nación, se narra el arribo -en “la cuerda”- de los cinco primeros presos al llamado “Palacio Negro”, provenientes de la cárcel de Belem a la de Lecumberri; cabe recordar que durante mucho tiempo se llamó “cuerda” al traslado de los presos, tal vez en referencia a los tiempos en que se conducía a los prisioneros amarrados unos a otros en procesión, o atados a las paredes de los carros de ferrocarriles.
También cabe recordar que en México se menciona por primera vez la privación de la libertad, como pena, en las Leyes de Indias.
La cárcel de Lecumberri se distinguía por la división que existía en cada piso de las celdas, identificadas con letras desde la “A” hasta la “N”: A designada a los reincidentes; B, delincuentes sexuales; C, delitos imprudenciales; D, reincidentes acusados de robo; E, delincuentes acusados de robo; F, narcotraficantes y drogadictos; G, aquellos que desempeñaban actividades específicas y observaban buena conducta; H, recién ingreso (cuando Lecumberri se convirtió en cárcel preventiva); I, los que desempeñaban un cargo público (especialmente agentes policiacos); J, internos homosexuales; L, delitos de fraude, abuso de confianza y falsificadores; M y N, internos cuya conducta molestaba a todos y perturbaba la paz del penal, con cupo limitado.
El doctor en Derecho y presidente fundador del Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe), Sergio García Ramírez, fue el encargado de clausurar el Palacio de Lecumberri como penitenciaría, un 26 de agosto de 1976 a las ocho de la noche, luego de estudiar, clasificar y trasladar a los presos a los reclusorios Norte y Oriente.
Posteriormente se iniciaron las labores de remodelación para que el inmueble se convirtiera en la sede del Archivo General de la Nación, conservando la solidez del edificio y dejando atrás el concepto original de “panóptico” ideado por Jeremías Bentham, según el cual todas las celdas organizadas en crujías forman los siete brazos de una estrella, vigiladas fácilmente desde un punto central.
En su libro "El Final de Lecumberri: Reflexiones sobre la prisión", García Ramírez señala: "Después de año y medio de luchar día con día, minuto a minuto, incesante y fatigosamente para alcanzar los fines propuestos, había conseguido: Convencerme de que algunos de mis colaboradores cedieron al dinero de los introductores de drogas y alcohol. Que el enemigo, capaz de mantener en la prisión esa fuerza constante y activa, que desbarataba en un momento lo conseguido en días, semanas o meses de trabajo, radicaba fuera del penal…”. Coincidimos.