“Todo el conocimiento, la totalidad de preguntas y respuestas, se encuentran en el perro”.
Franz Kafka.
Es sábado por la tarde. Lencho sale de la construcción con ganas de conocer el centro de Cuernavaca. Le han dicho que es bonito. Quién sabe si lo será tanto como el de la ciudad de Oaxaca, por donde pasó cuando venía de su pueblo rumbo a Morelos. Aquí lo esperó un paisano oaxaqueño, y Tito, que ahora ladra de gusto cada vez que lo ve dejar la pala o la cuchara de albañil, limpiarse un poco e irse a tirar al pasto del parque que está enfrente, mientras él corre en busca de olores nuevos entre la hierba o de alguna hembrita en celo que le robe su desesperante virginidad. Tito también es inmigrante, como casi todos los que trabajan en la construcción. Un día llegó con un circo de pulgas en su cuerpo y ahí se quedó. Cuando vio llegar a Lencho y lo husmeó supo que sería su dueño y poco tuvo que hacer para conquistarlo.
Este sábado es diferente, porque Lencho coloca un collar de alambre en su cuello después de bañarlo con un jabón anti pulgas y se van a conquistar la ciudad. En la Plaza de Armas se estacionan buen rato a contemplar el bullicio y entretenerse con un par de payasos que convocan tal cantidad de personas que envidiaría cualquier compañía de teatro independiente de Cuernavaca. Rondan por ahí como turistas de ojos asombrados. Al llegar a los jardines de la catedral, Tito los considera dignos para depositar en ellos sus excrementos y así lo hace, provocando la reacción escandalosa de una monjita que vende galletas y rompope elaborados por miembros de su congregación. Salen de ahí sin poder dar gracias en el templo por el primer salario semanal que Lencho ha recibido.
Ni siquiera intentan asomarse al Jardín Borda. Los intimida un grupo de emperifolladas señoras amigas de la música que asisten a un concierto en la sala Manuel M. Ponce. Regresan al zócalo, donde a Lencho se le antoja un elote y un licuado de fresa cuyos asientos comparte con Tito. Escuchan un rato a la banda sinfónica que musicaliza desde el quiosco, pero a Lencho lo atrae más otra música un tanto primitiva que compite con la de la orquesta y llega a sus oídos desde un bar atestado de gente en el segundo piso de un edificio de al lado. Se promete que un día no muy lejano traerá ahí a una “morrilla” de la colonia donde trabajaba.
Aún tiene hambre y Tito igual. Encuentran un expendio de rebanadas de pizza en Lerdo de Tejada y Lencho se zampa dos, dejando los bordes gruesos con rebabas de queso y salsa de tomate para Tito. Satisfechos, se acomodan en una especie de barda anexa a la pared de un edificio bancario al otro lado de la calle. Desde ahí, Lencho mira pasar a las muchachas. Al ver a alguna con pinta de empleada doméstica o trabajadora de alguno de los tantos negocios del centro, le sonríe y sueña que la lleva de la mano. Para echar a andar mejor su imaginación y vencido por el cansancio de toda la semana, se tiende a todo lo largo, dueño de la tarde y la calle. Tito hace lo mismo, se acomoda y posa su cabeza sobre el pecho del hombre que en un tris está soñando que asciende de media cuchara a primera, luego a albañil y finalmente a maestro albañil, lo que significaría la gloria vestida de cal y cemento y la posibilidad de enviar unos cuantos billetes a su jefecita allá en el pueblo. Los sueños de Tito en Lerdo de Tejada son más simples: un hueso de pierna de pollo, un pasto verde para dormir patas arriba o la mano constante de Lencho acariciando sus orejas. Duermen la mona como si nadie los viera, tan dueños de todo y de nada.
No quiero contrariarte, querido lector, pero en realidad los durmientes de Lerdo de Tejada no se llaman Lencho ni Tito, ni son inmigrantes ni viven en una construcción en proceso. Tal vez lo son en el sueño que disfrutan plácidamente. Lo cierto es que el chico se llama Fernando, escapó de su casa en la colonia Jardín Juárez de Jiutepec, porque no soporta el alcoholismo de su padre y no es suficiente la comida para saciar el hambre de sus cuatro hermanos y la muy grande suya. Una boca menos si me voy, pensó al huir de su hogar, y un perro, porque no pudo dejar al único que parecía comprenderlo, a Boni. La noche anterior medio durmió en las afueras de la terminal de autobuses del Casino de la Selva, porque no encontró a un amigo suyo que vivía cerca de la iglesia de la Gualupita, a quien pensaba pedir posada.
En una de las muchas bolsas de su pantalón lleva su cartera vieja con su identificación y cuatrocientos pesos que no le durarán mucho. En otra, una foto de su abuela fallecida seis meses atrás, una más de su hermanita menor y aquella donde está él con su madre en una playa de Acapulco la única vez que visitaron el puerto; tenía siete años y ese día fue feliz con sus padres. En otra de las bolsas lleva condones, por cualquier cosa. Si hoy no encuentra al Pato, su amigo, se irá al pueblo de donde llegó su padre, a casa de sus abuelos o de un tío con el que simpatiza. Curiosamente, Fernando nació con alma campesina, pues siempre lo emocionó la idea de ahorrar un dinero, irse a vivir con sus abuelos, cultivar la tierra como lo hace el hermano de su padre y poner un criadero de cerdos. Desde niño le gustó pasar sus vacaciones en ese pueblo del sur del estado.
Le dijeron que el Pato llegaría hasta las ocho, por lo que decide darse una vuelta por el centro para ver si levanta su ánimo alicaído. Boni olfatea su pesadumbre. También él extrañará a Corina, la chiquita de la casa, que con su inocencia de nueve años era la única que no mostraba desprecio por sus pulgas y estaba al pendiente de darle sus croquetas en la hora exacta de su hambre. Después de saborear los fragmentos de pizza con pepperoni que le tocan, muy italiano él, siente que quiere a Fernando con un amor que le roe las entrañas, pues ahí se concentra esa emoción que únicamente puede expresar a lengüetazos y restregones en el cuerpo de su amigo. Fernando, tendido en Lerdo de Tejada, junto a esa pared del banco que guarda y explota los ahorros de miles de personas que piensan que el reino de los cielos está en el futuro, sueña con Corina y sus cachetitos morenos, mientras Boni no sueña nada ni con nadie, solo se dedica a estar piel a piel con Fernando en ese hermoso tiempo detenido que es la mayor riqueza a la que aspira uno de su especie.
Nuevamente ofrezco disculpas, caro amigo lector. Ninguno de los personajes anteriores existen, pero no pienses que he querido embromarme contigo, aunque… tal vez sí. La única evidencia verdadera es esta foto que está en mi poder, en la que un hombre joven que puede llamarse Lencho, Fernando, Matías o como plazca a tu imaginación, nos da una muestra de amor incondicional por un perrito que podría llamarse Tito, Boni, Lucho o como gustes. Particularmente me conmueve esta imagen y ojalá la misma racha de ternura te traspase a ti. Desde ahora mis ojos serán dos radares para encontrar testimonios de amor verdadero como este. Y no creas, estoy tentado a creer que cada vez que pase por Lerdo de Tejada, recibiré cascadas de luz y entendimiento en esa calle de no muchos reflectores. Buona giornata.