Para mi padre, Agustín Domínguez, hasta Pilcaya, Guerrero

16 años: comencé a escribir, silvestre, aunque con cierto bagaje de lenguaje y literatura. Lo hacía en mis libretas de Bachilleres, donde tenía tan pocos apuntes como para reprobar el año, pero suficientes poemas para iniciar una carrera como autor.

La edad del autor es diametralmente opuesta a la del futbolista. Comparo, pues en mi otra vida seré goleador. Un delantero, con suerte, se retira antes de los 40, edad en la que el escritor apenas va agarrando vuelo. Mientras uno se jubila, el otro acaso pisa firme.

19 años: publiqué mi primera colaboración, en la extinta Semana Gráfica, que se producía en Civac (a unas cuadras de donde crecí, como verdolaga, años antes). Ahí me invitó Elizabeth Delgado, colega de la universidad y compañera de batallas de ese entonces.

El futbolista se prepara más o menos de los 9 a los 19 años, cuando debuta en primera división (o simplemente fracasa) y juega hasta los 39, con 20 años de carrera; luego puede ser tortero, cantante de banda, policía o lo que tú quieras. El escritor vive su infancia libremente, captando todo lo que pueda del ambiente, luego disfruta o sufre una adolescencia lastimera e intensa, por lo regular, para entrar a una vida adulta con bastantes tropiezos, pero suficientes lecturas y aprendizajes (en el mejor de los casos), para comenzar a escribir una obra algo madura cerca de los 39.

25 años: mi primera beca como autor, para escribir El colchón, cuentos de la cotidianidad (hasta ahora mi libro más vendido). Había publicado mi primera obra, gracias a la Casa del Poeta Peruano. Publicar (dialogar) se convirtió en un vicio, solo superado por mi obsesión de escribir. A los 26 fui papá, lo que marcó mi vida y me hizo feliz como pocas veces he sido.

A los 40 el cuerpo del ex futbolista está cansado, deteriorado y fofo; tuvo saciedad y vigilancia al extremo; su salud estuvo en manos de especialistas, pero ahora es su responsabilidad, pobre… El escritor, en cambio (si no ha muerto), está en la crisis de la mediana edad: acude al gym, come saludable y mejora sus hábitos luego de años de excesos, pero conserva la verticalidad.

Seguí escribiendo cada día. Publiqué más hasta mis 32, cuando me divorcié y me mudé con mi niña a una chalet de pocos muebles y miles de libros. Participé en medios, organicé eventos y fui burócrata, además de cultivar el sarcasmo. Sobre todo, leí mucho: compraba y vendía libros viejos y no despreciaba nada. Estudié una maestría y me seguí cultivando, ahondando más en la industria editorial, el amor, la patética literatura mexicana y las posibilidades de la palabra.

No espere usted encontrar un futbolista cuarentón en buen estado ni a un escritor consumado a la misma edad. Todo tiene su tiempo, cada proceso requiere su espacio. El devenir consuma las cosas, no la premura.

Obligado a mudarme por la violencia morelense, caí de bruces y con mis pocas canicas en Querétaro a los 33. Pasé un año escribiendo lejos de mi gente, histérico, hasta que no pude más, me deprimí y vendí mi auto, después de un gran robo y una inmerecida traición casera.

Los futbolistas casi nunca siguen en lo mismo: se van, se pierden, cambian, renuncian.

34 a 38 años: periodo oscuro, lleno de amenazas, miserias y aprendizajes. Con todo, descubrí la minificción y alcancé el ensayo, publiqué libros y gané reconocimientos. Me sostuvieron la luz interminable del amor de mi hija, recuperar el amor de mi familia, los libros de mi biblioteca (que vendí para comer) y cierta esperanza. Salí de eso gracias a la depresión activa y vi la luz un día de marzo.

Los deportistas no saben qué hacer cuando se jubilan, algunos mentecatos hasta se dedican a la crónica deportiva de forma deshonrosa.

A mis casi 42 me siento preparado para escribir mejor que nunca. Estoy listo para ofrecer lo mejor de mis letras, lo más depurado de mi ser y de mi mente, porque, no sé si les dije, pero como desde hace 26 años, seguiré escribiendo con el corazón por siempre.