Un día en una preparatoria del norte Cuernavaca una estudiante me hizo una tremenda pregunta. Ella y sus compañeros habían leído mi novela Óleo sobre ketamina gracias a la invitación de la maestra Gabriela, su guía de literatura y redacción. Fueron bastantes lectores, algo disciplinados según supe y al final hicimos la bonita sesión de Charla con el Autor.
Nos reunimos en un auditorio en gradas, ellos arriba, yo abajo con mi estimada anfitriona. No recuerdo si lo he dicho antes, pero el contacto con el público es uno de los fenómenos (o performances) que más me gustan, por lo espontáneo y a la vez por lo formal. Me encanta y siempre trato de participar con dos principios: brevedad y honestidad.
Como parte de su clase, Gabriela les pidió una pregunta por estudiante, que tendrían que hacerme sí o sí en nuestro encuentro, pero también se permitieron nuevas dudas o comentarios que surgieron del momento. Hubo de todo tipo, de las más comunes y comprensibles, hasta lo más extrañas. Bien dicen que no hay pregunta absurda, sino que es absurdo no preguntar. Yo contesto todas y cada una de las preguntas que cualquiera me haga, en parte porque me interesa el diálogo y también porque si alguien gastó su tiempo en pensarla y en escucharme es mi responsabilidad dar la cara.
De las anécdotas más interesantes, la primera fue cuando una alumna dijo entre risas y ruborizada que debía confesarse: mi novela era el primer y único libro (hasta ese entonces) que había leído completo. Eso animó al grupo y creó, en efecto, un clima más íntimo y de confianza. Ante la sorpresa de la maestra, quien le había dado clases antes, la joven dijo, en su defensa, que estaba siendo honesta y que quizás de ahí en adelante podría ser una mejor lectora. Obviamente, yo le aplaudí, le agradecí, la apoyé y me sentí glorioso, como comprenderán ustedes.
Otra joven al fondo del auditorio dudó entre hacer y no la pregunta, pero al fin, animada por alguien, la hizo. Me preguntó si yo pensaba que drogándome podría escribir mejor. Se refería al clisé de que los artistas usan sustancias para inspirarse o para concentrarse y crear. La duda es a todas luces válida y en una persona de su edad (y en plena formación) es comprensible. Hubo risas y comentarios de todo tipo. Incluso hubo, entre sus compañeros, quien le dijo que no preguntara aquello.
Ya calmados, agradecí la pregunta y respondí: “Imagínate que te diga que para escribir mejor, un autor debería meterse un palo de escoba por atrás y barrer su casa con él”. La carcajada fue general. La maestra me vio raro (lo que no es tan raro entre nosotros), pero me dejó seguir.
Entonces me expliqué: “No, para escribir bien no hace falta drogarse ni consumir ninguna sustancia. Quizás es todo lo contrario: la escritura requiere de la mayor lucidez posible, de concentración, tranquilidad, calma. El asunto de las drogas y de los vicios en general tiene que ver con asuntos no resueltos (problemas, duelos) de la persona que es el artista, no del artista mismo ni de su ser creativo. Por otro lado, creo que el arte sí puede ayudarnos a sanar nuestra propia vida, pero que en la mayoría de los casos no es suficiente. Entonces, la gente se droga porque no va a terapia; luego, un artista que se droga tiene temas pendientes con la vida; pero una buena obra literaria no depende del grado de intoxicación de quien la haga. Es más, creo que quien más se droga, menos escribe, y, aunque esto no es una regla, conozco muchos casos en los que es así: con el pretexto del vicio, los autores dedican poco tiempo a la creación, publican apenas o pierden sus obras en el exceso”.
Para cerrar: una cosa es escribir y otra cosa es drogarse: ninguna de ellas me parece necesariamente negativa o positiva, pero de ningún modo tienen una relación de dependencia. Quien se droga se droga, quien escribe escribe. También podríamos pensar en escribir como un vicio, pero es más bien un oficio y hasta un beneficio.