Hoy se cumplen cien entregas de esta bonita columna. Cuando Óscar Davis me invitó a colaborar en La Unión de Morelos lo pensé. Años atrás tuve un blog (Un editor en problemas), que solo leyó mi amiga Fatna Lazcano. Antes (unos 12 años) ya había intentado una columna en Morelos, sin éxito; mi editor de entonces me incitó a continuarla, pero después de preguntar, mandar correos y pedir opiniones, comprobé que nadie me leía.

Había, pues, un antecedente serio: podría fracasar. Óscar me dijo lo que esperaba de mí y me dio total libertad. Acepté porque quería la revancha, obvio. Claro que ya tenía más experiencia en la escritura y sus vericuetos, pero, sobre todo, había cambiado mi enfoque y me asumía 100% escritor. Ya no me veía solo como alguien que era padre y además hacía libros, así, de lo más ambiguo, sino que me definí como lo que soy y eso me ayudó.

En adelante, se trató de ser yo mismo en 700 palabras. Para mí esta columna es una excelente forma de comunicarme con mi entorno, tanto en la versión impresa como en la digital. Es una botella echada con cariño al mar de los lectores.

Un escritor en problemas me ha permitido reflexionar, con más o menos profundidad, sobre temas que me son cotidianos, como escribir, vender, promover, presentar, errar y disfrutar de lo que hago. Es lo que yo llamo digresión, una divagación enfocada en mi ser creativo.

Igual me dio la oportunidad de compartir anécdotas que de otro modo se habrían quedado en mi memoria. Incluso contesté preguntas del público (o de amigos o conocidos), que recibí desde mis redes sociales. Esto fue interesante, porque comprueba mi reiterada hipótesis de que el propósito del arte es el diálogo.

He escrito críticas sobre el gremio de escritores (si un disparate como tal existe), en especial de los intelectuales y de los sumisos, pero también abrí mi cursi corazón con testimonios de lo más honestos.

Es claro que algunas entregas me han gustado más y que varias de ellas no valen un cacahuate, pero creo que la media es un buen entretenimiento, con cierto humor negro y algo de petulancia, sobre este bello oficio que tengo.

Hace muchos años, mi abuela Mercedes me preguntó “¿Qué hace un escritor? ¿A qué se dedica? ¿Cómo gana dinero?” Bella, loca e intensa, mi viejita me hizo pensar bastante. Le contesté: “No sé, apenas voy a aprenderlo”. No tuve oportunidad de contarle nada de esto a ella, murió hace 18 años. Valga, pues, la digresión, para pensar que le hablo a ella cada viernes. Huelga decir que la quise (o quiero) mucho.

También puedo hacer una autocrítica. En algún momento perdí un poco el rumbo de hacia dónde dirigir mis columnas, porque al inicio estaba bien metido en la actividad literaria desde la CDMX, pero después me mudé a Querétaro de vuelta, a encerrarme bastante y luego vino la pandemia. Di algunos tumbos, no lo niego, por lo que te pido una disculpa.

Para iniciar 2021 hice un balance de varias cosas y decidí darle un nuevo enfoque, más asertivo, pero igual de arriesgado. Inicié con los títulos de “El escritor y…”, que me permitieron explayarme con mayor comodidad, para exponer mis hipótesis, críticas y posturas respecto de diversos temas y manías.

Entonces recibí —ahora sí— comentarios positivos y críticas interesantes de personas y personalidades del mundo del libro y la cultura desde diferentes ciudades, así como de lectores tan variados como puede haberlos. Eso me motivó y me comprometió a escribir mejor, tú dirás si lo he conseguido.

Dos años después de comenzar, puedo afirmar que este primer centenar ha sido mi escuela de columnista, y aunque creo estar lejos de graduarme, supongo que pasé las primeras evaluaciones.

En adelante, seguiré escribiendo como me gusta, insisto, desde el corazón y con sentido crítico, sin perder el humor, que incluso a mí me hace reír tantas veces. Ya se han reanudado los eventos, así que tendré muchas cosas que contarles en, por lo menos, otras cien entregas. Gracias por leer, los quiero mil. Oigan, a ver quién saca el pastel. Chau.