La FIL es un hermoso lugar para escritores, lectores, promotores, ilustradores, editores, libreros, traductores, distribuidores, abogados, impresores. Este año volví a sus pasillos a renovar votos. Nada en esta columna será objetivo, no tengo cifras sacadas de encuestas, testimonios validados, argumentos interesantes ni humor. Dejaré que fluya mi conciencia sobre el teclado.
La FIL ya era una leyenda cuando entré a la universidad. Yo tenía ocho años cuando comenzó, supe de ella a los 18 y asistí hasta los 26. He ido siete veces, volví a los 42. Mi primera vez fui como trabajador de la Coordinación Editorial de la UAEM, donde era Jefe de Redacción (ahí aprendí mucho). Todo me sorprendió y me sentí privilegiado. Aquella visita me llevó a muchas reflexiones, que con el tiempo escribí y publiqué en diferentes medios y libros.
Hice dos viajes más como vendedor de otra institución y eso me dio mayor perspectiva, pude recorrer cada pasillo y platicar con mucha gente. El ambiente me agradó: la seriedad de los vendedores, lo culto de las personas, la elegancia en general. Un espacio digno y pulcro. Muchas de esas experiencias eran nuevas para mí, que apenas un par de años antes había dejado de trabajar en las calles.
La cuarta vez solo fui de compras, llené dos maletas de todo tipo de libros, en especial de títulos sobre edición o diseño, infantiles y novelas. Entonces pude reconocerme como el acumulador de libros que he sido en diferentes momentos y hasta la fecha. No hay duda: comprar libros es un proceso indispensable en el aprendizaje y aún creo que no existe eso de los “demasiados libros”, más bien opino que nunca serán suficientes.
Pasillo por pasillo, la FIL se disfruta en sus detalles. Aunque este año hubo poca gente y menos expositores conserva su magia. Uno puede detenerse por horas y horas entre los pequeños pasillos, descubriendo novedades, saldos, cosas raras y llenándose la cabeza de libros y de lenguaje.
Los eventos de la FIL son destacados, ahí se reúne lo más interesante del panorama literario actual, en especial si contemplamos los eventos alternos. En presentaciones, charlas y lecturas los autores se encuentran con los lectores en otro acto mágico, que no podría explicar en su grandeza.
Hay una anécdota que quizás alguna vez conté y ahora la repito: una mañana vi de frente a Carlos Monsiváis, caminaba solo, sereno, cargado de libros en bolsas y también en las manos. Me le acerqué como buen fan y le pedí saludarlo, a lo que accedió. Le regalé un ejemplar de mi cuento El Toro Pernot y me dijo algo como “no prometo leerlo, pero sí me lo llevo”.
Para mí, el momento más sublime de mi anecdotario fue cuando en 2012, ya desde Querétaro, fui manejando hasta allá y nos hospedamos en el Hotel Expo. Asistí para llevar a mi hija Antonia a mostrarle aquel universo de palabras, azar y emociones único que es la FIL. Estuvimos tres o cuatro días paseando únicamente entre la FIL y los lugares para comer, recorriendo pasillos y comprando cuanta cosa pudimos llevar. Ella llevaba su ahorro para gastar en sus propios deseos, pero compramos bastante más. Al ver su mirada brillar supe que no había dinero mejor invertido que aquel, me refiero a los gastos del viaje y a dejar de lado el trabajo por mostrarle lo que para mí sigue siendo uno de los mejores lugares de la galaxia. La persona que más he amado y amaré en el mundo junto con la cosa más preciada por mí, ¿me explico? Fue —y sigue siendo— simplemente sublime.
Creo que alguien lo dijo, pero para ser perfecta la FIL debería vender nichos para ser enterrados ahí quienes así lo dispusiéramos. Lo sé, ya estoy enloqueciendo, pero es que la emoción me domina. Seguramente estoy romantizando un evento comercial y algo petulante —al que acudiré por siempre—, pero no importa: soy feliz. Y más feliz seré cuando vuelva con mi niña de la mano a recorrer sus pasillos.
Gracias a Ediciones El Viaje y Escritores Mexicanos Independientes por invitarme y alojarme. También a Michell Gaytán por esta entrevista: https://www.facebook.com/watch/live/?ref=watch_permalink&v=949500562589220
