“Más que presumir los libros que he leído, estoy orgulloso de los que he comprado”, podría ser una frase intelectual aburrida; hoy la hago mía, porque, como buen ñoño, también soy algo aburrido. Compro libros como un fin en sí mismo. Hace años —como parte de mi terapia— hice una lista de las cosas que mayor placer dan a mi vida, actividades específicamente en solitario (aunque también pueda compartirlas). En primer lugar estaba “comprar libros”, con variables como “ir a la librería”, “visitar locales donde venden libros” o ya de plano “buscar libros donde sea”. También se asocian acciones como: ir a trueques de libros, comprar bibliotecas de personas, acudir a la entrega de ejemplares comprados on line o recibir volúmenes por correo.
Comencé a acumular libros mientras estudiaba literatura —maldito cliché—, cuando tuve la oportunidad de no pagar renta y guardar ese dinero para adquirirlos, sobre todo de uso. Como estudiaba en Cuernavaca, a veces conseguía títulos en la Ciudad de México; los compañeros me hacían pedidos y yo volvía cargado. Empecé a vender libros, usados y nuevos, en la Facultad de Humanidades, tendido en el piso. Ahí comenzó mi afán bibliofílico de verdad y guardé para mí cada vez más.
En mi vida, quizás he comprado unos 25 mil libros, para vender, regalar, estudiar, truequear, perder, donar o tener. Mi acumulación más elevada fue en 2012, con unos 5 mil en casa, que vendí por una crisis. Ahora tengo solo mil propios —un millar de nuevo, por fin.
O sea, he vendido la mayoría de los que han pasado por mis manos, pero cada uno me ha dejado alguna enseñanza. Cientos los leí antes de que cambiaran de manos, miles no. Padecí deshacerme de varios que con esfuerzo compré y disfruté al máximo. Ahora ya se ha ido la nostalgia: compraré libros por placer y por siempre, con o sin mayor propósito que conocerlos, tocarlos y aprender de esos increíbles objetos que son, a la vez, muestra de la evolución del pensamiento humano y avance de la tecnología. Y claro que los libros también son alquimia, son magia, son amor. He aprendido más de los ellos que de cualquier cosa en la vida (quizás no es cierto, pero tal vez sí, y conviene que lo diga en algún momento de mi bibliópata existencia).
Mi método es: busco dónde encontrarlos y allá voy, tímido y temeroso. Los hallo, los compro y los cargo como un tesoro. En mi mesa de trabajo, los apilo, los limpio con agua y vinagre, los desdoblo, borro notas a lápiz, saco de sus páginas lo que tengan, quito etiquetas, los pongo guapos. Ahí selecciono los que conservaré. También platico con ellos, les hablo de otros que he acunado o soltado como palomas al cielo… o les cuento de mi vida, mis alegrías y pesares.
Suelo repetir lugares de búsqueda: ventas de garaje, pulga, remates, inmediaciones de universidades, ferias, bazares de beneficencia, otros. También voy a Gandhi y otros oxxos de libros, aunque cada vez menos. No importa el origen, siempre espero poder hallar libros nuevos para mí, alguna cosa rara que vender, leer o atesorar, una oportunidad para ganar, de una u otra forma, con aquellos pedazos de tinta y papel. Tengo, claro, algunos cuantos libros envidiables, pero siempre querré más y más. Para mí, los libros nunca, nunca, nunca serán suficientes. Si acaso pensé comprar una casa fue para hacerla mi biblioteca.
No leo todo lo que compro, aunque me gustaría leer la mayoría. Ahora tengo más tiempo y leo más, pero nunca al ritmo que compro. Cada mes llegan a casa varios libros, muchos de los cuales toman camino pronto, en ferias de ninis donde vendo o mediante las redes sociales.
Dato curioso: casi nadie me ha regalado libros en mi vida.
Antes me quedaba de todo, ahora soy más selectivo, uno se va haciendo viejo. Acumularé libros, no sé bien cuántos ni cómo ni dónde, pero sí hasta mi final. Lo que pase después con ello me es indiferente, ya mi hija se hará cargo con total libertad. ¿No tiene un libro que me venda por ahí? Es en serio: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
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