Sociedad

El recuerdo de una habitación


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No podemos hablar de nuestras casas sin incluir el mobiliario. ¿Quién no tiene apego a algún mueble? ¿Quién no puede contar una historia a partir de uno de ellos? Los muebles no son los mismos cuando dejamos de ser pequeños, ellos también crecen y se convierten en seres con ocupaciones más serias. Pero durante la infancia son aliados imprescindibles en el juego.

La mesa del comedor de mi abuela era una mesa rectangular, robusta y oscura, de pedestal longitudinal con el borde de la plancha en forma de pecho de paloma igualmente ancho.  Las sillas de líneas muy sencillas, pero macizas, con el asiento color amarillo mostaza igual que una parte del respaldo. Debajo de esa mesa se generaba un habitáculo perfecto para que mi cuerpo de niña de seis años se escondiera. Rodeada por las patas de las sillas mi ubicación era infranqueable. He notado que a los niños y a los cachorros les atrae mucho encontrar lugares secretos en donde encogerse y observar. Tal vez sea por esa sensación de vulnerabilidad que nos avasalla cuando aún desconocemos bastante del mundo. Debajo de esa mesa pasé mucho tiempo espiando entre los agujeritos del mantel que casi llegaba hasta el suelo. Usaba los asientos a mi alrededor como plataformas para que mis juguetes vivieran una aventura entre acantilados A veces me llevaba a mi conejo favorito a la guarida para que pasara el rato conmigo hasta que decidía que ese también era un buen lugar para hacer sus necesidades. Yo no hice una casita con sabanas entre los sillones, a mí me gustaba estar debajo de las mesas.

Algunos muebles fungen como muletas para ayudarnos a dar los pasos finales fuera de la nido-cama; siguen conteniéndonos durante un tiempo y dando la sensación confortante de protección hasta que nos animamos a salir a la calle recargados de seguridad. Hay muebles que parecen ser una pequeña casa dentro de la casa. Las casas son como una cascara dura protectora, los muebles como la pulpa y nosotros como la semilla que está en el centro. Los muebles son la materia maleable de la arquitectura, lo susceptible a cambios y a configurar el espacio interior de diferentes maneras ofreciendo variedad al entorno del hogar.

El ejemplo más sencillo de esta analogía son las literas. El individuo que tiene la suerte de dormir en la cama de abajo puede acondicionar algún tipo de cortinaje a su alrededor, crear privacidad con una simple tela y con la cubierta que genera la cama de arriba, cosa que me recuerda de nuevo a las camas con dosel. Esta idea ha ido evolucionando hasta sustituir la cama de abajo por una minúscula oficina o un sofá acondicionado perfectamente para ver la tv en la comodidad de una guarida. ¿Y que me dicen de los pozos de conversación? Que son prácticamente salas en desnivel, pero circundadas por el piso. Sería increíble tener uno en cada casa para poder hacer reuniones con mucho café y libros. La finalidad de los pozos de conversación es propiciar un espacio cómodo para las charlas. Toda una experiencia envolvente y apapachadora. Lamentablemente ya pasaron de moda.

He visto libreros en los que el lector se introduce y no sólo en la lectura sino en un mundo creado para el relajamiento por un mueble que hasta su propio techo tiene. Una pequeña cueva acolchada ideal para pasar horas viajando entre páginas. Lo mejor es que están diseñados para tener allí mismo las comodidades electrónicas necesarias. La necesidad de sitios así nos habla del deseo de alejarnos de múltiples estímulos y poder concentrarnos en unos cuantos.

¿Qué sería de la arquitectura sin los muebles? ¿Seguiría siendo arquitectura o sólo se quedaría en la definición de escultura? La función principal de la arquitectura es contenernos y ser de utilidad ¿Qué tan útil es una casa o cualquier edificio sin muebles?

La arquitectura se ha conjugado con los muebles a tal grado que es difícil tener claros los límites claros entre una y otra. De la misma manera sucede con nuestras emociones y recuerdos en relación a ellos. Volver un espacio entrañable requiere de diversos factores. Un recuerdo se forma de muchas sustancias emotivas y físicas a la vez.

No nada más era la recamara de mi abuela; un área de cinco por cinco metros color blanco con tirol planchado en el techo y piso ajedrezado. Era la cama individual que estaba justo debajo de la ventana cuadrada e inusualmente alta. Ventana que dejaba atravesar los rayos de triste luz filtrados por la cubierta de lámina traslucida color amarillo del patio de servicio. Eran sus almohadas y cojines olor a colonia dulce que me dejaban arrodillarme cómodamente para ver, recargada sobre el alfeizar, las motas de polvo descender por la resbaladilla cálida del sol. Era el closet de piso a techo de puertas rumorosas repleto de ropa empolvada con memorias de otra época, en donde a veces me metía para estar sola. Era la humedad que dibujaba espectros en los salitres bajos de los muros. Eran las cortinas que fantasmales y amarillentas despertaban en suaves movimientos. Era mi abuela con su andadera y chipiturco buscando en la enorme cajonera los joyeros que contenían las historias de algunos amores casi olvidados. Era el sonido a calle lluviosa que se colaba desde la recamara contigua. Eran las viejas losetas verdes olivo cruzadas por algunas betas de mármol. Era piso con el cuerpo momificado de lombrices de tierra extraviadas camino hacia el otro jardín. Era el olor de los cigarros viceroy impregnado en el aire. El rechinar del picaporte descompuesto. Era mi miedo al silencio amarillo del foco del patio que se veía por la rendija de la puerta. Era el reproche a mi padre por cambiarme de habitación cuando él tenía que salir de madrugada a trabajar. Era el buró con la vela en su candelabro de lámina acompañado del pastillero, la agenda maltrecha y el teléfono de disco color gris. Era la lampara vintage de vidrio soplado transparente con burbujas abultadas en medio del plafón. Era la silla mullida a los pies de la cama en donde mi abuela se cambiaba los zapatos. Era el mueble desvencijado detrás de la puerta con las herramientas de jardinería y su aroma intenso a tierra y oxido. Era el perchero que portaba elegantemente abrigos y sombreros. Era el abrazo reconfortante de mi abuela para que dejara el espanto a un lado y me durmiera. Era la penumbra de una habitación silenciosa que casi nadie visitaba. Y son esas sombras que nublan partes de la recamara con la nube del olvido.

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Arquitecta, escritora, diseñadora, amante de los animales, la naturaleza y la aventura.

Dayan Casaña

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