Para Alejandro Fujigaki Lares, por su cumpleaños
No se ama a México, se aprende a quererlo. Odio y amo a mi país con la misma intensidad y quien diga lo contrario será un farsante. Aquí he vivido lo más bello y he visto la miseria humana en su máxima expresión.
En primer lugar, lo más obvio: el medio ambiente me sorprende: los climas en México son algo destacable: desiertos, mares y playas, montañas, bosques, manglares, selva de concreto, cualquiera es fascinante. En un solo día puedes visitar varios ecosistemas, con frío, calor, aridez, humedad, clasismo o pobreza extrema.
En los muchos climas hay muchas localidades. Son 74 ciudades, desde la capital (tercamente llamada La Ciudad), Monterrey de acero, Guadalajara diverso, Puebla mocho, León extraña, por citar las grandes, pero también la gélida Toluca, la rústica San Cristóbal de las Casas, la voluptuosa Guanajuato, la ardiente Villahermosa.
Inventamos nuestros pueblos mágicos, ya más de 130. Uno de mis favoritos es Bernal (piedrota en Querétaro), pero no fallan Tlayacapan (momias en Morelos), Tlacotalpan (mostachones de Veracruz), San Miguel de Alende (gringos en Guanajuato), Pátzcuaro (paraíso en Michoacán) y mi amado Taxco (con sus leyendas en Guerrero), entre otros.
La comida, sí, la comida, el alimento, el monchis, el pipirín, como le digas. Es patrimonio cultural de la apestosa humanidad, sobre todo de nuestros grasientos paladares. Cada región con sus materias primas y virtudes, sus locuras culinarias y arraigados platos. Hay comida casi extraterrestre, que si los quintoniles, las iguanas, el chicharrón de la Ramos, las tortas de tamal (sí, está mal), el pipián que sepa dios (que no existe) de qué estará hecho, el chile en nogada, el clemole… sígale usted, ya estoy babeando.
En especial, los antojitos, aquellos que te jambas de un bocado o a mordiditas, casi sin masticar, como tlayudas (Oaxaca style), tlacoyos (CDMX power), tlascales (Warrior food), itacates (tepoztecos), lolos (queretanos aunque usted no lo crea) y más.
Entre todos, elegiré por ahora tres en el trono majestuoso de mis preferencias: a) el pozole, que es todo a la vez, una enigmática ecuación gastronómica; b) el mole, que no es una comida sino una entidad con ADN propio; y c) los tacos al pastor, cúspide de la evolución humana, comprobación de la divinidad, nirvana degustativo, orgasmo al paladar, máxima proeza nacional, de México para el Universo y la Eternidad (los sumerios estarían tan orgullosos de nosotros…).
Cuesta trabajo decirlo, pero sí, a pesar de lo apestosos, malencarados y petulantes que somos los herederos maltrechos de los mexicas, debo reconocer que el carácter de mi gente da gusto, arropa, cobija, es cálido. O sea, el mexicano y sus moditos de ser buena onda, chido, chilo, arre, pues, échale primo, fierro pariente.
Gran parte de nuestro estilo es mexicanizarlo todo, de cualquier cosa en el orbe hay una versión a la mexicana, a veces chafa, otras insuperable, como el futbol (súper aburrido), el muralismo (es la onda), la burocracia y piensa tú en más ejemplos.
Algo especial son los fenómenos inexplicables, aquello que está del lado de la magia, la brujería, los entes fantasmagóricos o los rituales, desde lo moderno hasta lo ancestral mexicano (o de otros orígenes). Todo fenómeno es posible aquí, desde una Pachita, hasta Jaime Maussan; desde Teotihuacán, hasta las leyendas urbanas. Seguro conoces alguna cosa loca de este estilo, ¿verdad?
México es una paradoja y, para prueba, un botón: somos el país más violento del mundo, pero también pensamos que todo se resuelve hablando bien, como personas, tranquilos, poniéndonos de acuerdo, sin pleitos y en buena onda. Chale. También somos lo más amorosos y los más feminicidas. Chale.
Otras cosas que me encantan de mi nación son:
—Que la calle es ley, la calle rifa, la calle habla, la calle da de comer y beber a sus vástagos.
—Que aquí vive la mayoría de mi familia, la gente más admirable del mundo (o sea, los que yo amo, pues).
—Que la amistad es algo único, lo mismo que la lealtad.
—Que todo puede comenzar de nuevo, siempre, no lo dudes.
—Que somos solidarios y generosos.
—Que aquí vivo yo.
Caray, qué cursi, de veras. Ya me voy, gracias.
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