Para Diana Zetina
Sigo escribiendo por muchas razones. Cuando era adolescente lo hacía para descargar mis emociones, para ordenar mis ideas, para sublimar mi realidad, para dialogar mejor con mi entorno. Esto sigue siendo igual, solo he añadido propósitos a mi pluma.
Tendría 15 años cuando empecé a escribir, a mano, en mis cuadernos, en hojas sueltas, en las paredes. Leía a diferentes autores y fue naciendo en mí la idea de dedicarme a eso, o simplemente continué con lo que hacía. Una especie de devenir del arte a través de mi cuerpo o la confirmación de un oficio en mi vida ordinaria.
Los siguientes 10 años coincidí con personas con las mismas intenciones que yo: dedicarnos a escribir. El anhelo de ser poetas, sobre todo, de experimentar en el lenguaje todo lo posible. Conocí escritores muy jóvenes en la calle, en escuelas, en foros, en la universidad. Muchos de ellos abandonaron lo que un día fue un sueño o una meta, la literatura. La mayoría claudicó. Ignoro sus causas, pero reflexiono sobre por qué yo he permanecido aquí. Algunas de las razones pueden sonar petulantes, pero otras hasta a mí me conmueven.
La primera es que en mi vida ha habido una gran libertad. Desde los 14 años anduve por ahí libremente, entre calles, ciudades, sitios, personas. Fue difícil crecer sin guía ni acompañamiento, sin un ejemplo familiar ni una vida doméstica, pero así ocurrió y eso me dejó la marca del hombre libre, autónomo, con sus pros y sus contras.
Entonces, si cada día que me levanto me pregunto a qué me quiero dedicar, puedo responder simplemente que a escribir y la cosa sigue. Podría elegir otra profesión ajena a mi universo de libros, como ser comerciante o dar clases de otros temas, ser funcionario o músico, pero hasta ahora estoy bien aquí. O sea, que sigo por libertad, no por esclavitud.
Otra razón por la que soy hombre de letras es porque me gusta y puedo hacerlo. He aprendido por el camino largo, el difícil, pero he llegado a un punto, como escritor y editor, que me deja satisfecho, aunque sea por el momento. Dicen que, si amas lo que haces, no es trabajo; yo digo que de todos modos cuesta esfuerzo realizarlo, pero también hay que disfrutarlo.
Sigo siendo poeta pues tengo mucho que decir todavía. En mi mente y desde el fondo de mi corazón salen palabras para compartir. Me ha quedado claro que mis letras les llegan a los lectores de diferentes maneras, y eso, no es que justifique mi oficio, pero sí lo hace más honorable.
Nunca dejé de hacer arte por un trabajo seguro, si es que eso existe actualmente. Si me empleé de forma obligatoria fue para tener un ingreso en los días aciagos de mi exilio en Querétaro, pero no lo padecí, era maestro de lenguaje. Lo que definitivamente no ha sido una constante en mi vida es la función pública. He tenido trabajo en gobiernos, pero no me parece que sea el lugar desde donde mejor desempeñe mis funciones.
Admiro a quienes se dedican a la burocracia cultural, los respeto, pero no envidio sus puestos, ni lo que muchos llaman un trabajo de base. Como dice una amiga, en gobierno se trabaja mucho y se gana poco. No lo sé de cierto. Hace dos décadas publiqué en este periódico un texto titulado No quiero ser burócrata y parece que lo he conseguido. Insisto, no desprecio, solo que no es mi lugar natural.
Seré escritor siempre, no me queda duda, porque, además, el arte me parece una bella forma de hacer de este mundo un lugar mejor, con el fomento del pensamiento crítico, la imaginación, la promoción de la lectura, el aprendizaje, el debate, el diálogo. Veo hacia atrás y aquel jovencito que quería cambiar el mundo no ha dejado de intentarlo. Hasta la escritura siempre.
Incluso, he creado un estilo de vida que, aunque tiene cosas por mejorar, me agrada, porque incluye, entre otras ventajas, estudiar y leer con frecuencia, conocer personas, compartir conocimientos, agradecer y celebrar la vida. Claro, también puedo compartir mis locuras en esta columna.
Por último, te digo, si tienes un sueño, puedes trabajar para realizarlo. Sí se puede.
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