Recuerdas que la maestra te había amenazado con reprobarte si no participabas en esa actividad: “apenas vas a pasar de panzazo con los puntos que vas a ganar con el bailable. No ensayaste: a ver cómo le haces a la mera hora”.
Tu madre, la maestra y todos tus conocidos sabían que no te gustaba bailar: te habías escapado dos años seguidos con pretextos de enfermedades inventadas. Te daba pena que te vieran tus amigos disfrazado; si al menos te hubieran puesto como pareja alguna de las niñas que te gustaban... Tú estabas hecho para tareas más heroicas: subir a los árboles, jugar fútbol, pelear a la salida de la escuela.
El mero día de la fiesta llegaste con tu mamá y tu hermano Javier. De reojo veías la cara de orgullo de tu madre poniéndote la mano en el hombro por la calle 21 de Octubre, de la colonia Bienestar Social, tú, con tu traje nuevo y tu sombrero en la mano, bajabas la mirada. Tus tíos y tus amigos se estuvieron burlando de ti, aún escuchabas sus risotadas. Tú les mentaste la madre con el pensamiento. La vergüenza por la calle duró poco: la escuela Primaria Federal Campo Militar 31 Zona se encontraba a tres cuadras de tu casa.
La primaria estaba de fiesta. Se habían adornado los salones y los profesores andaban bien vestidos y olían a loción y perfumes, les brillaba el pelo embadurnado con vaselina. Algunas maestras se habían caracterizado y vestían trajes típicos chiapanecos por la anexión de Chiapas a México.
Las mamás exhibían a sus críos vestidos de indio o de charros o de españoles para los diferentes bailables que se presentarían ese día. Tú te habías quedado mudo desde que tu madre te llevó y, en un salón, junto con todos tus compañeritos que ejecutarían el baile, pensabas en que una bomba atómica cayera en esos momentos justo en el patio cívico, para que la chingadera de ceremonia y festejo se suspendiera por unos diez años al menos.
No hubo bomba, sólo el sol brutal sobre la nuca de millones de asistentes que en breve te verían parado –no ensayaste un solo día– esperando para disparar las carcajadas sobre ti.
“Con ustedes los alumnos de tercer año presentan ‘La tortuga del arenal’. Los primero compases de la marimba sonaron. Tu madre y tu hermano estaban en primera fila. Tu madre aguzó la mirada pero no te vio. La marimba siguió sonando como sobre unos rieles de madera. Tu madre te buscaba ansiosa, vio que una de las niñas no tenía pareja y bailaba sola… “¡Hijo de…!” Cogió a tu hermano de la mano y fue a buscar a tu profesora. Ella no podía desatender a su grupo que en esos momentos se cubría de gloria y pidió a tu madre que te fuera a buscar al salón. Obedeció y regresó con la cara blanca, asustadísima: “¡No está ni en el salón ni en los baños!” La lluvia de aplausos cubrió a los niños que habían ejecutado como profesionales el bailable mientras se retiraban hacia su salón. La maestra ordenó que, con discreción, te buscaran por toda la escuela y te llevaran a rastras si te resistías.
Mientras los chamacos, tu hermano y tu madre, verificaban por todos los rincones del inmueble y arriba de los árboles de hule, tú estabas, a diez cuadras de ahí, sentado en la mesa de la casa de tu madrina, comiendo huevos fritos con frijoles de la olla.
En un descuido de la maestra te habías escapado de la primaria y habías llegado corriendo a su casa, tocaste la puerta y te abrió. Le dijiste que había terminado el festival y que tu mamá te dio permiso de visitarla. Ella te preguntó si ya habías desayunado y le dijiste que no. Eran las diez de la mañana.
A las dos de la tarde llegó tu padrino del taller y tu madrina sirvió caldo de res: te comiste dos platos. Ellos sonreían constantemente, mirándote con tu paliacate rojo y vestido de banco, enhuarachado.
A las cuatro de la tarde viste por los vidrios de la ventana que da hacia la calle que tu madre y tu hermano se aproximaban. Te metiste corriendo al baño: nadie podría sacarte de ese lugar.
Escuchaste cómo tu madre le preguntaba por ti a tus padrinos y éstos le decían que habías estado allí desde la mañana, desayunado y comido. Tu mamá le contó lo que habías hecho en la escuela. Tu hermano miraba desde abajo, extrañado y en silencio. Los cuatro fueron a la puerta del baño. Tu mamá tocó y te amenazó: “¡Sal de ahí grandísimo cabrón. La chinga que te espera. Pinche pata de chucho. Me avergonzaste!”. Adentro tú sólo pensabas en el cinturón sobre tu espalda. No salías. Le tocó el turno a tus padrinos y no te persuadieron, después siguió tu pequeño hermano: nada. Tú madre insistió. “¡Sal hijo de la chingada, porque ya mero llega tu padre y con él no vas a jugar¡”. Saliste del baño temeroso y apachurrado.
Tu madre te fue guiando con metadas por todo el camino hasta tu casa. Llegando te ordenó que te quitaras el traje y que te bañaras con agua fría. Esperaste asustadísimo que le diera la queja a tu padre, pero nunca lo hizo.
No te reprobaron: ese año pasaste apenas por tres puntos, tu padre, que no se enteró de que te habías escapado, te regañó como nunca y te amenazó con sacarte de la escuela y comprarte una caja para lustrar zapatos en el parque central.
Nunca volviste a ver el traje blanco, los huaraches, el sombrero y el paliacate, ni siquiera cuando a tu hermano le tocó bailar “La tortuga del arenal”, en la misma escuela en la que tú estudiaste la primaria.