Después de más de dos horas recorriendo la costosísima plancha de cemento, esta chica, que estudia Comunicación en una universidad particular, se siente fastidiada.
Se me acerca con la última línea que le queda de su sonrisa y me suplica:
–¿Tú sí me vas a contar una historia de amor, verdad?
Yo le pregunto si tiene que ser mía o puede ser de otra persona, y si tiene que ser reciente o muy antigua y me responde que le da igual, con tal que sea de amor.
–¿Tú conoces a alguien que ame o haya amado la danza?
–Sí: Michael Jackson –me responde.
Yo te voy a contar la historia de un hombre que amaba tanto el baile que llegó al asesinato. En su cabeza, en su corazón y en su mano coincidieron el amor y la rabia en el mismo instante:
Todo comenzó en uno de tantos barrios de una ciudad. En una de esas casas vivía una chica muy bonita a la que le encantaba el baile. Era seguramente un sábado por la noche e iba a haber una fiesta muy grande por la noche. La mamá de la chica le advirtió que no saliera porque presentía que algo malo iba a suceder, pero la muchacha le respondió que no podía evitar asistir porque le gustaban mucho las fiestas.
Así, pues esta jovencita se fue al festejo. En el momento más emocionante de la fiesta, un hombre se le acercó y le pidió que bailara con él. Ella, que lo conocía bien, no le respondió siquiera y volteó la cara. La crema y nata de la sociedad se había dado cita y todo el mundo se dio cuenta de aquella escena. Él insistió y le volvió a pedir a la chica que bailara, que la gente iba a notar la descortesía y ella respondió: “Que digan lo quieran. Contigo no he de bailar”.
En ese mismo instante, el hombre sacó una pistola y le disparó tres veces a la chica.
–¡Nooooo! ¿A poco sí la mató? – me interrumpe.
Algunos testigos presenciales de aquella desgracia, que conocían de sobra a Hipólito y a la difunta Rosa Alvírez, “justificaron” el asesinato argumentando que el hombre era un virtuoso de la danza y que para él este hecho de que no quisieran bailar una pieza fue una ofensa imperdonable que sólo se pudo lavar con la vida de la chica.
También dijeron que las últimas palabras de la víctima fueron para una amiga suya que trataba de detenerle las hemorragias del líquido hemático causadas por arma de fuego: Irene: “Cuando vayas a los bailes no desprecies a los hombres, no desprecies a los hombres”, repitió.
La gente que no estuvo presente y que se enteró de oídas anduvo diciendo que el día que mataron a la jovencita ésta había tenido mucha suerte pues de los tres tiros que le dieron sólo uno era de muerte. También corrieron el rumor de que ella no se apellidaba Alvírez sino Álvarez y que el victimario no se llamaba Hipólito, sino Sergio y que era muy bailador.
Fueran verdades o mentiras las circunstancias, los testigos presenciales y los de oídas concluyeron en que Rosita se fue al cielo a darle cuentas al creador mientras que Hipólito (o Sergio) fue aprehendido y tuvo que declarar ante el Ministerio Público los detalles de aquella desgracia.
–No sé dónde, pero siento que yo ya he leído esa historia –me dice la chica.
Yo le respondo que seguramente la escuchó por ahí, porque se trata de una anécdota vieja, de aquella época en que la gente le gustaba comunicar estas historias, aunque fueran de amor y rabia.
1 comentario
Hey
Yo le hubiera contado mi historia con mucho gusto, y me hubiera… Compartelo!