Hace muchos años, cuando era una niña y viajaba de vacaciones con mi familia, regularmente a alguna playa nada espectacular, escuchaba a los mayores criticar a quienes en esos destinos vacacionales hacían cosas demasiado cotidianas como entrar a una sala de cine.
Con frecuencia decían que no entendían a esas personas que no estaban todo el día en la playa y se iban al cine, pues eso “lo podían hacer en la ciudad” y era “una pérdida de tiempo”.
Años más tarde, cuando comencé a viajar, fui descubriendo el encanto de hacer cosas cotidianas en los lugares a los que voy.
Si no eran destinos urbanos, o si los viajes de trabajo eran por periodos prolongados, muchas veces no había oportunidad de hacer esas cosas simples, como ir al cine.
Recuerdo bien que una vez, en medio del desierto, platicamos de las cosas que uno extrañaba de casa. Yo extrañaba a mi perro, otro, a sus hijos, uno más, a su novia y otro poder ir al cine. Pero había alguien que no extrañaba nada porque justo había encontrado la fórmula para ser un viajero: a la tierra que fueres haz lo que vieres (y lo que puedes).
Meses después ese viajero y yo nos hicimos pareja y a ambos esa fórmula comenzó a hacernos felices. Pero el cine era algo que disfrutábamos en la ciudad, por tanto, cuando viajábamos y se podía, siempre tratábamos de conocer los cines del lugar.
Uno de los primeros cines que conocí como viajera fue en Nogales, una ciudad en la que hace 20 años no había mucho que hacer. Allí vi Tornado, un clásico noventero de esos sobre desastres naturales. La mitad del equipo se había ido a Phoenix, los que no teníamos visa teníamos dos opciones: visitar alguna de las muchísimas farmacias que había en cada esquina o entrar a la pequeña y escondida sala de cine con su pobre oferta en cartelera.
Algo similar ocurrió en Tuxtla Gutiérrez, donde también fui al cine pero porque era una ciudad que me pareció tan aburrida que pensamos que esa sería la mejor opción. Tan mala debió ser la cinta que ni siquiera recuerdo qué vi.
Pero el cine provocaba tanto placer en mis viajes que un día decidí llevar el cine conmigo y, literal, lo hice, pues decidí crear un cine club itinerante en el pueblo donde pasaría algunos meses.
Así llegamos a Guerrero Negro, en Baja California Sur, cargados con todo el equipo que usaríamos para filmar ballenas y también con un proyector y casi 10 latas de película porque, además, me obsesioné con proyectar cine de verdad, no vídeo.
La gente del lugar ignoró mi ingenuo proyecto cultural con el que pretendía darle a la gente más alternativas que oír música a todo volumen y beber cerveza en sus trocas.
Pero había algunos que tarde a tarde llegaban a la humilde aula escolar que me prestaron para el cine club para ver clásicos, de Chaplin a Orson Wells. Por supuesto, Casablanca fue una de las cintas programadas.
Hace poco, en San Cristóbal de las Casas, fui a celebrar el 14 de febrero con la persona que, creía, me había descongelado el corazón (falsa alarma). Andaba en un mood tan cursi que renté una pequeña sala de cine en un centro cultural para ver esa misma película con el momentáneo objeto de mi romanticismo. Lo sé, ese acto revelaba que me traían cacheteando las banquetas pero, nada, sólo era un espejismo.
Lo cierto es que pocas personas han logrado provocarme algo duradero en el corazón de piedra. En cambio, los viajes y el cine han sido mi gran pasión. Además se llevan bien, pues el cine siempre ha sido un buen compañero de viaje. Es como vivir en una relación poliamorosa. Ver una película lo mismo me ha ayudado a mantenerme despierta en los vuelos transatlánticos para evitar el jetlag, que a llorar cuando mi primer affaire me rompió las ilusiones en una playa carioca.
Pero, donde más noble ha sido el cine conmigo, ha sido en París. La primera vez fui a un cine en el barrio latino y me sorprendió que siendo una de las grandes capitales del mundo, aún hubiera salas pequeñas y no enormes complejos con 15 salas. Bueno, también en otro viaje fui a una de ese tipo, en el distrito 13, que es mucho más moderno, cerca de la Biblioteca Nacional.
Pero la noche que nunca olvidaré será aquella en la que, en el peor día de mi peor viaje a mi ciudad favorita, al sentirme tan sola y perdida, me extendió su mano de luces y me acogió en sus pequeñas y aterciopeladas butacas rojas la pequeña sala Abel Gance, un pequeño cine de barrio cuya sola existencia ya era como un viaje a otro tiempo, uno mejor.