Cuando comenzó el confinamiento por la pandemia yo creía que no lo iba a resistir. ¿Cómo iba a vivir encerrada una persona que ha dedicado su vida a viajar y a compartir experiencias con otros viajeros? Creía que la falta de movimiento sería mi equivalente a la falta de oxígeno.
Mientras tecleo este artículo, se cumplen 365 días de haber dejado mi amada Ciudad de México, en busca de aire, de cielo abierto y tierra húmeda. Después de cuatro meses de encierro absoluto, tras haber cancelado primero mis vacaciones de primavera y luego, las de verano, las cuatro paredes de mi departamento de 60 m2 me estaban aplastando.
Una noche, después de varios días de sufrir un bloqueo que me impedía escribir un libro para el que la editora me presionaba cada vez más, decidí buscar alternativas para tomarme un largo retiro de escritura.
Así fue, yo nunca decidí mudarme con toda una planeación. Yo simplemente un día decidí que me faltaba oxígeno y que o salía a buscarlo o me moriría porque, aunque el Covid no había ingresado a mi sistema, la pandemia sí me estaba asfixiando.
Por lo tanto, yo empaqué mis cosas primero para venir un día a pasear por Tepoztlán, y para mostrarle a mi hijo el lugar a donde me venía a refugiar hace muchos años cuando tenía bloqueo para escribir.
Llegamos un 1 de agosto. Una noche antes había encontrado un bungalow que se veía muy bien en las fotos y cuyo precio de renta podía pagar, incluso si no desocupaba mi departamento en la CDMX. Así que, cuando nos bajamos del autobús, nos dirigimos a ese lugar. La sorpresa fue que, al llegar, el pueblo estaba cerrado y en taxi no podíamos entrar. Lejos de ser un obstáculo, fue una motivación. Si este pueblo estaba cerrado a los visitantes de fuera, aquí estaríamos a salvo del virus, mientras yo podía terminar el libro pendiente.
Entramos caminando y, como no traíamos ni maletas ni pinta de turistas, nadie nos detuvo ni nos impidió el paso. Llegamos al lugar para ver el bungalow y los dueños resultaron ser una familia encantadora, que nos hizo sentir bienvenidos. No necesité mucho tiempo para pensarlo. Esa misma tarde firmé el contrato de arrendamiento por tres meses. Hice cuentas y lo pensé como unas vacaciones largas en las que podría escribir y alejarme de toda la incertidumbre que la pandemia nos había traído.
Una semana más tarde, llegamos para quedarnos. Con unas cuantas maletas y nuestro perro, nada más. El resto ya lo tenía el bungalow y con eso nos bastaba. Sin darnos casi cuenta, los tres meses habían transcurrido y nosotros ya habíamos echado un poco de raíz por acá. Habíamos adoptado una gatita y era momento de mudarnos a una casa donde viviéramos más cómodos.
Ahí nos sorprendió la navidad. Nuevamente vacaciones y no podríamos viajar. Para ese momento ya pesaba la nostalgia por una normalidad que parecía haberse ido para siempre. Seguíamos sin ver a la familia, a los amigos, sin ir al cine, sin ir a nuestra amada ciudad, sin salir de vacaciones. Pero vivíamos en un Pueblo mágico, pisábamos pasto fresco diario y teníamos unos vecinos que pronto se convertirían en buenos amigos. Luego vino la locura de la dueña de la casa, el miedo, la duda de si debíamos volver a donde pertenecíamos, pero el bicho seguía ahí y las espléndidas montañas seguían acá.
Así que nos quedamos, solo cambiamos de casa, nos alejamos del bullicio del centro y nos refugiamos en un pueblito donde casi nunca pasa nada y donde el único sonido es el mugir de las vacas mientras pastan. Así nos encontró la primavera. Ahora el calor nos mataba y a veces, mi gusanito nómada me incitaba a volverme a mudar, a buscar una casa en una zona más fresca, pero por fortuna, cada vez tenía menos ganas de moverme.
Por primera vez en más de 25 años, no tenía ganas de irme. Ni de viajar. Ni de salir. Abrir los ojos cada mañana y tener las montañas sagradas de frente, que poco a poco comenzaron a cambiar sus tonos ocre y marrón por verdes sutiles, era suficiente para darnos la paz que habíamos venido a buscar.
Mientras los meses avanzaban, yo iba recordando cuántas veces me he movido. A cuántos lugares he viajado, y de cuántas cosas había estado tratando de huir durante toda mi vida. ¿Por qué ya no quería viajar? No era que no se pudiera solamente, era que de verdad no quería hacerlo.
Llegó nuevamente el verano, las lluvias pintaron todo de verde muy rápido, el clima se hizo cada vez más agradable y las ganas de quedarnos se afianzaron. Y es ahora, en pleno verano, después de unas vacaciones de 365 días que caigo en cuenta de que por años viajé mucho, pero lo hice por las razones equivocadas.
Viajé para estudiar, para conocer, para buscar, para encontrar, pero, sobre todo, para huir. Huir de una realidad que no me gustaba, huir de un reflejo en el espejo que no me gustaba tampoco.
Y hoy que ya no quiero moverme, terminan mis vacaciones de 365 días y empiezo a realmente vivir aquí. Empiezo a hacer amigos, a crear un negocio, a tejer redes, a hacer comunidad, a reencontrar mi voz ahogada y perdida en mis adentros. Hoy ya puedo decir que no, esto no es un viaje. Esta es mi nueva vida.