Como muchas de las personas que vivimos en el municipio de Tepoztlán y sus alrededores, mi familia y yo normalmente evitamos ir al centro de la cabecera municipal -que alguna vez fue pueblo mágico- en fines de semana. La razón es simple: el pueblo se colapsa, las calles se llenan de autos y el riesgo de contagio de COVID-19 se incrementa.
Sin embargo, ayer sábado tuve que hacerlo porque a mi hijo adolescente se le olvidó comprar material para una tarea que debe entregar el lunes. No tuve más remedio que ir a buscar una papelería abierta y como no eran todavía ni las 10 am no había tanto tráfico, que es lo que normalmente nos resulta más molesto de ir.
Aprovechamos para comprar unos chilaquiles a la señora que siempre lleva su carretilla con dos ollas enormes de donde salen los desayunos para los que venden en el tianguis y el mercado. Nos fuimos a sentar a una de las banquitas que están alrededor del kiosco, compramos un agua fresca en nuestro puesto favorito y nos dispusimos a desayunar tranquilamente.
Frente a nosotros llegó a instalarse una artesana que vendía unas canastas muy bonitas, hechas con agujas de pino. El aroma de sus piezas era delicioso por ese material. Era una mujer mayor, que llegó sola, tendió su puesto en el suelo, sobre una lona, cerca de una de las jardineras. Fue acomodando delicadamente cada pieza, cuidando que no se maltrataran, ordenando cada canasta por tamaño. En eso estaba cuando llegaron dos mujeres blancas vestidas de ropa deportiva, con lentes oscuros y bolsas de piel que comenzaron a agarrar las piezas, preguntando precios, materiales y a dejarlas mal acomodadas mientras decidían qué comprar.
Finalmente tomaron una decisión: llevarían un tortillero de 180, una canasta de 150 y tres mantas para cubrir ollas con orilla tejida a mano de 140 pesos cada una. La suma que debían pagar era de 750 pesos.
Primero, convencieron a la señora de dejarles el tortillero y la canasta en 300 pesos por los dos, ahí la artesana ya había accedido a perder 30 pesos de su ganancia. Tendrían que haber pagado 720 pesos. Después una de las mujeres ofreció a la artesana pagar solamente 600 pesos por todo. La artesana estaba molesta y les decía que no, que no le salía y que no estaban haciendo bien la cuenta. Las mujeres sacaron un iPhone para usarlo como calculadora. Le mostraron que sí, en efecto eran 720 pero que ellas le ofrecían solo 600. Así, sin argumento alguno.
La artesana bajó la cabeza. Quería vender. Pero seguía diciendo que no podía aceptar la oferta. ¡Por supuesto! Porque una cosa eran los 30 pesos que ya había cedido en el primer regateo, pero perder 120 pesos más, era demasiado. Al final, ya no alcancé a escuchar como la convencieron, pero le pagaron solamente 650 pesos. Es decir, después de toda la negociación, la artesana perdió 100 pesos de su ganancia, lo que seguramente se traduce en un día completo de comida para su familia, mientras que, casi puedo jurar, para las compradoras esos 100 pesos se tradujeron en un mojito que se bebieron camino al cerro del Tepozteco.
Lo que les relato, y que a mí me parece criminal, es la realidad de millones de artesanos en el mundo entero, humillados por turistas blancos que recorren los pueblos y que no valoran todo el trabajo detrás de una pieza artesanal, que utilizan la pobreza y la desigualdad social a su favor, para sacar una ventaja que ni siquiera necesitan.
No quiero sonar alarmista, pero es una realidad: nos estamos quedando sin artesanos. El gobierno apenas contribuye con el 14% del gasto total por concepto de adquisición en artesanías, sin embargo, cada vez son más las y los maestros artesanos que –por necesidad– deciden dejar atrás sus tradiciones y lo creativo para dedicarse a comerciar.
Un caso triste es el de Tlayacapan, por ejemplo, donde desde el sismo de 2017 los habitantes han sufrido para atraer turistas y donde lamentablemente el COVID-19 impactó de tal forma que muchos de los viejos maestros enfermaron y murieron, según nos contaban los que quedan y que tienen todavía sus puestos de barro abiertos cerca del mercado. En las tiendas de la carretera ya ni siquiera era fácil encontrar esas piezas de barro tan representativas de Tlayacapan. Se veía pura cerámica traída desde la colonia 3 de mayo o incluso ollas de barro, pero traídas de Puebla.
Lo cierto es que en muchos pueblos mágicos ya no se encuentran artesanías locales. En Tepoztlán, por ejemplo, comerciantes de la zona llegan con lo que equivocadamente llaman ‘artesanías’ pero que en realidad son souvenirs hechos en China y las venden a un precio que les deja un buen margen de ganancia, por lo que muchos miembros de la comunidad han preferido solo vender, ya no producir diseños propios. Ellos ya no dedican el tiempo y esfuerzo a realizar una artesanía, pero tampoco sufren las pérdidas que les traía la horrible costumbre del regateo.
Y es que debemos reflexionar en el valor del trabajo artesanal. Cuando vamos al doctor ni de broma le decimos que nos dé un precio “de cuates”. Aunque sí sucede con algunas profesiones, especialmente en las creativas, regatear el precio final es algo que no deberíamos hacer. Es una falta de respeto al esfuerzo y al trabajo. Vemos una blusa tejida hermosa y nos parece caro pagar 1,000 pesos por ella, no nos damos cuenta del proceso que hay detrás. Muchas de las prendas que realizan las y los artesanos mexicanos están hechas con pigmentos naturales, extraídos de plantas, flores o frutas; los tejidos también tienen un proceso hecho a mano, que además de todo, es sustentable.
Más allá esta algo peor, la razón por la que las y los artesanos terminan aceptando el regateo. De no hacerlo, ni siquiera sacarían el costo de sus materias primas. Una persona que se dedica a la artesanía en nuestro país gana menos del equivalente al salario mínimo y, aunque unos pocos cuentan con algún apoyo por parte del gobierno federal, no es suficiente para vivir dignamente. Es momento de que las y los consumidores practiquemos el comercio justo.
Lo triste es que los que más regatean, son los mismos mexicanos. Las personas extranjeras le dan un valor más justo a nuestras artesanías. A algunos también hay que educarlos, por ejemplo cuando yo me dedicaba a ser guía de experiencias en mercados, me preguntaban si el precio era el final, sobre todo porque muchos que habían estado en India o Marruecos creían que el regateo era parte de una especie de tradición. Yo les explicaba que no, que el regateo es insultante para quienes vivimos en países pobres, y ventajoso para los que vienen de países ricos. En mis tours estaba prohibido el regateo y todos los turistas siguieron siempre la regla de pagar un precio justo a los artesanos.
Debemos acabar con el regateo si no queremos que el regateo acabe con nuestra riqueza cultural y con la belleza de nuestras artesanías. Seamos viajeros concientes.