El pasado viernes leí un post en las redes sociales de un amigo escritor colombiano que preguntaba a sus seguidores: ¿qué aroma (que no sea un perfume) te trae recuerdos memorables? Me tomé algunos minutos para elegir qué respondería. Podría haber dicho que el aroma de la leche bronca que todas las mañanas el lechero entregaba a mi madre. Ese aroma como niña de cinco años me daba asco, no entendía porque la leche y el lechero olían a estiércol. Sin embargo, mi mamá inmediatamente la ponía a hervir en un gran pocillo de peltre azul y el aroma se transformaba, comenzaba a oler a leche caliente y eso para mí ya comenzaba a anunciar una cascada de delicias.
Sabía que a esa leche mi madre le sacaría una gruesa capa de nata con la que seguramente esa misma tarde haría un pan. Y entonces, venía el mejor aroma de todos: el panqué de nata en el horno, llenando toda la casa de olor delicioso.
A pesar de tener tan vivo ese recuerdo en mi memoria olfativa, no fue ese el que elegí para responder a mi amigo. Leí los comentarios de otros colegas participando en la provocación y todos se remitían a cosas románticas que les llevaban a su infancia, a su madre o sus abuelos. La tierra mojada, la leña ardiendo, los platillos que se cocinaban en su familia en un claro efecto ratatouille.
Entonces elegí un aroma que, si bien está muy lejos de ser mi favorito, sí está conectado con recuerdos maravillosos: el hedor a orina rancia de las calles parisinas. Varios se rieron de mi respuesta, y es que claro, es fácil tener gratos recuerdos conectados a aromas agradables, pero tener hermosos recuerdos de las calles de tu lugar favorito conectados a un intenso olor a orina, no es lo más común. Sin embargo, no fui la única. Otras personas también conectaron el aroma a orines con las calles de Nueva York, o el intenso aroma a sudor de los vagones del metro de las ciudades más pobladas del mundo.
Esto me llevó a pensar, ahora que no debemos viajar, ¿puede nuestra memoria olfativa ayudarnos a guiar un viaje mental? ¿Hasta dónde te llevarían los aromas que recuerdas? Yo, por ejemplo, recuerdo mucho los bocadillos de un pequeño local cercano a la Plaza Mayor de Madrid, donde comí hace más de 20 años. Particularmente, el aroma a calamar frito en aceite de oliva. Desde entonces, los calamares rebosados son uno de los platillos que más me gustan.
Otro sin duda es el aroma a ajo, romero y parmesano que había en la cocina de Anita Armati, amorosa madre adoptiva de nuestra naciente familia cuando viajé por primera vez con mi esposo y mi hijo a Roma y nos quedamos en su casa. Cada noche, las pastas que nos preparaba estarán presentes a través de estos recuerdos olfativos.
El aroma dulce del medio y medio que me bebí en el Mercado del Puerto en Montevideo, el olor de una auténtica caipirinha que disfruté en un romántico bar del barrio de Lapa en Río de Janeiro, las notas olfativas de los muchos dulces y helados que devoré en las calles de Milán y por supuesto, el aroma de la mejor mariguana que me haya fumado, la de aquel coffee shop en Ámsterdam.
Mi país también me ha regalado aromas que se quedaron tatuados en mis recuerdos. Por ejemplo, el aroma de la langosta fresca que me comí en las playas de Mahahual, o el de la brisa del mar que entraba en la ventana del auto de mi padre en cuanto llegábamos a Acapulco cada temporada vacacional. El de las mojarras fritas que nos preparaba la Tía Chelina en esa hermosa casa tropical de mi familia paterna.
El aroma de la humedad intensa de la selva lacandona, el olor de la lluvia en las calles de San Cristobal de las Casas, el café, el mole y el chocolate en el mercado de Oaxaca, las calles de San Pedro Actopan en Milpa Alpa, que huelen a chile, especias y chocolate, las manzanas que se te meten por la nariz y por los poros en Zacatlán, Puebla.
Y ¡Cómo no asociar mi ciudad natal a un sinfín de olores y hedores memorables! El aroma del pasto donde dormía mis siestas en Las Islas, un paraíso dentro de Ciudad Universitaria, la sangre fresca de los mercados y rastros de Pantitlán, el canal del desagüe que pasa por debajo del Puente de Fierro, obra diseñada por Gustav Eiffel y que está ni más ni menos que en Ecatepec, ese lugar donde crecí deseando cada día irme de ahí, pero donde encontré amistades que me han acompañado por más de 30 años de mi vida.
A veces el mundo tiene que parar un poco, no podemos viajar tanto como queremos, pero si nos damos un poco de tiempo para recordar, nuestra memoria en complicidad con los sentidos nos puede regalar viajes que estarán ahí, para toda la vida. Y a ti, ¿a dónde te transportarían los olores de tu vida?