Hace exactamente dos semanas que mi padre dejó este mundo. Todavía cuando las personas me preguntan cómo estoy, realmente no se cómo explicarles lo que siento. ¿Cómo es que la gente espera que uno tenga respuesta para tal pregunta? Si es completamente una experiencia nueva. Solo se vive la muerte de un padre una vez en la vida. No tengo idea de cómo se llama o si tiene una etiqueta previamente asignada lo que siento.
Esa, y mis no creencias religiosas, fueron las principales razones que me orillaron a buscar tener mi propio ritual de duelo, para permitirme explorar las emociones que se agolpaban en todo mi cuerpo, con puras manifestaciones fisiológicas, para tratar de ordenarlas, clasificarlas y ponerles un nombre que me permitiera entender lo que estaba pasando.
Para mí no era suficiente ver a un montón de personas que yo ni conozco rezando por su alma, enfatizando sus supuestos pecados, y no recordando todo lo que hizo bien en su vida. Por eso decidí no acudir a los rituales que una parte de la familia organizó, respetuosamente agradecí pero no asistí. Yo necesitaba otro tipo de cierre.
Una amiga que recién había perdido a su padre, que mantuvo una larga y dolorosa batalla contra el cáncer que finalmente se lo llevó, me dijo algo muy sabio: la sal es sanadora. Me dijo: tienes que sudar, llorar o irte a dar un baño de mar.
Yo tenía atrofiado el llanto, igual que la digestión desde que contesté el teléfono el domingo 23 de enero y escuché a mi hermano decirme que mi papá acababa de morir. Tampoco tenía energía para hacer ejercicio ni esfuerzo físico alguno, esto descartaba en automático las opciones de llorar y sudar. Así que, gracias a una amiga lindísima que me ofreció su casa, empaqué mis cosas y me enfilé hacia el lugar donde estaban guardados los mejores recuerdos de mi vida con mi padre: el puerto de Acapulco.
Cuando yo era niña, no existía la Autopista del Sol, así que la rutina familiar era salir al anochecer y hacer un viaje de entre 8 y 9 horas que duraría toda la noche, para entrar a la Bahía de Acapulco justo al amanecer. Yo tenía esa imagen clavada en la memoria, igual que la voz de mi padre diciéndome: mira, ahí está el mar, baja la ventana y huele la brisa.
Por supuesto en 2022, viajar por la carretera libre Cuernavaca-Acapulco de noche es una de las peores ideas que alguien podría tener así que mejor recargué mi TAG y empecé a planear salir de casa muy temprano para llegar antes del medio día, sin embargo, el destino quiso que ese plan se quedara a medias pues en Chilpancingo, debido a una de las constante manifestaciones que hay en esa zona, la guardia nacional nos desvió y tuvimos que circular por la vieja carretera desde Chilpancingo hasta Tierra Colorada.
Fueron casi 90 minutos de un paisaje distinto, tal cual estaba en mis recuerdos de infancia, que me permitió arrancar esa conexión y esa búsqueda de anécdotas en mi memoria, que poco a poco, empecé a compartir con mis hijos, mis compañeros de aventura.
Llegamos dos horas más tarde de lo planeado, justo a la hora de la comida, por lo que nos enfilamos hacia Puerto Marqués, uno de los lugares que mi papá disfrutaba justo porque servían unas mojarras fritas crujientes, que parecían chicharrón de pescado. Eso pedimos, para recordar su platillo favorito. No teníamos intención de nadar en esa playa, solo fuimos a comer, porque hace 40 años no estábamos en medio de una pandemia pero en 2022 y en plena ola de Ómicron, decidimos no arriesgarnos en un lugar tan lleno de vacacionistas. En esa rústica palapa, puse una playlist que había armado con la música que mi papá disfrutaba en los viajes y comenzamos a rendirle ese homenaje viajero.
El segundo día por fin pude liberar el llanto atrapado y llorar mientras observaba las olas altas de la zona de Acapulco Diamante, que hace cuatro décadas tampoco existía, y que realmente eran las playas vírgenes a las que mi padre me llevaba a nadar, en mar abierto, con olas gigantes.
Hacia el medio día, mis hijos quisieron ir a nadar y yo me animé a darme ese esperado baño de mar que me habían prometido, sería tan sanador. Y lo fue. Pude entonces liberar el dolor, y compartir con mis hijos la misma alegría que mi papá compartía conmigo cuando me enseñaba como dominar al mar.
El último día del viaje, mi corazón se sentía aliviado. Pude despedirme, agradecer y dejar a mi papá irse, porque ahora ya sus nietos y yo sabemos que siempre que queramos recordarlo, lo encontraremos nadando entre las olas.