La cita fue a las 7 am para desayunar en la colonia Roma, en la zona centro de la Ciudad de México. Alrededor de las 8:10, dos de los autos nos adelantamos con la misión de gestionar la logística de las comidas, algo que no es sencillo en un pueblo pequeño donde los locales no cuentan necesariamente con la infraestructura para dar atención de calidad a un grupo tan grande y que además llevaba ya un itinerario bien organizado.
Adelantarme me dolió porque no podía ver a mis amigos rodando en motocicleta, y sobre todo, ser testigo y acompañante de la primera rodada de carretera de mi hijo, que en este viaje además estaba celebrando su cumpleaños número 18. Pero era importante hacerlo porque en un grupo bien organizado debe haber personas con funciones establecidas para que las cosas salgan bien pues cuando se viaja en motocicleta, cada detalle se puede traducir en un tema de seguridad.
Las dos horas de espera en el hotel fueron muy largas, incluso angustiantes. Soy una madre medio loca que gusta compartir de estas experiencias con su hijo, pero igual que todas las demás, se angustia y se preocupa cuando no está a su lado. Las redes sociales ayudaban ya que mis amigos iban publicando, en sus muros de Facebook, fotografías de las breves paradas que el grupo hacía en la carretera y eso me daba respiros de tranquilidad. Fueron dos horas de ejercicio del desapego indispensable cuando tu hijo está a unos días de ser un adulto.
Cuando finalmente llegaron mi alma volvió al cuerpo, creo que se había montado de copiloto con él y con todos los demás porque si algo pasa cuando eres parte de un verdadero motoclub es que te vuelves uno con cada persona que rueda a tu lado. Verlos a todos llegar sanos y felices, sudorosos y cansados pero con las sonrisas espectaculares de oreja a oreja, fue un regalo de vida, como si yo hubiera montado mi motocicleta también.
Pero faltaba lo mejor. En el itinerario estaba contemplado hacer el check-in en el hotel, alistarnos y salir de nuevo en las motos para pasar por el restaurante y luego enfilarnos hacia el bosque que alberga el Santuario de las Luciérnagas, un espectáculo natural de luz que estos insectos nos regalan cada año en su temporada de apareamiento.
El día era hermoso, no recuerdo haber visto un cielo tan azul en época de lluvias por eso llevaba nuestros cascos en la cajuela del auto para que cuando entráramos al pueblo de Nanacamilpa, mi hijo pequeño y yo pudiéramos montarnos en alguna de las motos y disfrutar aunque sea un poco del camino en dos ruedas.
Comimos y nos alistamos todos. Impermeables, equipo de protección, y todo lo necesario para tener una buena rodada. Volvimos a salir en caravana, esta vez mi auto iba como guía y en él me acompañaban tres chicas. Una nube negra ya nos acechaba y creíamos que nos podíamos adelantar a la naturaleza. Pero eso no ocurrió.
Apenas habíamos logrado incorporarnos a la carretera cuando no sólo comenzó a llover muy fuerte, sino que comenzaron a caer rocas de hielo del cielo. Sí, rocas, porque decir granizo se queda corto.
Al principio seguimos, porque regularmente las granizadas suelen durar pocos minutos pero en segundos la visibilidad se tornó nula. Así que decidí orillarme. Sólo con bajar la ventanilla para hablar con el líder del grupo de motos y preguntarle qué debíamos hacer recibí varias de estas pedradas gélidas en la cabeza y el rostro. El grupo entero se detuvo pero aún no perdíamos la esperanza de que la granizada cediera en unos minutos y pudiéramos continuar. Pero eso no sucedía.
Las 27 motos y sus pilotos (y copilotos) estaban listas para salir disparadas en cuanto el clima lo permitiera. Después de 10 minutos, no hubo más remedio que buscar un refugio y bajarse de las máquinas.
Y entonces se puso mucho peor. Dentro del auto los golpes de las esferas de hielo sonaban como balazos secos. Los hijos y esposos se fueron acercando a la ventanilla para deliberar con ellas, ¿seguimos, nos regresamos? ¿qué debíamos hacer si éramos un grupo tan numeroso? No todos tenían el mismo nivel de experiencia para rodar con estas condiciones.
Con todo el dolor de nuestro corazón de motociclistas, decidimos esperar a que la lluvia cesara y regresar al hotel. No todos estaban conformes pero se hizo lo que en un motoclub bien organizado se debe hacer: anteponer la seguridad del grupo y respetar la decisión de la mayoría. De todos modos, con semejante ataque de la naturaleza, lo más probable es que no pudiéramos ver ni una sola luciérnaga.
Al volver al hotel se sentía un aire de frustración que se nos quitó con un buen chapuzón en la alberca techada y climatizada donde el ambiente se relajó y nos pusimos a lo que íbamos: a disfrutar en equipo.
Al día siguiente el sol era esplendoroso y el cielo había logrado superar en claridad y belleza al anterior. Todos nos levantamos temprano para dejar el hotel antes del salir hacia el punto de encuentro para el desayuno donde además llevaríamos a cabo una de las actividades más atractivas del itinerario: la rifa de una motocicleta.
Todo salió bien, el desayuno estuvo un poco raquítico pero al menos yo me quedé satisfecha con el rostro de quienes en ese restaurante humilde en medio de un pueblo pequeño, hicieron su mejor esfuerzo por atender a un grupo grande que les llegó sorpresivamente y con la peculiaridad de ser motociclistas. Los meseros y las cocineras salieron a ser testigos de nuestra rifa y a empaparse de la buena energía que el grupo entero emanaba. Al despedirnos, sus rostros sonrientes nos lo dijeron todo.
El siguiente paso en el itinerario fue enfilarnos hacia Huamantla, pueblo mágico famoso por sus fiestas patronales en las que sueltan toros a la calle al más puro estilo de Pamplona. Ahí llenamos una plaza pública con las motocicletas, descansamos y nos hicimos las fotos del recuerdo. Recorrimos un poco a pie el pueblo, el mercado, la iglesia y la feria. Después fue el momento de despedirnos del grupo Vespanautas, motoclub de Cuernavaca que debía tomar otro camino para llegar a sus hogares.
El siguiente paso fue alistarnos para el regreso. Nuevamente organizar al grupo, definir quien iba com guía, quien en la retaguardia, cuál sería la ruta. Y de nuevo al asfalto.
En el camino algunas de las motos tuvieron fallas mecánicas leves, no fue un problema porque siempre rueda con nosotros una camioneta que amablemente nos presta uno de nuestros miembros lista para el apoyo vial. Así el grupo no tiene que detenerse en medio de la carretera y su riesgo baja considerablemente.
Efectivamente, en esta rodada no pudimos llegar a nuestro destino final, tal como lo marcaba nuestro itinerario. No vimos una sola luciérnaga y tuvimos que conformarnos con las lucecitas que emitían nuestras playeras conmemorativas fluorescentes. Pero tuvimos una rodada con saldo blanco, en orden, bajo control y todos llegamos con una gran sonrisa en el rostro —chamuscado por el sol implacable— al volver. Es por ello que este texto no está dedicado al destino, sino al camino porque finalmente ¿qué es ser motociclista si tus aventuras no se escriben con la huella que vas dejando en el asfalto? Por eso, la moraleja de este viaje fue: lo importante no es el destino, sino compartir el camino.