Una vez le dije a su madre que ese pequeño era muy inteligente, que seguro tenía un gran futuro y ella bajó la mirada, ocultando la tristeza que mis palabras le provocaban. Yo me sentí desconcertada, no sabía exactamente que era lo que había dicho para hacerla sentir mal y no sabía como disculparme. Al notarme apenada, me dijo que ella sabía que su hijo era muy listo que no podía enseñarle muchas cosas porque ella no había ido a la escuela. Por eso el niño siempre venía a mi cabaña cuando podía, poque yo le leía libros.
Así comencé a interesarme por la vida de aquella comunidad, del poblado de Chajul. Sólo el río los separaba de la reserva de la biósfera de Montes Azules, el corazón de la selva lacandona. Ellos no eran indígenas, sino mestizos cuyos padres habían llegado años atrás, entre los 50 y los 70, para trabajar en las plantaciones de chicle, de tabaco, de café o de plátano.
Pero en medio de la selva, el no ser indígena incluso representaba una desventaja. La pobreza era la misma, la falta de oportunidades también. Y un día, la madre de aquel niño se atrevió a preguntarme si yo podría llevarme a su hijo a la ciudad.
La pregunta me dejó helada, le expliqué que eso era mucha responsabilidad, que la Ciudad de México era muy grande y era muy peligrosa para un niño pequeño sin sus padres. Ella bajó la mirada y me dijo que entonces no tendría más remedio que enviarlo a un internado, en San Cristobal de las Casas, porque ella se daba cuenta de que el niño era demasiado listo y necesitaba una mejor escuela que la del pueblo. Así fue que supe que un solo maestro enseñaba a todos los niños de la comunidad, dividía la jornada escolar en turnos de apenas dos horas para darse abasto y poder atender desde el preescolar hasta sexto de primaria. Secundaria no había. Sólo algunos podían costear el enviarlos al pueblo vecino para estudiar más. Pero en San Cristobal de las Casas había albergues para niños indígenas, algunos eran de la iglesia, y ahí los niños podían vivir y estudiar, pero aunque sus padres podrían visitarlos cada semana, la realidad es que para una familia campesina aquello se volvía una separación casi de todo el ciclo escolar. A finales de los años 90, la gente aún vivía incomunicada en medio de la selva. No existían buenos caminos y los puentes que cruzaban los múltiples ríos se caían en cada temporada de lluvias.
18 años después de aquella conversación que me dejó helada, esta semana conocí nuevamente a un niño excepcional nacido en Chiapas. Se llama Gabriel, y nació en Yabteclum, una pequeña comunidad del municipio de Chenalhó, en lo alto de la montaña, donde se cultiva el mejor café de la región. Gabriel y yo coincidimos en una reunión de la Fundación Kellogg, que trabaja con las comunidades y algunas organizaciones civiles centrando sus esfuerzos en el desarrollo de los niños y las niñas indígenas.
Lo conocí vistiendo con orgullo su traje típico tzeltal, hablando su lengua originaria y luego, contándome sus sueños en un perfecto castellano. En su pueblo sí hay una telesecundaria, donde él cursa el tercer año. Pero el bachillerato está lejos, la escuela está en la cabecera municipal.
Fue inevitable comparar esos sueños con los de los adolescentes citadinos. ¿Qué soñaba mi hijo a los 14 años? Tal vez con tener la mejor computadora, tal vez con poder tener su propio auto. Hoy tiene 18 y sueña con viajar a Alaska en motocicleta. Gabriel en cambio, sueña con poder gestionar recursos para que en su pueblo se construya una escuela de nivel bachillerato.
Aunque las gestiones han avanzado, él sabe que es muy probable que ese sueño no se cumpla a tiempo y él tendrá que abandonar su querido pueblo para irse a estudiar lejos, a San Cristobal de las Casas, como lo han hecho otros de sus amigos.
A diferencia del niño que conocí hace 18 años en la selva, para Gabriel sí es una posibilidad el volver a su casa cada fin de semana para continuar apoyando a su padre y a su abuelo en los trabajos del campo, así como en la pesca de camarón silvestre y pescado de agua dulce. Sin embargo, está consciente de que será caro y que deberá estudiar y trabajar para lograrlo. A pesar del contexto adverso, el no estudiar es una opción que ni siquiera cruza su mente. ¿Cómo va a lograr ayudar a su pueblo si no estudia?, me pregunta, mientras me dice que yo debería ir a visitar su pueblo, para comer esos camarones tostados en el comal sobre la leña, con limón y sal.
Y le digo que sí, que pronto lo haré, porque quiero ir y ver como organiza sus brigadas de limpieza para cuidar la naturaleza, que tanto le da, porque quiero ser testigo de como su trabajo rinde frutos, porque estoy segura que logrará que en Yabteclum se construya una preparatoria, aunque él tenga que viajar a San Cristobal todavía para cambiar su entorno.
Después de mi encuentro con Gabriel, volví a mi casa para buscar más información sobre Yabteclum. Así encontré fotografías de una marcha que hace no mucho se realizó desde esa comunidad hasta Acteal durante más de tres horas, en apoyo a los desplazados del ejido Puebla, donde los horrores de la matanza de 1997 siguen más vivos que nunca.
Supe entonces que Chenalhó es un municipio donde más del 72% de sus habitantes vive en condiciones de pobreza extrema. Que más del 90% de las casas no tiene drenaje, y un porcentaje similar, tampoco cuenta con agua potable.
Gabriel me dijo que después de que consiga la escuela, peleará por un hospital, pues él ha visto morir a mujeres en el intento por llegar a un hospital lejano, en San Juan Chamula, cuando sus partos se complican.
Los ojos de Gabriel son nuevos y su sabiduría es ancestral. Tal vez su alma sea vieja, quizá es sólo que la pobreza no perdona edades y le abre la puerta a la inocencia muy pronto. Lo cierto es que esos mismos ojos que ven las carencias, también saben admirar la belleza de la montaña, de la madre tierra que todo da, de las mujeres que también quieren salir adelante en su pueblo y hasta empujan más que los hombres para obtener los cambios.
Hasta antes de hablar con Gabriel, yo creía conocer Chiapas. Había recorrido todos los puntos recomendados en las guías de viaje, y hasta más. Me había adentrado en la selva, había visto jaguares y guacamayas rojas pero había olvidado lo que hace 18 años me enseñaron un niño pequeño y una madre que se tenían que separar sin remedio, y fueron los ojos de Gabriel, los que me recordaron que no, no conozco nada de lo que realmente es Chiapas.