" Nadie se hizo perverso súbitamente.”
Juvenal
De verdad agradezco los comentarios que me envían sobre estos artículos que publico en esta casa editorial. No sólo me hacen revisar y reflexionar muchas veces. También me han hecho cuestionarme a mí mismo sobre mi propia forma de ser o de recordar episodios de mi infancia.
En uno de esos comentarios, Estela desde Monterrey, muchas gracias, escribió que “no existen malos muchachos, sino malos adultos que no los escuchamos. Debemos empapar a nuestros muchachos de predicar con el ejemplo, arroparlos con amor a la vida, animales, medio ambiente, un granito de arena y mucha fe y esperanza.”
Sus palabras me hicieron recordar a Fernando Savater, uno de mis filósofos favoritos, que menciona en su libro, ética para Amador (sí, ya sé que lo menciono demasiado) que “tiene que hablarse de “ética” en la enseñanza media. -de hecho, creo que debería tratarse desde el jardín de niños- y dice que… “la reflexión moral no es solamente un asunto especializado más para quienes deseen cursar estudios superiores de filosofía sino parte esencial de cualquier educación digna de un hombre.”
Estoy de acuerdo con ella. Debemos guiar a nuestros pequeños desde la familia. Sin embargo, también debemos entender, y no estoy justificando, que no todos los padres y madres de familia tenemos esa capacidad, porque también tenemos nuestra propia historia de vida, de abandono, de indiferencia, de frustraciones, de insatisfacciones, de violencia, de carencias o bien, una historia de amor, de apoyo y acompañamiento, de satisfacciones, de cariño, de protección, de ternura, de entendimiento, que heredarán nuestros hijos en su diario caminar por la vida. Y por eso, es fundamental, desde mi punto de vista, que haya un acompañamiento sobre el tema en las instituciones educativas.
Otra amiga, me reservo su nombre por obvias razones, me contó una historia, que trataré de abordar someramente, Me dijo que un día un vecino, mayor en edad que su hijo, se puso a jugar con el menor. Llevaba sus juguetes y el menor también llevó los suyos. Los dos se pusieron a jugar y se la pasaron increíblemente bien. Sin hacerlo notar, mi amiga los estuvo observando para que el mayor no fuera a quitarle los juguetes al menor, su hijo, o quisiera aprovecharse porque era más grande. Sin embargo, al término del juego, los peques se despidieron, y el mayor recogió sus juguetes y se marchó, dándose cuenta, mi amiga, quien no daba crédito a sus ojos, que había sido su hijo, el menor, quien había aprovechado la ocasión para esconder un juguete de su amiguito entre unos arbustos porque le había gustado y lo quería para él.
Ella se le aproximó y lo cuestionó sobre el hecho. El pequeño sólo dijo lo que sabemos. Le gustó, y por eso lo escondió. Mi amiga le dijo que eso no estaba bien y le preguntó si a él le gustaría que uno de sus amiguitos le quitara alguno de sus juguetes, a lo que el peque contestó que no. Hablaron largo y tendido, y mi amiga le dijo a su hijo que tendrían que ir a la casa del amiguito para devolverle el juguete y ofrecer una disculpa. Así lo hicieron y la historia quedó en anécdota y en una gran enseñanza para su hijo. Y otra vez vino el cuestionamiento de mi parte: ¿Será que en nuestra humanidad llevamos tanto lo bueno como lo malo y nos tienen que enseñar el deber ser? Mi opinión es que nos tienen que enseñar ese “deber ser”, porque si sólo nos dejan “ser” tendríamos muchísimos problemas para enfrentarnos al mundo.
Esa historia, también me hizo recordar algo que yo también hice junto con mi hermano mayor, que conté en un cuento que escribí hace muchos años, llamado “el cuerito”, y que no es tan cuento, pero les cuento: Yo tendría la edad de cinco años de edad, mi hermano seis, cuando cerca de donde vivíamos se nos ocurrió robar, de una tienda, un tren que nos había gustado muchísimo. Mientras mi hermano se llevaba al fondo de la tienda al dueño para preguntarle sobre una cosa, yo me apoderé del tren y me fui corriendo a la casa. nadie se dio cuenta de nada. Llegué, esperé a mi hermano y los dos nos pusimos a jugar con el trenecito, que se nos pasó el tiempo volando. Obviamente estábamos debajo de la cama para que nadie se diera cuenta, pero llegó mi papá, sospechó, ahora lo veo a la distancia, porque estábamos jugando a escondidas, y al darse cuenta de que teníamos en nuestro poder un juguete que él no nos había comprado, nos ha puesto una cinturoniza con el “cuerito” que siempre llevaba en su bolsillo, que nos dolió hasta el alma, amén de que nos fue escoltando para devolverle a Don Benito, el tren que nos habíamos robado bajo el argumento de que no quería tener hijos ladrones.
La lección no fue cualquier cosa. Todavía sigo recordando la lección y la agradezco. No sé qué habría pasado, ni dónde estaría yo en este momento, si me hubieran permitido mis padres hacer lo que a mí se me daba la gana sin ver si le hacía mal a alguien.
Los padres tenemos mucho que ver con el “deber ser”, pero también las escuelas lo tienen que retomar, porque como cuestiona Savater (¡otra vez!) en su libro “el valor de educar”: “¿La educación… consiste en la mera transmisión de conocimientos o debe formar para la ciudadanía democrática?
Todos tenemos que ver con esta asignatura pendiente para tener mejores ciudadanos: padres y madres, la familia en general, instituciones educativas y, obviamente, el estado a través de políticas públicas que refuercen el deber ser. Todo para lograr un día una cultura de paz para el buen vivir.