"El hábito es como un cable;
nos vamos enredando en él cada día
hasta que no nos podemos desatar.”
Horace Mann
Siempre he sostenido que en nuestra sociedad rige la cultura de la bronca. La traemos desde pequeños y por esa razón, nuestra manera de gestionar los conflictos a los que nos enfrentamos es muy deficiente y violenta. En cada situación a la que nos enfrentamos siempre queremos salirnos con la nuestra. Ganar la bronca es lo que nos produce placer sin pensar en que, a veces, estamos pasando por encima de los demás.
Es obvio que las costumbres que traemos desde nuestro nacimiento nos hacen ver la vida de una manera muy particular, y, por tanto, actuamos como hemos aprendido.
La Real Academia de la Lengua define la costumbre como “el hábito, modo habitual de obrar o proceder establecido por tradición o por la repetición de los mismos actos y que puede llegar a adquirir fuerza de precepto.” Y en otra de sus definiciones nos dice que es “el conjunto de cualidades o inclinaciones y usos que forman el carácter distintivo de una nación o persona.”
Esto me lleva a la reflexión de que, aunque todos vivamos en el mismo espacio físico, las costumbres no siempre son las mismas. Cada familia educa a sus miembros de acuerdo a la forma en que fueron educados. Y las costumbres generales, aquellas que la mayoría de una sociedad comparte entre sus miembros son las que forman su cultura. Pero… cada casa, cada familia cuenta su propia historia a través de sus comportamientos fijados por la costumbre.
No es un tema fácil. Hay costumbres que son nocivas para el ser humano. Lo sabemos porque destruyen a la persona o personas con las que comparte su vida. Y a veces, esas costumbres las pueden compartir por una generalidad y se convierten en norma general. Y tanto te acostumbras a las costumbres, que ya no te das cuenta de si están bien o están mal.
Jean Monet lo decía de esta manera: “El hombre nunca mira al cielo porque siempre lo tiene a la vista.” Y claro. Te acostumbras tanto que ya no importa porque sabes que ahí está. Lo tienes a la mano.
La cuestión entonces es replantearnos si lo que hacemos está bien o está mal. Si sólo está bien para mí, aunque haga daño a otros, o si lo que hacemos por costumbre es bueno para mí y para los demás.
No sé si sea bueno o malo, pero, de repente, al leer a los clásicos, me pregunto si no sería bueno tomarlos nuevamente en cuenta. Son pensamientos viejos, anticuados, me digo cuando los vuelvo a leer, pero de repente, por las cosas que estamos viviendo, me replanteo la situación. Jean Jacques Rousseau sostiene que “la única costumbre que hay que enseñar a los niños es que no se sometan a ninguna.” Y creo que por una buena parte tiene razón, sobre todo en esta época de cambios súbitos que vivimos. Antes la modificación de una costumbre se daba con el paso de muchos años, pero ahora, con todo lo que se ve en las redes y estando más cercanos en esta aldea global, la escena es propicia para realizar cambios más rápidos.
En el caso de la cultura de la paz en la que se requiere un cambio de paradigma que nos conduzca precisamente a tener una mejor sociedad a través de nuevas formas de comportamiento y gestión del conflicto, se debe comenzar, insisto, y seguiré insistiendo, no solamente en la familia, porque, aunque digamos que ahí comienza todo, no es suficiente. Hemos visto tantas noticias de padres maltratadores que abusan de sus propios cónyuges, hijos e hijas. Familias regidas por viejas costumbres violentadoras que someten a sus miembros porque así les enseñaron, sino a través de políticas públicas y en las escuelas.
Es urgente, lo digo muy en serio, que cambiemos el rumbo, que cambiemos las viejas costumbres. Es el momento de hacerlo. De lo contrario, las malas costumbres se harán presentes con más fuerza y todos nos vamos a enfrentar a todos. En estos momentos prevalece la cultura de la violencia y de la muerte. Nos estamos acostumbrando a los secuestros, a los asaltos, al ataque a las mujeres, a los actos en que un atacante lanza ácido o gasolina para incendiar a otras personas para hacerles daño, a ser robados en el transporte público, a quedarnos en casa por miedo a que suceda algo desagradable a nuestra persona o a nuestros bienes.
No permitamos que nos suceda lo que en el siglo XVIII decía Samuel Johnson: Las cadenas del hábito son generalmente demasiado débiles para que las sintamos, hasta que son demasiado fuertes para que podamos romperlas.