"Gaspar, Melchor y Baltasar, callaos.
Triunfa el amor y a su fiesta os convida.
¡Cristo resurge, hace la luz del caos
y tiene la corona de la Vida!”
Rubén Darío
Vivíamos en la calle de Degollado en el centro de Cuernavaca. Yo tendría cinco años. Mi hermano mayor y yo jugábamos como cualquier niño de la época, no había muchos tipos de juguetes… bueno, tal vez sí. Tal vez no lo recuerdo. El punto es que la noche de la víspera de los Reyes pusimos nuestras cartitas en nuestros zapatos. Esa era la tradición. No recuerdo si boleamos nuestros zapatos o no, pero ahí pusimos nuestras cartas con mucha emoción y esperanza de que nos llegaran los juguetes.
Eran tiempos de programas como “Combate”, “El túnel del tiempo”, Viaje al fondo del mar”, “Cachirulo”, el del chocolatote; “Batman y Robin”, “la Familia Monster”, entre otros. Eran tiempos, para mí, del kínder en el parque Revolución donde había una alberca gigantesca para mis cinco años. Todos, niños y niñas, hablábamos del día de Reyes y lo que habíamos pedido. Estábamos seguros de recibir nuestros regalos porque todos nos habíamos portado muy bien. ¿Y quién no es bien portado a esa edad maravillosa en la que todo era magia e imaginación puras? Nuestro mundo era muy sencillo, ingenuo, muy simple, pero muy bonito, a pesar de las carencias. Es más, ni sabíamos qué era eso. Te das cuenta conforme pasa el tiempo. Mientras más envejeces.
Era muy pequeño. Pero recuerdo perfectamente la emoción cuando me fui a dormir pensando en la sorpresa que me esperaría al despertar al día siguiente. Pensaba en los tres Reyes Magos que cabalgaban uno en un caballo, otro, en un camello, y el último en un elefante. Sabía que eran Melchor, Gaspar y Baltasar, pero no sabía quién era quien.
Recuerdo que mi hermano dijo que se quedaría despierto para ver la llegada de los Reyes magos. La verdad yo no aguanté, y me quedé dormido. Al otro día desperté con la emoción de ese pequeño de cinco años de edad, y me llevé una sorpresa maravillosa. ¡Ahí estaba mi regalo! ¡Era un coche de Batman pegado a un cable y una manivela que yo hacía girar y el coche se desplazaba por el piso “muy rápidamente”! Yo iba corriendo detrás de él con una alegría descomunal girando la manivela para que se moviera hacia adelante o hacia atrás. ¡Era tal la felicidad en mi corazón que me sentía como un rey! Y mi hermano me aseguró que había visto a los Reyes por la ventana. Dijo que se asomó por la ventana y que al ver que se dirigían a nuestra morada, se fue corriendo para hacerse el dormido. Si he de ser honesto, le creí a mi hermano toda la historia, lo que causó que esa noche fuera una de las más memorables de mi vida.
Quiero enfatizar que ese día fue uno de los mejores de mi vida. No recuerdo a Santa Claus. Tal vez ya existía, pero para mi familia sólo existían los Reyes Magos. Y lo digo porque cuando me preguntaban mis hijos sobre los regalos de Santa y los Reyes, siempre les aclaré que en mis tiempos sólo había Reyes. Para mis hijos, y debido a la publicidad de sus tiempos, me sentí presionado a llevar a Santa y a los Reyes. Dos regalos, para que no se sintieran (o tal vez, para que no se traumaran al ver que a sus amigos sí les llegaban ambos).
Todo en ese tiempo de mi niñez fue mágico. Nunca supe quiénes eran los Reyes Magos hasta muchos años más tarde que leí que en el capítulo dos, versículo 1-12, del Evangelio de San Mateo, el trayecto que hicieron tres “magos”, llamados así porque en aquellos tiempos se les conocía así a los “sabios” o astrónomos que fueron siguiendo una estrella hasta llegar a Belén. Allí visitaron y ofrecieron tres regalos al recién nacido Jesús: oro, incienso y mirra. Aunque las escrituras no explican de dónde procedían los tres reyes, todo parece indicar que vinieron desde Babilonia o Persia, lugar en el que los magos tenían una gran influencia. Pero, ¿y sus nombres de dónde salieron?
En el siglo XIV, el monje benedictino Beda, doctor de la iglesia, describió a los Reyes Magos en un manuscrito: “Melchor, anciano de blancos cabellos y larga barba del mismo color; Gaspar, más joven y rubio; y Baltasar, un señor negro”. De esta manera, Beda los identificó como representantes de Europa, Asia y África.
Como ya lo he mencionado en anteriores publicaciones, estos tiempos, desde Navidad hasta Reyes, nos invade un sentimiento de querer ser bueno, de ser mejor, de dar lo mejor a los nuestros. También nos invade un sentimiento de paz. Nos llegan muchos recuerdos de nuestra infancia. Se siente la hermandad. Otros van perdiendo ese sentimiento. Parece que hace falta que nos recalquen que sí se puede vivir con alegría, con paz y amor. Entiendo que muchas personas han sufrido mucho, pero tenemos que rescatar esos tres elementos: alegría, paz y amor, para que nos invadan durante todo el año, y no solamente dos meses, para luego regresar a la cotidianidad y a las malas noticias.
Yo soy consciente de mi fragilidad y de mi paso efímero por la vida. Hablo de ellas, pero no con la idea de morir o sentirme amenazado. Sólo que, al tener conciencia de ello, me siento comprometido a dar lo mejor de mí para los que vienen detrás de mí puedan tener un mejor futuro y una mejor sociedad en la que podamos vivir armónicamente. Por eso recuerdo, por eso escribo, por eso vivo. Para hacer equipo con los optimistas que están convencidos que sí se puede.
Cuando leas estas líneas, seguramente ya habrás llevado a tus peques a la escuela, o estarás regresando a tu trabajo o a la escuela. Te comenzarás a olvidar de estas fechas que has celebrado y todo regresará a la “normalidad”. Es decir, te olvidarás de lo que vale la pena en la vida y te meterás a nadar en el mar de la cotidianidad.
Todavía estamos a tiempo. Que estos sentimientos positivos que nos han acompañado desde Navidad hasta hoy, permanezcan en nuestros corazones durante todo el año para llevar felicidad y llenar de alegría y amor al corazón.