"En definitiva, fue el comienzo de una estrategia que,
con relativo éxito, siempre han desarrollado
quienes controlan ciertas cuotas
de poder en una sociedad.”
Fernando Savater
Mis tiempos fueron maravillosos, pero también estaban llenos de temor. Mi infancia fue como la de cualquier otro niño de la época. Jugábamos en la calle al bote pateado, futbol llanero, a las escondidas, canicas, y todos esos juegos que todos jugábamos. Puedes incluir los que recuerdes. Pero de igual manera, cuando veía la violencia en mi casa, mi madre, al ver que no me gustaban las actitudes de mi padre, me decía que yo no era nadie para juzgarlo. Me decía que ese era el hombre que Dios le había dado para amarlo, obedecerlo y respetarlo.
Vivía en la calle de Juan Álvarez, en la colonia El Empleado. La colonia de los textileros, también le llamaban. Recuerdo cuando llegaba el vendedor de leche en su caballo, y así andaba por toda la calle. Se veía imponente. Don Margarito, me comentan que era un tío lejano, hacía unos dulces de leche deliciosos que llevaba en una vitrina pequeña, de esas que usan los vendedores de gelatinas. Todos los niños nos arremolinábamos para comprar esas delicias. Delicias que no he vuelto a probar en mi vida, pero cuyo sabor todavía está vivo en mi paladar. Porque hay sabores (y sinsabores) que se quedan pegados desde muy pequeños.
Y así, entre juegos de infancia, días de escuela y violencia doméstica, un día llegó la hora. Mi madre dijo que nos teníamos que preparar para la primera comunión y que tenía que ir a estudiar el catecismo con doña Jesusita. Era una señora ya grande de edad y muy amable. Así fue que comencé mi entrada a los estudios, mejor dicho, al adoctrinamiento sin chistar de los diez mandamientos para empezar.
Puedo asegurar, y hago este paréntesis necesario, que muy pocas personas recuerdan actualmente cuáles son dichos mandamientos. Y casi doy por sentado el hecho de que las actuales generaciones no tienen idea de lo que son éstos. Pero regreso más tarde a este tema.
Ahí, en la doctrina, como le llamábamos, aprendí que debía tener mucho cuidado de no violar esas normas que Dios había establecido, porque si lo hacía, tendría un castigo terrible.
Fernando Savater, mi filósofo preferido, dice que pensar en los diez mandamientos en pleno siglo XXI puede ser tomado como una antigüedad o por lo menos como una pérdida de tiempo.
Coincido mucho con sus reflexiones. Actualmente poca gente habla del tema, y ahora sí, me regreso al paréntesis que hice momentos antes.
Casi nadie toca estos temas. Y no hablo necesariamente de lo establecido en los diez mandamientos, sino en esencia de los valores que debemos desarrollar y conservar para actuar en la vida con responsabilidad. Antiguamente estas leyes se establecieron poniendo un control a la libertad ¿o libertinaje? de hombres y mujeres. Si hacían lo contrario, conocerían el poder y el castigo que Dios les impondría.
Considero seriamente, que, efectivamente, si no hay un control de nuestros actos, entonces, vienen los problemas entre nosotros, la delincuencia, la decadencia. Nos enfrentamos unos a otros para causarnos daño. ¿Será eso lo que estamos viviendo en estos tiempos?
Los mandamientos los obedecíamos sin chistar, porque teníamos el temor del castigo divino. Y de alguna manera, también esos mandamientos nos han hecho obedecer las leyes de los hombres que están en el poder y que nos han impuesto desde siempre en este famoso contrato social de Rousseau que se resume de la siguiente manera: para vivir en sociedad, los seres humanos acuerdan un contrato social implícito que les otorga ciertos derechos a cambio de abandonar la libertad de la que dispondría en estado de naturaleza. Y así es. Decidimos, más bien, nos obligaron a abandonar nuestra libertad. Y así como, en mi caso, aprendí a obedecer los diez mandamientos, también aprendí a obedecer las leyes de los hombres sin decir ni pío.
Parafraseando nuevamente a Savater, dice que nosotros, pobres mortales, hoy en día tememos, más que a la palabra del mismísimo Dios, a las obligaciones que surgen de muchas leyes ideadas por burócratas y funcionarios de turno, o a los dictados de una moda pasajera: “no dejarás de pagar impuestos, aunque aumenten y no sepas dónde va el dinero”; “no podrás quejarte de los servicios públicos, porque, aunque lo hagas, todo seguirá igual…”
Podría decir que, a diferencia de la población de antes, las nuevas generaciones ya no somos tan ingenuas, y que esa es la razón por la cual la misma ya no está dispuesta a seguir siendo tratada como siervos o vasallos de la clase en el poder. Las cosas tienen que cambiar, y afortunadamente han ido cambiando por la participación de la gente. Y eso, ya nadie lo detiene. Debemos seguir participando activamente si queremos cambios sustanciales en nuestra sociedad.
Pero regresando al tema, necesitamos regresar a lo básico. Enseñar valores a nuestras nuevas generaciones. Obvio, sin imponer castigos divinos si no cumplen, sino convenciéndolas que el deber ser es lo más conveniente para vivir de manera responsable, en concordia, es decir, poder vivir en una cultura de paz.