Cuando llegamos a casa de mis padres, pude darme cuenta de la realidad. Era el día del Padre y todos actuábamos como si no fuera un día especial. No quiero decir que esté a favor de los festejos en las fechas que algún comerciante muy listo impuso en nuestra sociedad, pero dejando a un lado esa conjetura, también debo reconocer que fue una gran idea. Nunca me acuerdo siquiera de las fechas de cumpleaños de la gente que quiero, soy muy dado a olvidarlas. Quizá porque no veo un comercial en la tele que me lo recuerde. ¿Te imaginas? "Porque he recibido lo mejor de ti: Hoy, en tu día. Muchas felicidades, Pedro". O si fuera caminando por la calle y viera los anuncios con las ofertas para "el cumpleaños de Pedro", tal vez le compraría un regalo. Soy una persona que frecuentemente olvida tener un detalle. Como si fuera necesario que existiera el cumpleaños o el aniversario para llevar un presente. ¿Seré un bicho raro? Pienso que todo el mundo se acuerda, menos yo. Pero hasta ahora veo más claro. Nadie se acordó de mi padre. Nadie dijo nada. ¿O será que es más importante el día de las Madres? Dos semanas antes, por lo menos, el día de las Madres tiene una gran difusión en los medios de comunicación. La gente se prepara para festejar a mamá y encuentras de todo para poder festejarla. Hoy, ni siquiera yo me acordé que era un día especial para mí, pues es mi primer día del Padre gracias a Pablo Emilio.
Caminábamos por el Mercado “López Mateos” y me llamaba la atención el ajetreo del lugar: Cargadores cargando costales, las señoras de la fruta pidiendo a los "marchantes" que les compraran. Por cierto, pensé otra vez en esa palabra. Supongo que viene del francés "marchand", y me dije que tal vez era una palabra que habíamos adoptado durante la intervención francesa. También me fijé en la gran cantidad de niños que trabajaban de lo que fuera para llevar de comer a su casa. Recordé mi infancia, cuando vendía conos de fruta en el mercado, y sentí tanto alivio de pensar cuánto había cambiado mi situación económica y que la infancia de mi hijo, y su futuro serían diferentes. En ese momento, Paula me preguntó por Pablo. Yo le dije que él se había quedado con ella. Su rostro se puso lívido y el pánico se apoderó de ella. Buscamos por todas partes, y nadie lo había visto. Por primera vez en mucho tiempo, sentí un terror indescriptible. Miré por todas partes y no supe a dónde dirigir mi vista ni mis pasos. Era una jungla de personas. No se veía nada, y mi bebito había desaparecido. Corrí por todos lados gritando, pidiendo ayuda, informes de si alguien lo había visto. Regresamos por donde habíamos caminado. Agotamos todas las posibilidades. Mi desesperación se perdía entre toda esa masa informe y sin sentimientos.
- Yo creo que por este “chavito” nos van a dar una buena lana, y si nadie lo quiere, “pos” lo ponemos a “chambiar” o a pedir limosna. Pero lo tenemos que sacar de aquí sin que nadie lo vea, porque allá “juera” ya se armó el escándalo.
- “Pus” lo único que se me ocurre es envolverlo en papel “d’estraza”. Bien amarrado para que no haya bronca y se mueva. ¿Cómo ves?.
- Lo primero que tenemos que hacer es callarlo porque no para de chillar.
- "Pus” regrésale el juguetito que “traiba”, a ver si así deja de "jorobar".
Sentía que el mundo se deshacía. Ya no sabía dónde más buscar a mi hijo. ¡Lo habíamos perdido para siempre! Toda la desesperación y la angustia del mundo se agolpaban en mi garganta. Paula estaba como loca. Me senté un momento y saqué algunas cosas de la pañalera de mi bebé. Me sentí más desesperado y con las lágrimas apretándome el corazón al ver la ropita de mi hijo. Sus juguetes. Me esforzaba por no llorar delante de ella. De pronto, entre las cosas descubrí que faltaba el transmisor de radio que le poníamos a Pablo en la recámara cuando dormía y teníamos visitas o estábamos con nuestros vecinos. Supuse que Pablo lo llevaba consigo. Inmediatamente lo prendí y pude escuchar perfectamente la vocecita de mi hijo muy bajita, como si tuviera una almohada sobre su rostro. ¿Pero dónde estaba? ¡El sonido era claro! ¡Pablo Emilio estaba cerca, muy cerca de nosotros! Empecé a buscar nuevamente. ¡Mi hijo está por aquí! ¡Dios tenía que guiarme hacia él! Entré por una especie de callejón lleno de animales. Estaba muy resbaloso y oscuro. Sabía que ahí se encontraba Pablo. No se oía nada, pero por el receptor se seguía escuchando la voz de mi hijito, muy bajita, pero era él que me decía ¡búscame! ¡No me dejes papito! ¡Estoy muy cerca! ¡No me abandones! ¡Encuéntrame! Seguí adentrándome por el callejón y vi una puerta. Me fui acercando lentamente. Vi por una rendija a dos tipos que se preparaban para salir con un envoltorio de papel y empujé la puerta violentamente. El más fuerte se me abalanzó con un cuchillo que me alcanzó a herir el hombro izquierdo. Empecé a sangrar y el brazo se me adormeció. Todo era una pesadilla. En ese momento, del envoltorio escapó un llanto desesperado que desvió por un segundo la atención de los dos hombres. No sé cómo, mi mano se apoderó de un palo y lo descargué con fuerza sobre la cabeza de mi atacante. El otro, espantado, salió corriendo del lugar. Me apresuré a tomar el envoltorio y lo abracé con fuerza. Caí de rodillas, desfallecido. Temblando. Sangrando.
Sudando. Sentía en mis manos y en mi cara el roce del papel.
No podía abrir el envoltorio. Mis manos se debilitaban más y más...
Poco a poco fui abriendo los ojos, las fuerzas regresaban a mi cuerpo. El envoltorio seguía encima de mi pecho. No sé si lo que sentía eran los latidos de Pablo Emilio o los míos. O los de ambos. Seguía sintiendo en mi cara el roce del papel...
Las manitas de Pablo me abrazaron y Paula se acercó diciéndome: Papá, papá, despierta, aquí tienes tu regalo, para que veas que no nos olvidamos de ti. ¡Feliz día del Padre!
Cuernavaca, Mor. madrugada del día del padre de 1995