Los relatos que hoy se publican forman parte del libro "De besos, temblores y otras urgencias", de reciente publicación, y que se presentan en estas fechas como una manera de conmemorar el segundo aniversario del temblor del 19 de septiembre de 2017.
Temblores
I
Tiemblo por la tristeza y el frío. Aunque algunos me han ofrecido alimento, he comido poco. Muchos han querido llevarme con ellos, tal vez a su casa o a un albergue donde aceptan a pulgosos como yo. Me llaman de muchos modos: Lobo, Rocco, Figo. No sé cómo se les ocurren esos nombres. Nunca sabrán que me llamo Jacinto; no hay nadie para decírselos. Además, no tengo interés en que alguien lo descubra. Estoy esperando que él salga para ir a caminar juntos al parque, o que regrese desde donde se encuentre. No sé si esté debajo de los escombros o si pudo salir como lo hice yo. Tal vez ni siquiera estaba en casa. No puedo saberlo porque yo dormía en el momento que sentí las primeras sacudidas. Lo busqué en su cuarto antes de intentar escapar. A esa hora no suele dormir, pero desde que nos quedamos solos tras la muerte de su esposa, de pronto se escapa por el sueño en cualquier hora del día. Por eso ignoro qué sucede con él; éste olfato ya no me sirve siquiera para rastrearlo. Tampoco entiendo cómo es que estoy bien si salté desde un cuarto piso; ¿o sólo creí saltar?
Han pasado más de tres días y aquí sigo. Hoy me acarició una mujer que tenía un casco en la cabeza y una niña hermosa me abrazó mientras lloraba. Me dio pena por ella. Estoy acostumbrado a esperar y esperar, a veces hasta dos días para que él me lleve al parque. Ya no camina rápido; es viejo y yo empiezo a serlo. Sin embargo, quita la cadena de mi collar y corro con el resto de mis ímpetus. Lo quiero mucho. Desde hace buen tiempo me deja dormir cerca de él; creo que lo ayudo a enfrentar la soledad.
Muchos hombres han llegado con máquinas y su ruido taladra mis oídos. Han querido retirarme, mas no me moveré de aquí hasta verlo salir, o llegar. Me alejé un poco para no ser un estorbo. Me doy cuenta de que los de mi especie tenemos más larga la esperanza, pero no lo entienden éstos y me azuzan para que me vaya. Ayer por poco muerdo a uno de ellos.
Dentro de poco anochecerá. Los hombres y mujeres siguen removiendo escombros. Los he visto sacar muchos cuerpos y ninguno tenía su olor; sin embargo, algunos de ellos olían a vida.
Ahora están rescatando uno más. Mi olfato se alebresta, tiembla. Me cuelo por entre las piernas de tantas personas y llego hasta él. Huele a vida, pero está muy maltrecho. Persigo a la ambulancia por las calles mojadas. La pierdo en una esquina porque disminuyo la velocidad por el cansancio. Mi olfato, en su última gran osadía, me lleva hasta el hospital. Ahí me estaciono con la esperanza pintada en mis ojos. Me alojo bajo una cornisa en la acera de enfrente para pasar la noche.
Transcurren dos días. Me ha vuelto el hambre al saber que está vivo. Como restos de comida que algunos dejan tirada por ahí.
De pronto empiezo a dudar de mí, de lo que soy. Paulatinamente voy dejando de sentir frío, o calor cuando sube el sol. No defeco y la gente pasa a mi lado como si yo no existiera. Sólo tengo claridad de que lo espero a él. El hambre se me escapa y llega el momento en que no escucho ni mis suspiros. Con el hálito de vida que aún siento poseer, corro rumbo a mi antiguo hogar. Al llegar, veo cómo me rescatan los héroes; mi cuerpo es un fardo sanguinolento.
Entonces comprendo: sólo soy la argucia de un escritor acongojado que me mantuvo vivo para darme la infinita satisfacción de saber a mi amigo con vida. Me dio uso de razón para poder contar esta última alegría y el gozoso temblor de amor que experimenta mi pecho de canina ficción, antes de hundirme en el pozo de silencio apacible que perfora la pluma con el punto final.
II
Estoy temblando de puro susto por la venida del diablo. Mi abuela dice que lo sueltan a las ocho de la noche de hoy. De burra me quedo en la calle después de esa hora. Desde las siete me metí y dejé a las demás niñas jugando allá afuera. Ellas dicen que no es cierto, que eso era muy antes cuando no había luz eléctrica en el pueblo, ni televisión, mucho menos celulares. Dirán misa, pero mi abuelita dice que una vez le tocó verlo cuando era niña. Pasó con su caballazo negro por la calle y se metió en la casa de enfrente, donde vivía una señora de “cascos ligeros”; bueno, así me dijo ella.
Acabo de hablar con mi mamá por teléfono y me pide que no le haga caso. Se trata de una tradición, dice. De acuerdo a ésta, el demonio sale a las doce de la noche, perseguido en todo momento por el ángel Miguel. Además, con las cruces de pericón que mi abuela colocó en todas las entradas de la casa, al diablo no se le ocurriría meterse en ella al estar huyendo, según mi santa madre. Me explica también que si al diablo en verdad le gusta venir a causarnos males, entonces ya vino hace unos días, el 19 de septiembre.
De cualquier modo, por más que quiero dormir y por más cruces que haya puesto mi abuela, no se me quita el miedo. Estoy piensa y piensa en lo que dice mi mamá y mi abue; también pienso en Lupita, mi amiga. Se quedó sin casa con el temblor, y sin gato, porque quedó aplastado por los adobes. Estaba solito en la casa el pobre animal. Aunque Lupita me lleva casi dos años, llora como si fuera niña chiquita; y no es para menos. Mi abue, quien siempre tiene una explicación para todo, dice que se cayeron las casas de aquellos que no tienen temor a Dios. Todos estos desastres, dice, son las señales del fin del mundo. La quiero mucho, pero a veces pienso que mi mamá tiene razón cuando me pide no hacer caso de sus ideas de gente mayor. No entiendo por qué me trajo a vivir con ella. Claro, por irse con ese hombre al que ahora quiere que le diga papá, nada más por haberme regalado un celular más o menos bueno. ¿Quién tiene la culpa de que sea tan miedosa a mis doce años? Pues ella; por su calentura me trajo a vivir con la abuela y me volví bien collona.
Antier vino a verme mi mamá desde la ciudad, me platicó que su primo, el tío Pepe, quedó muy mal herido porque se cayó el edificio de apartamentos donde vivía. Estaba en el cuarto piso y el temblor lo agarró en el baño. Hasta después de tres días lo rescataron con muchos huesos rotos. Pobrecito de mi tío, imagino cómo estará en el hospital. Sólo una hermana lo cuida y a veces mi mamá. Fue mi madre a quien le tocó decirle lo de Jacinto, su perro. Lo encontraron los rescatistas dos días después que a él, bien muerto. Una vez lo trajo al pueblo y le pedí a mi tío que me lo regalara; estaba hermoso. Aquí había espacio para que corriera, no como allá, siempre encerrado en un departamento. Si me hubiera hecho caso, Jacinto estaría vivo.
Ya van a dar las once y no me puedo dormir. Mi abuelita ronca desde hace como una hora. Mejor rezaré un rato, como hace ella antes de ir a la cama. Creo que mi mamá tiene razón: el diablo ya vino hace días y nos trajo el temblor. Y ni San Miguel, con su espada flamígera, pudo evitarlo. ¡Ay!, de veras mi abue me ha llenado la cabeza de tantas cosas, que ya ni sé qué pensar.
¿Qué son esos ruidos en la calle? ¡Ay, Diosito! Están correteando a alguien, ¿Será al Diablo? ¡Ay!... Ya pasaron frente a la casa y mi corazón va a reventar de miedo. ¡Ahora suenan balazos! ¿A poco San Miguel carga pistola en lugar de espada? Mejor me voy a dormir con la abuela antes de que no pueda ni moverme por el susto. Yo no sé cómo, pero ahora sí se soltó el diablo. ¡Abuelitaaa….!
III
Estoy temblando, pero de alegría. Desde que se cayó mi casa estoy contento. Los demás andan tristes y no entiendo bien por qué. Ahora veo pasar a todas las personas caminando por mi calle; a muchas nunca las había visto. Y veo los coches, y los perros, y al señor que vende tamales, y… a las muchachas bonitas. Sólo las he visto en la iglesia cuando me ha llevado mi mamá para que me eche agua bendita el padrecito; pero es una vez al año, creo. Ahora las veo y ellas me ven. Me hacen gestos que para mí son como sonrisas.
De mi cuartito no quedó nada. También se cayó la cocina y el corredor, y la salita donde mi mamá veía las telenovelas. Toda la casa se tiró. Se me hace que se cansó de estar parada todo el tiempo, sin moverse, igual que yo, sentado siempre en mi silla.
Antes de que temblara me sacaban al patio y ahí estaba todo el día viendo a los marranos, y a las gallinas que me picoteaban los pies, y a las maripositas parándose en una flor, y luego en otra y en otra. A mí me gusta ver las mariposas, porque imagino ser una de ellas y vuelo por encima de las tejas y me voy lejos, muy lejos. Luego, en la tarde, me metían a mi cuarto y por la ventanita veía cómo se iba apagando la luz. Entonces me dedicaba a soñar. Una vez soñé que no tenía la boca chueca y las manos torcidas, no se me caía la baba y podía caminar. Otro día soñé que me veía en un espejo, como se ve mi hermano todos los días antes de salir a pasear por la tarde. A mí nunca me han dejado verme. Mi mamá dice que los espejos mienten.
Me acuerdo que hace mucho mi hermano me llevó a pasear con él. Me bañaron, peinaron y pusieron ropa limpia. El paseo duró poco, porque mi hermano se regresó enojado; ha de ser porque me salía mucha saliva por la boca, por tanta emoción de ir con él. Esa vez vi a Lupita en la panadería. Otro día la vi en la iglesia de nuevo. Ya no la he vuelto a ver, pero me dijeron que también se cayó su casa y murió su gato. Le conté a mi mamá que la quiero y ella me prometió guardar el secreto. Me gustan los hoyitos que se le hacen en los cachetes y tiene como chispas en los ojos.
Ayer vinieron a vernos unas personas; nos trajeron unas cajas llenas de comida, unas lonas para no mojarnos con la lluvia y muchas botellas de agua. Venía una muchacha de ojos verdes, como los tienen las mujeres de las telenovelas que ve mi mamá. No podía dejar de verla. Como soy tonto, creí que era la virgen del templo que bajó de su altar para venir a visitarme. Me salió mucha baba por mi boca. Luego mi madre me explicó que ellos vinieron de la capital. Desde entonces quisiera conocer alguna vez la ciudad. Quedarme todo el día en una casa que se haya caído con un temblor, para ver pasar por la calle a tantas muchachas de ojos verdes; allá seguramente hay muchas.
Yo entiendo poco de las cosas, pero oigo decir a mi papá que nos ayudarán a construir otra casa. Mi corazón tiembla de tristeza, porque entonces ya no vería la calle y a Lupita cuando camine por ahí. Quisiera decirle que puedo ser su gato, o su perro, si quiere. Ella sería mi mariposa y me enseñaría a volar para escaparnos juntos por arriba de los tejados.
Ya empieza a oscurecer. Vendrá mi mamá, me dará algo de comer y me llevará a dormir en una casita de campaña que nos regalaron. Me gusta porque arriba tiene una ventana por la que se ve el cielo. Llevo dos noches durmiendo ahí, solito. No quiero decírselo a nadie, pero presiento que una noche de éstas, mientras esté soñando, me voy a escapar por ahí convertido en gato. Así no le daré más lata a mi mamá y podré ir a vivir con Lupita.