Desde que te fuiste, una parte del mundo quedó muda. Muchas voces hablaban a través de ti y aunque aún te buscan no te encuentran. Viajan en parvadas como los pájaros, por los mismos cielos que habitaste. Encuentran tu silencio ensortijado en rosarios de recuerdos y ahí pernoctan las voces, se abrigan unas a las otras para atenuar el frío de tu ausencia. Yo, que también repito en el silencio tu voz para no olvidarla, me arrimo a las aladas palabras que te buscan, las abrigo y me cobijan ellas, trémulas si las tomo en mis manos y las llevo a descansar en algún libro; luminosas si las meto en mis ojos para que te sigan buscando en los espejos; húmedas si las vuelvo ríos corriendo mis mejillas hacia la tierra que te guarda. Cuando se cansan de dar vueltas en el aire y el día ha calentado, las voces descansan en la copa de un gran árbol, extienden sus alas para secarlas y toleran el cenit, silenciosas, pues no les dejaste ni un silbo para enfrentar el sol. Al caer la tarde los colores divinizan el poniente. El crepúsculo hace pensar en paraísos y tras ellos van y tras de ti las palabras mudas que te extrañan. Las miro volar y disolverse en los colores intensos e imagino que vuelas con ellas sin poder volver aquí, donde siempre volvías.
Quisiera saber a dónde van los oídos de los muertos, o si hay una rendija en la que arroje mi voz y te alcance. Me duelen tus canciones olvidadas en el patio de la casa, en las paredes que las susurran al mediodía, cuando anunciaban tu llegada los ladridos felices de los perros y la cocina cantaba su melodía de sartenes y fuegos encendidos. Yo era capaz de advertir la alegría mohosa del clavo en la pared al recibir tu morral; y veía con claridad a dos árboles añejos −lo juro−, llorar gotas de contento si pernoctabas bajo su sombra. El calor entonces se tornaba un tipo amable que nos acompañaba bebiendo cerveza y compartía con nosotros las dos o tres peripecias fundamentales del día. Hoy, si no se puede menos, de vez en cuando bebemos ahí los que te amamos y parece que tu voz y tu risa se descuelga por las ramas de los árboles, nos cuentas dos o tres chascarrillos y luego te dejamos descansar sobre la hamaca, ahora por tiempo indefinido.
Y tus ojos, padre, ¿a dónde se han ido? ¿Hay verdes cañaverales que los solazan allá en el misterio?, ¿y bondadosas lluvias, montañas eternas, pencos animosos? Me niego a pensar que alguna omnipotencia haya bajado la cortina para siempre. ¿No es la noche inmensidad de luz que duerme a ojos bien cerrados?, ¿qué acaso, si aspiro al paraíso, sea en la tierra o en el sueño de un cielo, no debo transitar primero por círculos de sombra?; ¿y por qué hablan, los que han ido y vuelto, de un túnel de luz al final del camino?, ¿o es delirio y locura para una amable fuga? Yo no lo sé ni sabré si el sueño es este que transito, si mis manos son las tuyas que dejaste, si mis ojos son los pozos de luz por los que miras, si caminas con mis pies para indicarme la piedra, la trampa, el embuste que me espera a la vuelta de la esquina, y también las aguas claras en que debo bañar cada una de mis alegrías, muertes y resurrecciones. Yo no lo sé.
Este día terminó el planeta un recorrido más alrededor del sol llevándote dormido, en ese silencio denso y pesado en el que habitan los que imaginamos muertos. Hace unas noches, mi hermana en un sueño te miro llegar y decirle con semblante plácido que ahora sí ya partías. Tal vez solo esperas que levantemos el altar y guardemos los rezos y se apague el gran cirio, para echar a andar hacia la casa común de todos. Atravesarás el río Chiconahuapan con el auxilio de tus perros que marcharon antes que tú para esperarte en las orillas, como si hubieran conocido de siempre su gran destino ganado con la muerte. He de creer esto para no morir también contigo. Allá, padre, encontrarás las mismas montañas que dejaste y la misma culebra de agua que mojaba tus campos, saltarán conejos, correrán lagartijas y cruzarán parvadas de pájaros esos cielos ignotos. No soplarán vientos fríos y vivirás en el pecho del sol, ni faltará el aire limpio porque tú serás el aire. Regresarás cada tarde de tormenta convertido en lluvia sobre esta tierra que amaste, la misma que fertiliza tu cuerpo para la regeneración de la vida. Jamás te faltará la música, porque la escucho manar desde miles de gargantas. Parecen aves, pero son almitas viejas que regresan a cantar para que no vayamos tristes por la vida y la muerte. Eso dicen los abuelos.
Quisiera alargar mi mano para sacarte de la nebulosa donde aún te imagino, pero mi hermana dice que sonreías en el sueño y despertó feliz porque tú lo eras. Así sea. Camina sin miedo hacia adelante, señor de los arriates bordeados con cempasúchiles, yuntero abridor de la vida en los eriales, tejedor de sueños a punta de arado, aguador eterno de los cielos bondadosos, pajarero perpetuo de los arrozales, hacedor de oasis en arenas secas, sembrador de palabras llanas en sábanas de tierra, poeta que hacía versos con sus manos. Los que te amamos te debemos la espiga, la risa fresca y la canción a lomo de caballo; la calabaza en dulce y la semilla de pipián, la caña verde y la sonrisa de sus cortadores, la palabra clara y la sentencia justa; la sombra fresca, los muros fuertes y la mujer hermosa que sembró a tu lado. Te debemos también la azada y la semilla, el vientre de la tierra y el sombrero, la sonrisa limpia y tu mano franca extendida para siempre.
Tal vez sea la hora de enterrar la tristeza, apuntalar la fe y rescatar las alegrías que juntos compartimos. Pero eso apago mi dolor y te abrazo fuerte para acompañar nuestros caminos. Tus fotografías, mis yerros y los tuyos, tu amor y el mío, el tiempo deslizándose sobre la vida y la muerte, los recuerdos que habitamos, los perdones necesarios y las dudas que jamás resolveremos, todo cae ahora en un crisol indisoluble que amoroso nos resguarda.
Sigue tu viaje, labrador eterno de las vegas y los páramos.