Amargo
No hay más que decir, Roberta. Las palabras entre tú y yo son un destilado acerbo y nada embriagador. Nacen desesperadas, duelen en los labios, ensucian el aire. Llévate todo: el auto, el equipo de sonido, tus olores, los sartenes antiadherentes, las ilusiones compradas a crédito y también las que pagamos al cash. Quédate con el perro y yo con el gato; me entiendo mejor con ese peludo que hace lo que le viene en gana y sabe mejor que tú y yo cómo ser libre. Llévate las dos reproducciones de Van Gogh que tanto reclamas, pero déjame las litografías de Chagal; quiero seguir volando eternamente con el bielorruso. Déjame también la mujer desnuda que cuelga en la pared del baño; si los últimos años me hubieras mirado con una quinta parte del anhelo con que ella me ve cuando la visito, te pediría quedarte con todo y tus obsesiones y tus cuatro docenas de zapatos, incluso hasta con tu madre. Llévate los recuerdos, la foto de los dos en la Plaza del Trocadero con la hermosa Eiffel al fondo y la que nos tomó una japonesita en los jardines del Palacio de Versalles, y aquella otra que nos tomaron en el hermoso mar de Capri, justo cuando pasábamos debajo del arco de piedra para ganarnos el milagro del amor eterno, como si la sal y la roca milenarias fueran dioses solidificados. No olvides por favor los amuletos atrapa sueños que colgaste en la recámara para asustar los fantasmas que se metían en tus noches, a los que abrías la puerta por negarte a crecer y enfrentar tu destino. Y no olvides por favor tus olvidos, ni la foto de aquél que por mucho tiempo escondiste detrás de tu mirada, como si esta no fuera transparente e inocente delatora. Si ahora vas hacia él no llegues a su casa sin antes pasar donde una mujer vieja haga limpias con hierbas, rezos y huevos de gallina. Que quite de tu piel mi aroma, mis labios que estampé por todas partes de tu cuerpo cuando mi boca te quería. No vaya a ser que ese otro encuentre un grumo mío pegado en tu axila o en tu pubis, y se ponga triste si su amor es egoísta y posesivo.
Bueno, parece que estás lista. Puedo ayudarte llevando las maletas al auto, Roberta. Debes saber que te ves muy bien con ese vestido color fiusha que elegiste para la retirada, el escote te hace ver realmente sexy. Se me cruza por la cabeza que quieres reconquistarme o jugar a darme celos. No te rías. Bueno, es mejor encontrarle el sentido del humor a esto, ¿no crees? Nadie tiene por qué desenvainar la espada, ya no es moderno. Solo hay una cosa que me inquieta, Roberta, y es para mí un asunto muy serio: he buscado sin éxito las barras de chocolate que compramos en algún lugar del sur de Suiza, cuando viajábamos hacia Venecia, ¿recuerdas? Si las llevas en alguna maleta, te pido amablemente que me las devuelvas. Tú detestas el chocolate amargo, igual que las novelas de Enrique Serna, la música de Madredeus o subir al Tepoxteco. Entonces, no encuentro una razón para que hayas tomado mi chocolate. ¿Que por qué doy tanta importancia a unas cuantas barras de cacao procesado en Suiza? Elemental, mi querida Robe: lo necesito para enfrentar la tristeza que a fin de cuentas sentiré al ver la casa sin ti. Te acordarás que leímos juntos “Por el camino de Swann”, de Proust. En alguna de sus páginas el narrador se pregunta qué haríamos los pobres humanos sin la maravillosa bendición de la costumbre. Así es, queridísima, tardaré buen rato en desacostumbrarme de ti, aunque el amor se haya evaporado y vuele enrarecido bajo los techos y las cornisas de la casa, o se burle de nosotros desde las esquinas mohosas donde susurra una canción que nadie escucha. Solo me queda el gato y el chocolate para ayudarme con la empresa de perder la costumbre de ti.
Anda, pues, devuélveme mis barras y bajemos las maletas. Despídete del minino y sécate esa lágrima que ya no es necesaria. Qué bueno que te llevaste antes al perrillo, así es más fácil para mí. Espero que te hayas asegurado de que a aquel tipo le gusten los chihuahuas y le hayas informado que debe ayudarte con el doblado de las sábanas y no dejar un solo pelo en el piso del baño. ¡Ah!, y que por ningún motivo se le ocurra dejarse crecer los vellos de las orejas ni comer hígado encebollado cuando te invite a comer, que por aberraciones tales el amor de una pareja pierde aquellas humedades que lo mantienen fresco, ¡que lo sabré yo!
Bien, todo cupo muy bien en la cajuela y el asiento trasero. Ahora dame un beso de amigos y ve con él. Regresa cuando quieras por tus demás cosas. Buen camino, mujer…
¡Hey!, ¡Roberta! ¡No olvides decirle que debe pasear dos veces al día al perro!
¡Y gracias por los chocolateees!… amor.
Batido con molinillo
No tengas cuidado, madre. En Suiza hay muy poco peligro para las mujeres. Además, Lucerna es una hermosa ciudad de arquitectura medieval en la que me ilusiona mucho vivir. Todo se ve muy limpio y ordenado. Y no te preocupes de que me enamore de un rubio. Anita Shuff, mi maestra de padre suizo, vivió allá quince años y dice que es más fácil sacarle una sonrisa al tronco de un árbol que a un suizo. ¡Qué bueno!, porque yo quiero concentrarme en mis estudios de maestría; no en algo más. ¿No me crees, verdad? Mira, el hecho de que haya sido noviera no significa que vaya a darme vuelo con los suizos, tú sabes que los güeritos no son lo mío. Aunque… seguramente los hay inteligentes y artistas; esos sí, te confieso, son mi debilidad.
Preocupada deberías estar si me fuera a Italia, porque te diré que esas guapuras latinas sí me pueden. Lástima que sean tan machitos. ¿Sabías que el año pasado hubo más asesinatos de mujeres que nunca en ese país? Y la mayoría por celos y sentido de pertenencia. No, madre, estarán muy chulos, pero con ellos no me meto. Más congoja tendrías si me quedo aquí y lo sabes. Desde hace un año que desaparecieron las dos chicas de mi facultad ya no voy y vengo por todas partes, como antes. No estamos tranquilas las mujeres en este país, por más que tratemos de no vivir con miedo.
No te quedas sola, mamá. Marco te cuida como nadie desde que papá nos dejó. Sabes que mi hermanito ni novia tiene; las matemáticas son sus amores. En dos años será un señor ingeniero. Está mi abuela, además, que vela por ti como si fueras niña chiquita. ¡Ay!, mi vieja linda. ¡Cómo voy a extrañar su chocolate criollo batido todavía con molinillo! Creo que ni en Lucerna voy a probar un chocolate caliente como ese. Son solo dos años y regreso. Estoy seguro de que la abuela seguirá igual de fuerte. Espero que tú, mamita, y perdón que te lo diga, te entiendas con don Abel. ¡Pues sí!, está solo como tú, es noble y te lo ha demostrado; además tiene su buena pensión. A menos que por estar medio calvo no te agrade. ¡Pero si te has puesto roja, mamá! Se me hace que dentro de un año, si puedo volver en vacaciones de verano, encontraré repuestos los rosales del jardín y reverdecidos tus ojos.
Ahora durmamos, mamá. Solo tengo seis horas para hacerlo y aún debo enviar mensajes de despedida a mis amigas. De Daniel no digas nada; ya duele menos que el piquete de un mosco. Se portó tan barbaján al final que no merece una sola palabra mía, aunque me suplique que volvamos. Marco me acompañará al aeropuerto y no quiero verte llorar, mamita, ni a la abuela que ya duerme.
En el respaldo del avión la pantalla indica que son poco más de once horas de vuelo hasta París. Ahí me esperará mi prima para acompañarme a Lucerna. Viene de Zurich y ella sí se casó con un suizo que curiosamente ríe mucho y come picante. El avión ha despegado hace poco. Pensé que vería los volcanes para despedirme de ellos, pero la ruta es otra. Pensé también que no me dolería tanto levantar el vuelo de este suelo ensangrentado y que tendría que pasar más tiempo para extrañar mis calles, los colores de mi ciudad, la alegría que a pesar de todo pervive en mis paisanos, los ojos de mis entrañables amigas llenos de azoro frente a su propio destino. Demasiado pronto echo de menos a mi hermano Marco, que se desparramó como no creía al despedirnos; la bondad de mi madre, que hoy me parece inconmensurable, y el jarro de chocolate que mi abuela preparaba cada vez que se lo pedía. Cierro los ojos y veo el molinillo de madera en sus manos, agitando el dulce mundo líquido que luego bebía con deleite y que llenaba todas mis ilusiones pueriles, ahora mutantes en otras que viajan sobre aviones y escalan montañas nevadas.
Pensé que tardaría mucho más en sentir el corazón fisurado al saber que escapo de lo que más quiero. Las azafatas son amables dentro de este pedazo de cielo encapsulado. Allá abajo y atrás, en el suelo que dejé, Dios parece abandonarte si osas caminar sola por una calle incluso iluminada, como si el infierno hubiera abandonado las tinieblas.
La mujer de ensayada y preciosa sonrisa me pregunta si apetezco beber algo. Esperanzada, pido chocolate caliente. Se disculpa, porque un avión no es el paraíso.
Más tranquila, suspiro para resanar mi pecho. Solo espero que sea verdad la fama del chocolate suizo y mentira la poca alegría de los varones.