Vinicio Uribe llega a casa después de diez horas de trabajo. Se ducha con el firme propósito de arrojar por la coladera hasta el último resquicio de la tensión acumulada durante el día, virtud que ha desarrollado en los últimos años gracias a la meditación y ayudado también por los tres kilómetros de trote durante las mañanas, disciplinadamente, sobre todo desde el susto que se llevó debido a una crisis hipertensiva y al diagnóstico de prediabetes que nunca aceptó; e hizo bien, pues actualmente su condición de salud está muy lejos de la dulce amenaza debido al estricto régimen que se impuso, con dieta rigurosa, alcohol al mínimo y ejercicio.
Hoy y mañana son días especiales para el prestigiado investigador y profesor universitario, experto en gobierno, políticas públicas, educación y prevención de la violencia, ya que están su hija y su adorado nieto en casa. Desde que Pablo nació, Vinicio descubrió una vocación insospechada de abuelo, de modo que para el chiquillo de seis años, heredero del mismo temperamento estridente y enjundioso de su papá Vini, como acostumbra llamarlo, el único héroe que existe en el mundo es él. Mañana es día de partido de futbol para Pablito. Como cada dos sábados, Vinicio cambiará el saco y la corbata por pants, playera del Necaxa y cachucha de beisbolista, y con la mano hará girar la matraca para alentar al centro delantero más guapo que ha conocido el deporte de las patadas. Por lo pronto, toca noche de película y palomitas junto a la familia. Su mundo de grandes responsabilidades y ritmo frenético desaparece con el calor del hogar y la sonrisa de su nieto. Su esposa no puede reprimir un arranque de celos cuando le pide a Pablo sentarse a su lado y se niega; nada ni nadie hará que salga de los brazos de papá Vini.
Una llamada telefónica interrumpe el idilio de viernes por la noche. Es su hija quien descuelga el auricular. Del otro lado de la línea la voz esconde a una mujer aún joven. Es para ti, papá, debe ser alguna de tus admiradoras o alumnas del doctorado. Con buen ánimo toma el teléfono y escucha a la dama, quien le dice su nombre y pide unos minutos de su tiempo. Obviamente no se conocen y ella ofrece una disculpa anticipada por lo que está a punto de decirle, asunto tan delicado y sui géneris que amerita una transcripción precisa del diálogo:
―Doctor Vinicio, le ruego escuchar atentamente lo que quiero pedirle; lo hago a nombre de mi madre, a quien usted sí conoce.
―Espera un momento, señorita, por favor.
Se disculpa con su familia y va hacia su estudio, ante los reclamos de Pablito.
―Te juro que me has intrigado. Adelante, quiero escucharte.
―Doctor, mi madre no se atrevió a llamarlo personalmente. Pidió que yo lo hiciera. Vino a México por breve tiempo y en dos días debe regresar a Abington, Massachusetts, donde reside. Ella me ha dicho que…
―Por favor, ¡dímelo!
―Ella me confió que usted es el amor de su vida, aunque se haya casado con otro hombre, con… mi padre.
Vinicio enmudece. La copa de vino que bebió un rato antes le hace efecto ahora. Tarda segundos en reaccionar.
―Pero… muchacha, ¿de qué se trata esto? ¿No estás confundiéndote conmigo? ¿Me puedes decir ya quién es ella?
―Se llama Dolores. ¿La recuerda? Estudio con usted los dos primeros años de Contabilidad, aunque después abandonó la universidad y se fue de aquí.
―Me prometí olvidar todo de ese pasado negro en mi vida: haber estudiado contabilidad. No me hagas caso, es una broma de pésimo gusto. Dolores… ¿Arruñada? ¡Claro!, ¡mi querida Lolita! Una hermosura de mujer; tan gentil, además.
―La misma, doctor.
Visiblemente contrariado por una emoción inesperada, bajó la voz por temor a ser escuchado desde la sala.
―Pero… ¿qué es lo que has dicho? ¿Yo, el amor de su vida? Jamás imaginé que ella pensara así sobre mí. Antes que otra cosa fuimos muy buenos amigos, sin embargo… debo aceptar que ella me gustaba mucho; a todos los del grupo nos gustaba. Cierto, durante una fiesta en su casa sucedió algo que… En fin, no viene al caso hablar contigo sobre aquello, disculpa. Fue algo muy…
―Doctor Vinicio, mi madre ha dado seguimiento a su carrera y sus logros. Incluso estuvo a punto de buscarlo cuando usted cursó el doctorado en Harvard. Ella ya vivía en Abington, muy cerca de Cambridge. Reprimió su deseo porque estaba casada y usted también.
―Bueno, ¿cómo está ella? ¿A qué viene esto después de… 35 años o más? ¿Cuál es la razón de que tú, su hija, vengas ahora a decirme tales cosas?
―Ella quiere verlo, doctor. Mañana, si es posible. Tampoco entiendo demasiado sus razones, pero insiste mucho en que deben verse.
Vinicio guarda silencio. Toda su vida ha encajado sus decisiones y actos en el estricto orden que le dictan su rutina de trabajo y la dedicación a su familia. Ahora, de pronto, una situación que no puede confiar a su esposa y una persona que creía olvidada en la bruma de aquellos años lejanos, le sacuden el pecho con emociones que le resultan casi extrañas, pero embriagantes a la vez.
―Está bien, pero debe ser por la tarde.
―Gracias, doctor. Se lo diré. ¿Le parece bien a las cinco, en el Café Vienés?
―Perfecto, ahí estaré. ¿Tú crees que después de tanto tiempo no nos cueste algún trabajo reconocernos?
―No creo. Ella sigue vistiendo de blanco, como casi toda su vida. Ahora usa el pelo corto y está muy delgada, pero su sonrisa sigue siendo la misma.
―Dile que yo sigo con el mismo semblante de niño asombrado, como me lo dijo alguna vez. No me lo han podido cambiar ni los años ni las canas.
Al regresar a la sala, el bueno de la película ya ha vencido al malo, el platón con las palomitas está vacío y su nieto parpadea en un intento de vencer el sueño, acurrucado en los brazos de su abuela. Esa noche sueña que está en una fiesta bebiendo vino sin freno y bailando con la joven más hermosa. De pronto ella se vuelve humo entre sus manos y se eleva lentamente, mientras él hace esfuerzos inútiles por alcanzarla.
Al siguiente día encuentra el lugar casi vacío, para su beneplácito. Quince minutos antes de las cinco está instalado en una mesa del fondo. Para mitigar la ansiedad que le causa el inminente encuentro, lee una columna en el periódico que analiza las polémicas declaraciones del Presidente durante la conferencia mañanera del día anterior, respecto al desabasto de medicinas para el tratamiento de los niños con cáncer.
Es cierto, su sonrisa es la misma a pesar de los sellos que deja el paso del tiempo en un rostro hermoso de mujer, e igual su modo de caminar, la humedad de agua tibia en su mirada y ese aroma de rosas al tenerla cerca. Luminosa como el sol de mediodía, lo mira sin una palabra de por medio que rompa el encanto. Vinicio lamenta haber pedido café en vez de un buen brandy, para acompañar mejor la impresión de verla. Se levanta para recibirla. El abrazo es largo, tierno, silencioso. Al fin las palabras saltan al ruedo, impetuosas.
―Es increíble, Vinicio. Tienes el mismo rostro que he imaginado todo este tiempo. Me place saber que el amor de mi vida solo haya encanecido en vez de envejecer.
―Tú sigues siendo la misma que nos volvía locos a todos.
―Si en verdad te hubieras vuelto loco conmigo, querido, otras hubieran sido nuestras vidas. Una sola noche no me fue suficiente. Y tal vez ni siquiera la recuerdes bien, ¿verdad, bribón?
―Lolita, mi querida Lolita, ¡qué buena manera de iniciar un diálogo después de tantos años! ¡Anda!, dime primero qué quieres beber y luego desenterramos los recuerdos.
―Café, igual que tú. Tal vez nos besemos en algún momento y así nuestras bocas no tendrán pretexto para rechazarse.
―Ja, ja, ja... Sigues siendo encantadora, igual que esa noche que... Tienes algo de razón, no la recuerdo con la misma claridad que tú... Qué pena contigo, no debí embriagarme como lo hice, y en tu casa. ¡Dios! No debió pasar, pero pasó.
―Si no hubieras sido tan recto, Vinicio, hubieras insistido y seguramente yo hubiera mandado al diablo a Ernesto, y tú a la noviecita de entonces.
― ¡Estabas a punto de casarte con él! Además, nunca pensé que fueras capaz algún día de enamorarte de mí.
―Ya estaba enamorada de ti desde entonces, ¡tontillo! Y sabía que podría llegar a quererte mucho. En fin... Cuéntame de tu vida, Vinicio, al menos ahora déjame saber todo de ti, no me basta con leer tus artículos en el periódico o saber que has publicado un nuevo libro.
―No creo que resulte muy interesante hablar de mis asuntos profesionales. Yo...
―Sólo háblame de lo que sea, con esa pasión que tienes siempre. Tenemos poco tiempo, querido, demasiado poco.
El diálogo continúa, intenso, porque hay circunstancias de la vida en que los segundos valen oro, como ahora. La noche los sorprende riendo a carcajadas, con sabor a tarta de limón y café cargado. Después de un largo silencio que augura ya el final del encuentro llegan las preguntas fundamentales.
―Lolita, ¿por qué te casaste con Ernesto, si no lo amabas?
―Tal vez porque no volviste a acercarte a mí, ni me hiciste el amor una vez más. A Ernesto sí lo quería, pero jamás como pude llegar a quererte a ti. Lo sé muy bien. Además, el amor no es la única razón por la que una mujer se casa con un hombre.
―Cierto, yo no hubiera podido darte lo que él en ese entonces.
―Hay una razón más por la que decidí casarme con él, pero esa la callaré hasta mi muerte.
― ¡Huy! Ese sí me pareció un parlamento de telenovela.
Ella calla mientras bebe los restos del segundo café. Después pregunta:
―Y tú, Vinicio, ¿has sido feliz todo este tiempo?
― ¿Cómo se mide la felicidad, Lolita? Si haber viajado tanto, escrito mucho más, tener un hijo que pronto se doctorará en física nuclear, una hija maravillosa que me ha dado un nieto que adoro y una esposa que ha estado siempre a mi lado, a la que indudablemente amo y ha soportado bondadosa mis ausencias y desvaríos intelectuales; si todo eso, más el café y el vino tinto son la felicidad, entonces sí, he sido feliz.
―Me alegra escucharlo.
― ¿Tú eres feliz ahora con Ernesto?
―Ya no se puede ser tan feliz con un muerto.
―Disculpa, yo no imaginé que él…
―No tienes por qué disculparte. Han pasado varios años desde que murió; prematuramente, claro. No puedo quejarme lo mínimo de mi vida a su lado, creo que me amó más de lo que yo a él. Después de que nació Vania, ya no pudo… Bueno, ya no pudimos tener otro hijo, el varón que él deseaba. Eso lo amargó un poco. Sin embargo, fue un hombre maravilloso, no me faltó nada a su lado. Unos años después de que partió, quise buscarte, pero no soy alguien que guste hacer daño a nadie, menos a una familia.
― ¿Y por qué piensas que yo, que te di tan poco, o nada, soy el amor de tu vida? No es justo para Ernesto que digas eso, ni para ti.
―Eso no se piensa, Vinicio; mucho menos se elige. Solo es así y ya. Además, me diste más de lo que tú crees, mucho más.
―No digas eso. Yo… no sé qué pudo haber pasado si te hubieras quedado aquí. Poco después de lo que sucedió entre nosotros, dejaste la universidad y no supe más de ti.
―Era necesario marcharme. En este momento no lo entenderías. Vinicio, debo retirarme.
―Lo entiendo, Lolita. Se ha hecho tarde.
―Gracias por haber venido. No sabes lo importante que es para mí.
―Soy yo quien te agradece. He sido feliz esta tarde contigo. Entiendo que te vas pronto. Deseo que tengas buen viaje y sigamos en contacto de algún modo.
―Estoy haciendo lo necesario para tener buen viaje… Y claro que seguiremos siempre en contacto. Ya lo verás.
Lo que sigue es un silencio de miradas con oleaje salino. Segundos para sellar un compromiso de amor a distancia, sin espacios comunes ni camas compartidas, sin siquiera palabras que definan la certidumbre de un amor sin rituales cotidianos.
El abrazo de despedida dura más que el de inicio.
Tres meses después, curiosamente también en día sábado, al regresar del partido de futbol de Pablito, quien esa mañana metió dos goles y logró que el abuelo se pavoneara de orgullo al caminar, Vinicio Uribe recibe nuevamente la llamada telefónica de Vania. Esa vez es él quien levanta el auricular.
―Sí, diga.
― ¿Doctor Uribe?
―El mismo.
―Soy Vania.
― ¿Vania? Ah, sí, claro. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás? ¿Cómo está tu madre?
Ella no puede responder de inmediato, un nudo en la garganta la impide. A pesar de no verla, Vinicio percibe su emoción y se estremece. Segundos después escucha su voz entrecortada.
―Mamá al fin se fue de viaje. Me pidió que te lo dijera, papá.
― …