Debe hacerlo. Entiende que no tiene alternativa a pesar de que en el test de factores de riesgo sumó tres: es hombre ─reflexiona sobre la naturaleza anti misógina del virus y su función depredadora pro equilibrio─, es pre diabético y ya rebasa los sesenta. Sabe que un cantante ochentero famoso murió hace poco por el virus, del que se contagió sin haber salido de casa y guardando estricta cuarentena por dos meses; a pesar de eso, un tomate portador, una lechuga o la caja de cereales se encargaron de hacer cumplir su destino trágico.
Armado con cubrebocas, careta plástica, guantes, camisa de manga larga, gorra y gel antibacterial abre la puerta del auto con decisión. La mañana es calurosa y aun así no enciende el aire acondicionado. Le han dicho que es imprudente, porque el virus se encuentra a sus anchas en el clima templado o frío. Deja un poco abiertas las ventanillas del auto. Antes de girar la llave de encendido recibe el saludo del vecino de al lado, un casi octogenario sonriente y amante de la vida que todos los días sale a comprar el periódico en la esquina con la única protección de un cubrebocas de tela, al que da el mismo trato que un niño a su máscara del Hombre Araña, pues lo baja hasta su cuello y lo vuelve a subir cada tres minutos. Alarmado por el saludo imprevisto desde tres metros de distancia sube completamente el cristal de su ventanilla, temeroso de que el aire que agita con su mano el vecino pudiera empujar hacia él al monstruillo indeseable. Apenas responde con un gesto hostil que el anciano bonachón no puede adivinar del todo con sólo ver los ojos de su vecino arisco. El temperamento sanguíneo del hombre mayor le permite no dar importancia al asunto.
Al iniciar su recorrido se topa con dos chicos paseando en bicicleta. Piensa en lo irresponsables que son sus padres al permitirles salir a la calle a ejercitarse sin protección alguna y con la sonrisa franca. Dos niños saltan y salpican agua en una alberca de plástico en el jardín de su casa, mientras su padre bebe una cerveza a su lado. ¡Estúpido!, piensa, como si la cerveza fuera portadora irremisible de todos los males. Enfadado, acelera para llegar pronto al supermercado. Piensa en encender la radio para escuchar las últimas noticias de la pandemia, pues hace casi dos horas que no se pone al corriente y eso lo martiriza; pudiera ser que para este momento del día ya esté muerto otro famoso o Trump haya cumplido su promesa de desarrollar una vacuna y con eso recupere terreno en la campaña para su reelección. Desiste, pues por súbita fobia se le ocurre que el mal pudiera viajar a través de las ondas radiales y la idea lo aterra, después de todo no es mucho lo que se sabe aún sobre el horrendo asunto. Se detiene en el primer semáforo. Tiembla al ver venir hacia su auto a los limpiaparabrisas y a vendedores ambulantes. Cierra por completo las ventanas y se molesta por la insistencia de un joven con rostro suplicante que le ofrece limpiar el cristal delantero. Activa la emisión de los chisguetes de agua desde el tanquecillo del carro, en un intento por inhibir la insistencia del muchacho. El semáforo se ha puesto en verde. Acelera con fuerza.
Llega al estacionamiento y ubica su auto lejos de cualquier otro. Aunque hay lugares con sombra elige uno bien soleado; tiene fe en el poder del sol para sanitizar el auto. Viene el proceso difícil, el mismo que repitió hace cuatro semanas cuando no estábamos aún en fase tres y gastó casi el total de su pensión en proveerse de lo necesario para no salir de casa, sin que fuera suficiente. Desinfecta otra vez sus manos con gel, coloca sobre su cabeza la careta y se enfunda los guantes de plástico. Apaga su móvil y lo deposita en la guantera. También escuchó que los aparatos electrónicos atrapan fácilmente virus y bacterias en su campo magnético. Baja del auto y con el corazón batiéndose se dirige a la entrada del centro comercial.
Antes de tomar el carrito coloca desinfectante en sus manos y las frota sobre el largo del manubrio. Al entrar, un policía pone nuevamente gel en sus manos y toma la temperatura en su frente. Pase, le oye decir. No resiste preguntarle cuál fue el registro del aparato. 36.6, contesta el de uniforme. Su respiración se ofusca y siente que exuda repentinamente chorros por su piel. ¡Una décima de grado por arriba de la medida normal! ¿Qué significa eso? Sin aproximarse demasiado al guardia le pide que mida nuevamente su temperatura. El aparato da ahora 36.4. Respira tan profundamente como se lo permite el cubrebocas. Relájate, todo marcha bien, se dice dándose ánimo.
El recorrido planeado es el mismo de siempre: farmacia, artículos de limpieza, abarrotes, carnes, leches y derivados; frutas y verduras al final. Camina serpenteando entre las personas, tratando de no acercarse a menos de un metro de alguien. Después de terminar con la sección de leches y derivados, con cierta angustia por llevar un retraso de diez minutos de acuerdo al tiempo previsto, sucede lo inesperado, aquello que no pensó como una clara posibilidad: toparse con algún conocido. Ve venir a Eréndira directo hacia él, sólo con cubrebocas y con ojos emocionados por encontrarlo. No se veían desde la universidad, desde que él aún no agriaba su carácter y era un pasante en Administración de Empresas. Increíble que justo hoy se encontraran. Trata de eludirla fingiendo no verla, pero es contraproducente. Ella va tras él por el pasillo de los atunes y lo llama por su nombre al tiempo que lo toma del hombro. En ese instante piensa que su destino está sellado: catorce días después o antes presentará los síntomas y morirá luego en un hospital. Lo peor es que no habrá quien recoja las cenizas, pues su esposa se marchó muy lejos desde que lo dejó y sus hijos no viven en el país. Voltea hacia ella y de su boca sale un violento “¿cómo te atreves, imbécil? Eréndira se siente herida por el que fue su gran amigo al final de su carrera y no entiende por qué el hombre huye rumbo a la salida en un estado de agitación que no pasa desapercibido para el resto de los clientes, sin comprar las frutas y verduras que faltaban. Evita seguirlo y piensa que tal vez se ha confundido. Después de todo, las personas cambian mucho en treinta años.
Él ha llegado al área de cajas y elige la que tiene un solo comprador en espera de realizar su pago. Detrás suyo se coloca en fila una dama de alrededor de cincuenta, quien se acerca hasta casi tocarlo con el carro de las compras. Le pido mantener su distancia de metro y medio, ¡por favor, señora!; suelta con ímpetu y la mujer reacciona asustada y prefiere ir hacia otra caja. Obviamente paga con tarjeta de débito y la desinfecta profusamente con alcohol en gel. El niño que empaca los productos se queda con las ganas de recibir una moneda.
Al salir pide al guardia tomarle nuevamente la temperatura. Treinta y seis punto seis. Esto va mal, piensa. Se siente mareado, tal vez por respirar con profusión e inhalar demasiado dióxido de carbono por efecto de tener cubiertas su boca y nariz. Deposita rápidamente los artículos en la cajuela, se retira los guantes y los arroja en una bolsa especial de desperdicio. Desinfecta sus manos antes de manipular las llaves del auto y la manija de la puerta. Toma el atomizador con la solución sanitizante que había preparado desde casa y rocía su calzado, su ropa e incluso su pelo. Al tomar asiento nuevamente embarra sus manos con desinfectante y luego el volante del auto. Enseguida se quita el cubrebocas arrojándolo a la bolsa especial y se coloca otro nuevo.
Mientras vuelve a casa, con las ventanas del auto abiertas apenas en rendija, su cuerpo se acalora más. Va molesto por el encuentro y porque deberá comprar lo que hizo falta en los puestos de frutas de su colonia. Se pasa en verde el último semáforo y siente odio hacia el tipo que cuida a sus hijos en su jardín y come ahora carne asada con entusiasmo. Por fortuna el vecino viejo y alegre está en su casa entonando canciones antiguas, y ¡qué bueno!, pues si hubiera estado fuera e intentara saludarlo se le iría encima hasta ahorcarlo; tanta felicidad ajena lo fastidia.
El ritual para entrar a casa es tedioso. No hay quien lo auxilie con eso ni un perro que mueva la cola al verlo. Después de lavarse las manos en la llave del patio, quitarse la ropa y cambiar su calzado tras un biombo que acondicionó en el porche de su casa, se enfunda en un short corto. Se rocía por completo con solución especial no dañina al cuerpo. Enseguida moja con una solución preparada a base de cloro las bolsas del mandado por fuera y por dentro. Ingresa las compras a casa y corre a darse una ducha moviendo con furor el estropajo sobre la piel. Al salir va por el termómetro. El resultado lo tranquiliza, 36.2. Deja para luego el cansado procedimiento de lavar o desinfectar uno por uno cada producto adquirido. Se siente agotado.
Se tiende en medio de su cama sola, en su cuarto solo, en esa casa sola donde ni un gato maúlla. El miedo lo ha hecho trizas y lo sabe. Tiene fe en que sobrevivirá a pesar de todo, como ha sobrevivido a tormentas mayores: el abandono de su esposa, quien previamente lo demandó por violencia familiar; el relativo olvido de sus hijos, quienes sólo lo llaman de vez en cuando; el accidente automovilístico que lo postró casi un año en cama; la influenza, la soledad, la amargura, el arrepentimiento tardío. Se levanta y tiene deseos irreprimibles de verse en el espejo, buscar nuevas arrugas, saber si aún ama lo que ve, siquiera un destello de auto compasión amorosa. Encuentra ese chisguete de luz hundido en esa carga de años que se han convertido en piel ajada y pelo encanecido. Extraña su risa y el brillo de su mirada; la perdió desde hace mucho. ¿Qué caso tiene seguir así?, se pregunta, yo soy el virus que contamina lo que toca, la hierba que nunca muere.
Sabe que no tiene el valor, que seguirá vivo y alimentando el terror de estarlo. Necesita escuchar la radio o la conferencia vespertina, pronto será la hora. Saber del aumento diario del número de muertos y enfermos en el país alimenta su sensación de que la desgracia es colectiva y no sólo suya. Paradójicamente, es lo único que despierta en él una mínima compasión hacia los otros.
El espejo lo ve llorar como hace mucho no lo hacía y lo interroga desde su silencio sobre la fecha exacta en que empezó a morir. El hombre no sabe contestarle, menos ahora que un ramillete de felicidad ajena se cuela por la ventana que da a la casa del vecino alegre, el que ahora canta una vieja canción: “Me voy pa’l pueblo, hoy es mi día, voy a alegrar toda el alma mía”, mientras su mujer le hace coro. Las lágrimas bajan como río de tempestad por su rostro, parece que por fin están sacando buena cantidad de virus anquilosados dentro. En medio del llanto, surge en él una breve esperanza de ser capaz de vivir sin miedo.
En la casa de al lado, dos vidas con arrugas otoñales fluyen y cantan como si ahí viviera la primavera.