La noche en que ella se fue era oscura como boca del averno. Sus palabras finales fueron dagas. Rozaron el corazón y demás órganos vitales. Pudo no ser cruel, pero decidió serlo. Aún escucho el rugido del motor del auto en que se marchó con él. Lo peor es que dejó en el armario sus vestidos, en un cajón su ropa interior, en el baño sus afeites y perfumes, en mis labios una pregunta suplicante y en el aire una respuesta que escuché e inhalé como veneno: “Simplemente dejé de quererte, no tengo más que decir”.
Llevo dos días aquí y ésta es la segunda noche. Tengo poco en común con mis dos compañeros. Cuando pernoctamos ellos beben alcohol y yo café; ellos suelen hablar sin parar de mujeres, mientras yo vine a buscar el silencio y traigo la fe puesta en el gatillo, en nada más. Presiento que está próxima mi redención. Si logro darle un tiro a la bestia sé que podré darle uno más a la vida, certero, preciso, tal vez definitivo. La luna asciende lentamente y cada vez enseñorea más la noche. Los tres hombres casi podemos oler la piel del ciervo macho. Estos parajes y silencios nocturnos despiertan los sentidos, rescatan nuestra animalidad.
Cuando la conocí entró en mi emoción por el olor. Su aroma era de hierbas aromáticas. Al hablar afloraba de su boca una fragancia parecida al huele de noche. Su saliva sabía a pétalos de rosa y fue entonces que me extravié por completo en ella. Por su piel supe de mi olfato; por su voz de la música; por verla dormida a mi lado después del amor, sospeché de la existencia de Dios. ¿Cómo vivir sin perfume, sin notas musicales, sin atisbos de la divinidad?
Ahora que la luna nos mira verticalmente y el frío empieza a calar, por fin lo vemos: está esperándonos en un claro, solitario, majestuoso, de unos ciento cincuenta kilos por lo menos; preciosa su cornamenta. El viento ha cambiado y ahora corre en la misma dirección de nuestra marcha sigilosa. En cualquier momento sabrá de nosotros. Lo veo espabilarse. Levanta el cuello y puedo apreciar la hermosura de sus astas. Otea en todas direcciones y se queda quieto mirando hacia donde estamos. Los orificios de su nariz se expanden; nos ha descubierto. Encendemos las lámparas colocadas en nuestras frentes y apuntamos hacia él. Tenemos sólo uno o dos segundos para disparar. En ese breve tiempo se despierta en mí una profunda admiración por el animal, su belleza me subyuga y lamento tener que jalar el gatillo. El bramido anuncia que alguno de nosotros dio en el blanco. Herido, corre para huir de las bestias más depredadoras, que vamos tras él con la noche a cuestas.
Fui tras ella durante mil días y noches. Quise cubrirla con una red amorosa que pareció abrumarla. La perseguía al salir del trabajo, en los parques, los cines y las fiestas; en la playa y la montaña, con el calor y el frío. Pensé que era una forma de amar, una manera de protegerla, de decirle en todo momento que la quería y era suyo: mis manos, mi tiempo, mi casa, mi sexo, mi olfato perruno que iba tras ella en gozosa condena asumida. Comprimía el tiempo durante sus ausencias y lo inmovilizaba cuando estaba conmigo. No me di cuenta del momento en que su risa se esfumó y quedó una mueca en su rostro. Fue cuando apareció él, cazador consumado, quien tendió trampas seductoras y me expulsó de su pecho donde yo moraba, de su vientre en el que yo bebía.
Inicia la persecución. Puedo oler la sangre que mana de su cuello y oír sus pasos entre la maleza. Lo veo escalar una pendiente abrupta y escucho sus pezuñas angustiadas chocar contra las piedras. La luna alumbra y afila las puntas de su cresta. Uno de mis compañeros ha quedado atrás, parece que se torció un tobillo. No me importa, ésta es mi noche y nada me detendrá. Más adelante, la distancia recorrida y el tiempo que persigue al alba, hacen que el ánimo de mi segundo acompañante decline. Déjalo, me dice, no lo alcanzaremos, está más vivo que el demonio. No me interesan su cansancio y sus dudas. La noche, la luna y el ciervo lastimado son míos. Yo también voy herido y no muero, desangro por dentro y sigo vivo. Continúo solo, con el dedo frío en el gatillo en espera de poder jalar de nuevo para calentar la noche y mi vida. Pierdo la noción del tiempo. La luna declinando hacia el poniente me da súbita conciencia de que pronto amanecerá.
Pasé semanas hurgando acerca de ella, buscando indicios de su paradero. Afilé la potencia de mi olfato, que podía percibir los jugos de su entrepierna a kilómetros de distancia. En mí se conjugaba la rabia y el deseo, las ganas de vengar su traición y las de poseerla una vez más sobre la misma cama en la que se abre para él. Antes quise olvidarla y no pude; quise odiarla, pero acabé por desear su cuerpo con desesperación. No tardé mucho tiempo en descubrir su paradero. No pudo detenerme la barda enorme ni el cuidador del lugar ni el mastín que tragó la carne envenenada. La noche que los encontré también era de luna llena, pero se escondió tras nubes cómplices para ayudarme en mi encomienda. Te veías hermosa con la luz azulada que se colaba por la ventana, semidesnuda sobre tu cama en el sopor de la noche calurosa. Tu rostro dormido parecía sereno, libre de culpas y remordimientos. Junto a ti, él me pareció insignificante, pequeño, sin el aura que le daba la ostentación de su dinero. Cuando abrió los ojos, lo último que vio fue el cañón de mi pistola a un metro de su frente.
Una tímida luz comienza a iluminar por el oriente, pronto será un concierto intenso de colores rojos y ambarinos. Sigo en pos del ciervo, que ha menguado su paso. Lo tengo a unos treinta metros. Podría acercarme con facilidad y disparar nuevamente, pero respeto su valentía, su lucha final. Ahora camina rengueando, una de sus patas delanteras tiembla como si estuviera entumecida. Voltea para mirar a su persecutor. Sus enormes ojos no suplican, están llenos de tristeza. Se ha detenido y estoy muy cerca de él. Casi amanece y puedo ver los rastros de sangre que corren desde su cuello hasta la pata delantera izquierda. Apunto para terminar con el suplicio del noble animal. Me mira fijo, esperando; el trato está hecho. Esta vez no puedo, me tiembla el pulso, se me corta la respiración y bajo el arma. El animal se da cuenta y va hacia una pequeña cima, desde la cual, doblando sus patas que ya no pueden más, se deja ir por una ladera que no alcanzo a ver al otro lado del montículo. En ese momento tengo conciencia del cansancio de mis propias extremidades y la vista se me nubla. Sin embargo, jadeando, subo la pequeña cumbre para ir en su búsqueda. El declive es hondo y no puedo ver al ciervo que ha rodado hasta el fondo de la cañada. Me deslizo por la cuesta, resbalando prácticamente sentado. Mientras bajo también siento que la vida se me va, me cuesta trabajo respirar y pienso en ella. Si muriera, quiero que sea su rostro y su pelo ondulado lo último que vea. Antes de llegar al fondo, casi inconsciente, me detiene el tronco de un árbol. Entonces lo veo tendido sobre el arroyuelo en que se juntan las dos pendientes. No sé si sueño o desvarío, pues lo que veo en el fondo no parece ser el ciervo herido. El que ahí desfallece no tiene cornamenta y son mis ojos los que antes eran suyos, húmedos y llenos de la luz del alba plena; es mi cuello ensangrentado el que deja escapar la hermosa vida, mi respiración la que insiste dolorosamente en aferrarse a la vastedad del aire. Ante esta jugarreta brumosa del destino, deduzco que soy mi propio gatillo, mi propio dedo caliente disparándome. He venido a esta montaña para terminar con la bestia que soy. Antes de cerrar para siempre mis ojos de siervo, la veo venir descendiendo por un rayo de sol. ¡Qué bella es! Alegra mi muerte saber que fue mía y que no fui capaz de jalar el percutor cuando apunté a su pecho. Toda la luz se ha metido en mis ojos, es inmensamente blanca… blanca… blanca…