El anciano entró en la casa sin llamar ni pedir permiso. Quitó la aldaba del portón con desenfado, como si ahí viviera. Ladeando el cuerpo a causa del rengueo de su pierna más corta, se aproximó a donde convivían varios miembros de la familia, al final del gran corredor.
─Saludo a quienes están vivos y son bonitos ─dijo, dando luego la mano a cada uno, incluso a los más pequeños.
De inmediato le ofrecieron asiento al tío y un vaso con agua fresca, y café con pan, pues ya era tarde; pronto anochecería. No aceptó nada.
─Sólo vengo a ver al patrón.
Y guardó silencio, pues sabía lo difícil que sería entablar conversación si su oído izquierdo había fenecido hace tiempo y por el derecho nada más entraban ecos lejanos y recuerdos sonoros. Los muchachos no entendieron bien a qué se refería, hasta que habló de nuevo, imperativo:
─ ¡Que me enseñen una foto suya! ¡A eso vine!
La mujer mayor y una de sus hijas, las únicas que entendieron desde el principio lo que deseaba, ya buscaban dentro de la casa una fotografía del “patrón”. Salieron luego mientras uno de los sobrinos intentaba algún diálogo con él sin mucho éxito
─Aquí la tiene, don Héctor ─dijo la septuagenaria y le entregó una foto enmarcada de su esposo.
El hombre la recibió con emoción. Su mirada se perdió buen rato en los ojos pegados para siempre en la imagen, tan parecidos a los suyos, tan breves en su forma y profundos en su alcance. La humedad salina delató sus sentimientos. Arrimó la foto a su mejilla mientras todos lo miraban también emocionados.
─Yo quise mucho a este hombre. ¡Mucho! ─su voz salió entrecortada.
─Gracias, don Héctor. Él también lo quiso mucho a usted.
─Pero él sí era un hombre completo, bondadoso, trabajador y lleno de voluntad. Yo nomás fui medio hombre, un chisguete de lo que él era.
─No diga eso. También usted tuvo su familia y se portó bien con ella a su modo.
En ese momento se les unió el mayor de los hijos, que estaba de visita. Llevaba otra foto de su padre, pero ahora cantando con mariachi.
─ ¡Mira nada más! ¡Si mi primo era cantador de los buenos! No sólo trovador de borrachos. Muchas veces llevé serenata con él, aunque me llevaba como seis años. A mi primera mujer, la Chatita, que en paz descanse en los brazos de otro, la enamoramos juntos con sus canciones.
Se soltó en llanto contenido. Un aire de nostalgia envolvió el ambiente que poco antes era de algarabía. Pidió un pañuelo de papel para secar tres lágrimas y sonó su nariz con estrépito. Con ilusión en la mirada preguntó si no habría una foto como esas para él. Quería tener cerca al “patrón”. Prometieron reproducir pronto las dos fotografías para entregárselas, sinceramente conmovidos.
Se dirigió a los más jóvenes, la mayoría nietos de su primo:
─ ¿Saben una cosa, muchachos? Hombres como éste ya no hay. Y si los hay díganme dónde que yo no los veo. Sigan su ejemplo, trabajen duro y sean honestos; dejen de estar nomás pegados a los aparatitos esos que les roban el seso.
Algunos rieron por lo bajo. Otros, apenados, dejaron en paz sus aparatos móviles. Uno de los sobrinos mayores se acercó hasta su oído para preguntarle qué andaba haciendo tan tarde y tan solo, dado que vivía a unos cincuenta kilómetros de ahí. La respuesta los sorprendió:
─No te entiendo bien, mijo. Mejor dímelo de frente y cerquita para leer tus labios.
El joven repitió la pregunta tal y cómo se lo indicó.
─Ahora sí ya te entendí. A ver si ahora me entiendes tú. Ando por aquí acabándome de morir. Porque ya llevo rato muriéndome, ¿eh? ¿Quién dice que la muerte llega al dejar de resollar? ¡No! Yo me encontré a la huesuda desde hace rato, pero la canija me dijo que a mí me tocaba poco a poquito, no como al patrón, que nomás pegó un brinco y ¡saz! Bendito él, que no supo lo que es perder la vida de a cachitos, como me tocó a mí. Primero la cabrona flaca se llevó un riñón, después me jodió una pata, luego me robó a mi mujer y a uno de mis hijos. Desde hace años me quitó el oído, ahora me está quitando la vista y los pulmones. ¡Y no sé para cuándo, pues! Aunque a veces siento que ya me está esperando en la esquina. Todos los días me asomo a ver si ya viene y nomás me tantea. Por eso vine a ver a mi primo antes de acabar de morirme. Como no tienen una foto para darme, me lo llevo aquí, bien metido en este pecho viejo.
Guardó silencio. Todos lo miraron con consideración y asombro. El hombre que para muchos se llevó la vida a la ligera, dando saltos entre una mujer y otra, según contaban, terco y dado a echarse a andar por el mundo sin dar muchas explicaciones sobre su destino; el hombre que siempre hablaba con picardía de la vida y de sí mismo, sin tomarse muy en serio y apareciendo como fantasma por aquí y por allá cada jueves de corpus; el hombre que decía ser medio hombre, impuso en ese instante un aura de respeto que no había logrado en ninguna de sus imprevistas visitas previas.
De pronto se levantó haciendo ademán de retirarse.
─Ahora sí ya me voy. No vaya a ser que aquí dé el catorrazo y tengan que levantar a un muerto. Qué necesidad.
La señora de la casa lo detuvo invitándolo a merendar y quedarse esa noche ahí. Las sombras ya caían y los primeros truenos anunciaban la lluvia.
─Ya es muy tarde, don Héctor. Quédese a dormir y se va mañana temprano. Lloverá y se puede caer por ahí. Y luego la gente mala, ya ve que hay mucha por allá donde vive.
Adivinando la oferta que le hacía mirando los labios de la buena mujer, espetó.
─ ¡Nada! ¡Nada! Te agradezco, pero ya has de tener mucha lata con todos estos en tu casa. Mira nomás cuántas bocas; y lo que tragarán. Me voy.
Nuevamente se despidió de mano de cada uno y se detuvo frente a una de las fotos colocadas en la mesa.
─Luego vengo por ti, patrón. Mientras, aquí te llevo ─se palmeó el pecho con fuerza.
Sin hacer mayor caso a ruegos o peticiones que no escuchaba, se dirigió bamboleándose hacia la salida. La señora, al verlo caminar dándole la espalda, creyó ver a su esposo. El mismo gesto corporal de hombre viejo, el mismo rengueo hacia el lado derecho. Era como un velero alejándose. Su pecho tembló mientras aquél, ya en el umbral, volteó para decir adiós otra vez con la mano. La llovizna comenzó y un gran trueno puso en alerta a todos. Pero al hombre nada lo detendría. Seguía siendo el mismo obstinado de siempre.
Se fue a seguir muriéndose poco a poco, digno como Dios manda, dijera él; terco como ninguno. Alguien ahí imaginó que no volvería por las reproducciones fotográficas. Así fue.
Aquella vez vino a despedirse del “patrón” o tal vez a decirle en silencio que pronto se verían.