No era necesario que algún alto miembro de los órganos de inteligencia cubanos se enterara directamente de lo que hacían sus artistas al inicio de la revolución. Bastaba que cualquier guagüero divulgara algún asunto sospechoso de ser atentatorio para el régimen y al poco tiempo Fidel conocía también del asunto con pelos y señales. Por eso el Caballo, como lo bautizó su pueblo, tenía control de todo a través del cotilleo patriótico y revolucionario.
El director de la Compañía recibió la noticia asombrosa de que el Primer Ministro estaba presente esa noche en el vestíbulo del Cabaret Continental del Hotel Internacional de Varadero, donde todos los sábados se presentaba el espectáculo musical que dirigía. Sus piernas se doblaron y estuvo a punto de caer si dos de las bailarinas no se apresuran a auxiliarlo. Su corazón se aceleró. Uno de sus asistentes le dio una friega de alcohol para volverlo en sí.
El jefe de la escolta personal del Caballo ordenó que todos los asistentes al espectáculo abandonaran el recinto, casi lleno, explicando parcamente que se trataba de un asunto de seguridad nacional… y punto. Decenas de copas y de cigarros a medio consumir quedaron en las mesas. Nadie se atrevió a cuestionar o reclamar; si la orden venía del jefe mayor, callada la boca, no fuera a ser que el Comandante viniera empingao. Una vez desalojado el lugar, las botas de Fidel y las de los miembros de su comitiva hicieron temblar los espejos en los camerinos, por los que iba y venía el director, con la camisa empapada de su transpiración. Daba órdenes que nadie atendía, hasta que uno de sus asistentes, con más control de sí mismo, puso orden tras bambalinas:
─Está bien, chicos, éramos pocos y parió Catana, pero vamos todos a ponernos vivos. Si el Caballo quiere vernos, pues que nos vea, por algo será. Ustedes no pierdan el caché, respiren profundo y a trabajar como todas las noches, no quiero que se me pongan guayabitos. ¡Dale, dale!
El espectáculo comenzó. Fidel, sentado con las piernas abiertas justo en la mesa más cercana al centro del escenario, se mesaba la barba, inquieto. Las luces, los tocados y abanicos, las joyas y lentejuelas del vestuario, las sonrisas de sandía de las bailarinas y la cachondería tropical de las canciones, relajaron poco a poco el rostro del Comandante y los de sus allegados. Aparecieron los puros, enseguida una botella de ron para los concurrentes inesperados, cortesía de la casa; en breve se escucharon sus gritos de júbilo. Lo que siguió fue un verdadero deleite para la avidez masculina contenida en los uniformes verde olivo. Cuando el Caballo soltó una carcajada estruendosa mostrando por vez primera los dientes, toda la Compañía de artistas sintió que por su piel corría agua fresca relajando sus músculos y huesos.
El director, ya en perfecto dominio de su emoción, daba indicaciones a diestra y siniestra, se asomaba por entre el cortinaje de la escenografía para gozar de la escena más extravagante que había visto en su vida: el líder de la Revolución Cubana, Primer Ministro de la nación y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, estaba disfrutando a pierna suelta su espectáculo junto con algunos de sus incondicionales.
En la segunda parte del musical, justo cuando la bailarina estrella del show interpretaba una sensual melodía en el centro del escenario, Fidel se puso en pie, se acercó a ella tomando su mano y besándola. La hermosa rubia cogió un rubor que incendió el lugar, perdió el aire por unos segundos y casi la letra de la canción, pero su profesionalismo la hizo recuperarse pronto, toda coquetería y sensualidad.
Cuando concluyó la función el aplauso no se hizo esperar. Sin embargo, al ir disminuyendo la fuerza de las palmadas pareció aminorar también la algarabía en los rostros de los visitantes. Recuperado el aplomo oficial de su investidura, con todo el elenco aún en el tablado, Fidel habló al director de la Compañía ubicado en medio de la hilera de artistas:
─Muy bonito el guateque, señor director, muy bonito. Apuestos los galanes y bellas las bailarinas, todos bien llenos de cubaneo; eso me gusta. Te felicito. Pero… ¿de dónde se te ocurrió la vaina de que todo se diga y cante en inglé?
─Comandante…, no cojas lucha, se trata de un musical al estilo clásico de Broadway ─su voz tembló ligeramente─. No lo hice por ponerme ambientoso, el asunto del show es guanajo, tú ya lo viste. Y es que le ha gustao al público, no atenta contra nuestra idiosincrasia… Si tú piensas que…
─Lo que pienso es que para la próxima semana esta guaracha se habla y canta en español. ¿Está claro, director? No quiero al idioma gringo ensuciando los labios de tan hermosas damas.
─Pero, Comandante, todos mis actores han memorizado los diálogos en inglés y…
─Acabemos con este brete, si no lo quieres en español, entonces que sea en ruso; tú decides si te pones pesao. Buenas noches, señoritas. Caballeros, ha sido un placer.
El sonido producido por las pisadas de las botas rumbo a la salida del cabaret, dejó en el ánimo de los presentes la sensación de que una losa los oprimía. La voz sensual y socarrona de la artista principal del espectáculo, todavía emocionada por la humedad del beso que Fidel le dio en el dorso de la mano, indicó al director lo conducente:
─ ¡Dale! No le busquemos cinco pies al gato, que a mí no me gusta el ruso.