María Luisa, este año han muerto las cinco crías de golondrina. Dos cayeron del nido y las encontré muertas una mañana. De una más quedaron regadas en el suelo algunas plumas tiernas y la cabecita que ya no quiso comerse el gato, o no pudo. Otra amaneció muerta en el nido. Quise salvar a la única sobreviviente que también había caído sobre una cama de periódico que puse en el piso, debajo del nido. La coloqué en una caja de zapatos llena de tiras de papel para darle calor y la intenté alimentar con carne molida, pero nunca quiso abrir el pico. Sus padres revoloteaban alrededor tratando de entender la desgracia. Ellos, a diferencia de ti, que hablabas sin parar incluso cuando no debías, no dicen nada para mostrar su enojo, contrariedad o tristeza; claro, no pueden. O será que no sé nada del lenguaje de las golondrinas. Posiblemente tengan matices en sus trinos o cantos, pero habría que ser uno de su especie para distinguirlos.
Querida Marilucha, ¿te acuerdas que el año pasado solo murió una de seis? Aún estabas conmigo y las vimos aprender a volar. Alegraron la casa unas semanas. Hoy hay silencio: no cantan ellas ni cantas tú.
Voy a tirar el nido cuando partan las aves, mi amor. No quiero que regresen otra vez a nacer y morirse pronto. No sé qué hacer con la tristeza de la golondrina madre que aún duerme en el tendedero del patio, cerca del nido. Casi no escucho sus gorjeos, se quedó sin ganas de cantar. Sólo mueve sin parar su cabecita como si buscara a sus polluelos, como si quisiera escucharlos. Insiste en quedarse a vivir su duelo o tal vez la consuelan los olores de sus crías que sólo ella percibe. La golondrina macho la resguarda desde el techo de la casa y parece sufrir menos. O qué se yo. Las dos maestrías que tengo no me sirven para saberlo; ni haberte amado tanto ni haber vivido 81 años me sirven para entender cómo llora una golondrina, cómo su tristeza puede ser igual a la mía.
Conforme pasa el tiempo sin ti, mientras espero, lloro igual que mi huésped de brillante azul oscuro: en silencio. Yo colgado del tiempo; ella del aire.
Es septiembre ya, mi amor, pronto cumpliré un año sin ti. Creo que las golondrinas preparan sus alas para marcharse. Me pregunto si no sería bueno preparar también mis maletas y emigrar a un mejor lugar. No me aterra nuestro lecho ni tus vestidos en el closet ni las fotos ni tus murmullos guardados en las esquinas de la casa; tampoco tengo miedo de la noche que te trae hacia mí para jugar cartas en la mesa del comedor o tomar café juntos mientras escuchamos las noticias y llega la hora de irnos a dormir en el lecho que guarda tu olor como si aún fueras de huesos y carne. Lo que me acuchilla es la tristeza imposible de nombrar al saber que te pierdo paulatinamente, la certeza dolorosa que se adueña de mí al aceptar poco a poco el trance de tu ausencia. Mientras me resisto a dejarte ir, soy como la golondrina madre que vuelve al nido una y otra vez para soñar que de ahí brotan gorjeos hambrientos e inmaduros.
Veré el modo de guardarte en la maleta junto con las pequeñas cosas que me interesan. Un fantasma no pesa ni hace demasiado volumen. En cuanto llegue octubre y en los cables de luz se reúnan en parvada las andolinas, sabré que es la hora. Tiraré el nido y enviaré las llaves de la casa a nuestra hija. Ella tiene mucho tiempo para saber qué hacer con sus recuerdos de nosotros. Yo apenas tengo el necesario para escaparme contigo a aquella playa en la que una vez experimentamos el paraíso, donde pensamos que morir sería bendición. Ahí cualquier pretexto será bueno, cualquier manera: una ola osada y atrevida, un dulce filo de navaja, tu fantasma compartiendo conmigo una botella entera de nuestro brandy predilecto o un sueño nocturno en el que me besas sin dejarme respirar ni ver la luz del amanecer.
Mientras llega la hora, Marilucha, mientras sigues siendo una sombra precisa yendo y viniendo por la casa, regañándome por dejar tirados los calcetines en cualquier lado y no bajar la tapa del baño, deja que te cuente que nunca me guardé nada contigo, que pude amarte lo estrictamente necesario, pero decidí hacerlo hasta el tope de mis posibilidades. Sólo hay algo de lo que me arrepiento, querida mía: de no haber muerto primero que tú. Parecía lógico e hice lo necesario para que así fuera, como las golondrinas hacen por sus hijos. Por eso se quiebra mi escepticismo y me veo tentado a pensar en el buen Dios y sus trazos del destino. Si existe su capricho todopoderoso alguna razón habrá tenido para llevarte primero.
Desde ayer no hay un solo excremento de ave en el patio, ningún gorjeo se escucha desde que amaneció. Asomo por la ventana y veo a lo lejos los cables que conducen la electricidad. Son huestes aladas dispuestas a partir.
Ha calentado la mañana. Inicia el vuelo.
Oaxaca’s tremens
Llevo unas copas encima y mis pasos me llevan a buscarte hasta ese lugar. El bullicio de viernes en “La coronela” es una inyección de ánimo para los corazones desgajados que algún placer encuentran en deambular su soledad bajo lloviznas y ciudades frías. He estado en pocas cantinas como ésta. Uno se embriaga de inmediato al entrar en ella por la mezcla de alcohol, humo y emanaciones de hombre y mujer espesando el aire.
Encuentro libre la mesa en que estuvimos, milagrosamente sola. Parece que me espera; nos espera. Pero ella no sabe si llegarás, aunque yo sé que estarás ahí.
Tomo mi lugar, el de aquella vez, a tu derecha. El mesero se acerca y pido dos copas de mi mezcal oaxaqueño preferido, del mismo que aquella ocasión encendió tus labios para que yo los apagara luego a mordidas. El muchacho me mira con extrañeza, pero cumple el encargo.
―Uno es para la dama ―le digo, señalando tu lugar a mi izquierda.
―Perdón, ¿cuál dama, señor?
―La que me acompaña. Podrás verla si te esmeras un poco. La belleza, cuando es real, nos hace esperar antes de exhibirse.
― ¡Ah!, ya entiendo. Su acompañante… vendrá pronto ―colocó tu copa en su lugar y se marchó, confundido y sonriente.
Te pregunto si deseas los tacos de cochinita pibil y los chapulines asados que te encantaron. Recuerdo que por primera vez comí unos cuantos animalejos de esos aquí contigo e intercambiamos sus patitas, antenas y ojos en los tantos besos largos que nos dimos. Mi lengua y la tuya se fusionaban en una dicha inexplorada de bichos y mezcal.
El mesero me mira de reojo, cuchichea con sus compañeros y contiene la risa cuando le pido las segundas copas, llevándose las primeras ya vacías. Él no sabe y lo disculpo. No entiende que bebo tu copa por ti para poder mirarte. Seguramente piensa que estoy completamente pirado cuando me ve cerrar los ojos para verte mejor. Me oye hablar contigo sin oír tus respuestas que sólo yo escucho. Tú me preguntas qué me gusta de ti. El mesero me escucha contestarte: tus labios finos, tu pelo crespo azabache, tu mirada lunar y sobre todo tu voz, viento caliente de meretriz elegante que me enerva todo, vaho sabio que anuncia cabalgatas sudorosas sobre camas mojadas de esperma y destilados vaginales. Te pregunto qué te gusta de mí. El mesero no te escucha responderme que son mis manos, la manera de mirarte, los versos que te escribo y el furor de mi cuerpo con el tuyo.
Mi tercer mezcal, en realidad el sexto, me libera de la necesidad de cerrar los ojos, porque ahora, abiertos, te miro en todo tu esplendor y siento el calor de tus manos en las mías, las humedades brujas que tienes en los labios. Nuestras carcajadas sorprenden al empleado, quien ahora duda de que en verdad no estés aquí. Lo mismo les sucede al resto de los clientes, quienes con un mínimo de esfuerzo podrían verte, ahora que vuelan como yo en cielos vaporosos de vino. De rato en rato voltean a vernos, divertidos, y nos saludan brindando por nuestra felicidad. Veo cómo sus ojos recorren tus piernas largas y responden a tu risa gratuitamente coqueta, evanescente.
El siguiente trago nos levanta a bailar alrededor de la mesa, al ritmo alegre del trío musical que ha llegado a la cantina para amenizar la borrachera. ¡Cómo me envidian los demás! Tu falda vuela hechizándolos con los aromas que nacen en tu sexo. Juro que están encantados contigo como estoy yo, los miro quitándose las ropas mientras me quito las mías y te quitas las tuyas. Un trago más anuncia la orgía que estamos a punto de iniciar. Estás hecha una diosa desnuda. Escucho gemidos de placer que salen por debajo de las sillas, por las paredes y las bombillas del techo. No soy el único en éxtasis, el perfume de tu piel derretido en el aire ha encantado a los presentes. No resisto más el deseo de poseerte y reclamas que te haga mía de inmediato. Te tomo del talle y levanto tu cuerpo caliente sobre la mesa. Estoy a punto de entrar en ti, cuando siento el golpe seco en mi cabeza. Lo último que veo antes de desmayarme son los ojos del mesero, desorbitados por el asombro.
Al volver de la inconsciencia alcohólica has desaparecido por completo; no sé a dónde te has ido. El mesero hace esfuerzos por subir el cierre de mi pantalón, mientras alguien más insiste en que extienda un brazo para colocarme una manga de la camisa. Frente a mí veo a dos tipos uniformados con tolete en mano. Logro ponerme de pie y les invito una copa. Me responden con una orden y me conducen con la cabeza baja hacia la salida. Ya no escucho gemidos ni suspiros. Los parroquianos me miran con lástima, murmuran y uno que otro suelta risitas burlonas.
Mientras me conducen a la patrulla voy cayendo en la cuenta de que me engañó tu fantasma. Otra vez te inventé, como ha pasado últimamente desde que te fuiste. Algunas lágrimas de alcohol resbalan por mi cara y siento caer en un abismo a cada paso. Nuevamente la llovizna y la ciudad fría.
El auto inicia su marcha conmigo adentro.
De pronto, el muchacho de los ojos asombrados corre hacia nosotros, gritando. El policía que maneja se detiene y abre la ventanilla.
―El señor olvidó esta foto sobre la mesa. ¿Puedo entregársela?
Las bestias uniformadas asienten, abren una de las ventanas traseras y el chico me entrega tu imagen.
―Si la mujer de su alucine es ésta, patrón, y la ve así de chula como en la foto, pues bien vale el desmadre que armó en la cantina ―y se va, guiñándome un ojo.
El auto arranca. Te guardo en la bolsa de mi camisa para que calientes mi pecho y no tenga demasiado frío en la cárcel. Como los efluvios del mezcal oaxaqueño no se han marchado del todo, cierro los ojos y apareces.