La alarma suena quince minutos antes de las siete. La noche anterior, antes de dormir, Humberto olvidó desactivarla. El mismo sonido de todos los días: una especie de campanas tintineando durante un paseo dominical por un camino bordeado de árboles; siempre la misma asociación de imágenes al escucharlo, siempre el mismo deseo de perderse en ese sendero con el que asocia su limitada idea de la felicidad.
Intenta dormir a sabiendas de que será inútil intentarlo. Dará vueltas en la cama y pronto terminará entrando de lleno en la luz débil del último día del otoño. En otro tiempo el día lunes era el mejor de la semana; después de cuatro o cinco jornadas intensas de trabajo lo aprovechaba para dar una larga caminata con Teo por el parque de Chapultepec y visitar a su madre, aún viva. El martes iba de compras y atendía pendientes, porque a partir del miércoles o jueves su rutina de trabajo como actor era intensa y apenas le quedaba tiempo para trotar un poco con su mascota por las calles de la colonia Juárez, para beber una copa en un bar o meterse entre las sábanas con alguna de sus amantes. Este lunes, sin embargo, la luz que se filtra por la ventana le parece gris, aunque el sol insista en matizarla de naranja al tocar las hojas de los árboles de la calle. Y no tiene el mínimo deseo de salir a caminar con Teo ni de ir a la cocina a preparar su jugo verde ni de levantarse de la cama, pero tampoco de quedarse en ella.
Con dificultad sale de su cuarto para dar de comer al perro, quien al verlo mueve su cola sin mucha convicción y luego come sin demasiado entusiasmo al darse cuenta de las sombras en los ojos de Humberto. Teo no sabe que la ciudad ha vivido los últimos meses bajo los designios de un semáforo, y que naranja significa ciertas restricciones en la movilidad y en las rutinas comerciales y de servicios; asuntos fuera de la órbita de un perro. También ignora que hoy el semáforo cambió a rojo y que los teatros han cerrado sus puertas por tiempo indefinido. Sí sabe, como nadie más, que su amo desde hace un tiempo luce más encorvado, lo acaricia menos, inunda el departamento con olor a cigarro y lo lleva a pasear un día sí y otro no, y que, al hacerlo, es la mano de un fantasma la que lleva su correa, como cualquier otro de esos paseantes embozados que trashuman el temor en su mirada.
En vez del acostumbrado jugo verde, Humberto se sirve una generosa copa de tequila. El aroma excita y pone en alarma a Teo. Hace mucho su olfato no percibía esa fragancia fuerte, desde que el departamento se llenaba de hombres y mujeres que reían y al final dejaban en el ambiente un tufo por completo desagradable a su sensibilidad canina. Eran otros tiempos, las cortinas de las ventanas siempre estaban corridas durante el día, su paseo diario era rutina alegre, Humberto cantaba bajo la regadera y del refrigerador, regularmente lleno, extraía manjares para ambos. En una época no muy lejana habitó ese espacio una dama cuyo olor le pareció a Teo como una puerta al paraíso, y le gustaba cómo empataba el aroma de ella con el de su amo, sobre todo al medio cerrar la puerta de su recámara y dejarlo a él afuera, que era feliz escuchando los gemidos y exclamaciones que venían desde adentro, envueltos en el vapor de un perfume que no ha vuelto a disfrutar más.
Humberto va a la cocina y prepara café. Al poco tiempo ingresa a su cuarto con la jarra caliente en una mano y una taza medio llena en la otra. Deja a su paso el olor a cigarrillo tan detestado por Teo, quien lo mira sin levantar su cabeza pegada al piso. Pasan las horas y el perro sólo escucha los golpes suaves sobre un teclado, ruido poco escuchado en casa. Las ventanas siguen cerradas, huele a rancio y la luz natural declina pronto. Una tristeza infinita inunda como un tsunami los huesos del viejo labrador, que de pronto gimotea e intenta perderse en el sueño para encontrar ahí su bosque de ahuehuetes, pinos, cedros y álamos, y tal vez el vaivén alborozado de una cuatro patas en alegre celo. Sin embargo, ni el sueño lo reconforta; la tarde corre como secuencia de sobresaltos interrumpida sólo dos veces por el deambular de su amo entre la cocina y su recámara, sin voltear a verlo siquiera para darse cuenta de que sufre en silencio.
La noche se desploma pronto. Suenan cancioncillas navideñas que llegan desde algunos departamentos vecinos, como un remedo de felicidad que hoy parece forzado, condicionado por la tácita prohibición de salir a buscar bajo un cielo ya de por sí insalubre alguna estrella de Belén que ilumine una pequeña esperanza.
En el cuarto de Humberto canta el silencio. Por fortuna, ha dejado la puerta entreabierta como siempre. Teo no resiste más su angustia y la empuja con su trompa. Encuentra una penumbra apenas rota por una línea de luz que sale del cuarto de baño. Se dirige hacia allá lleno de inquietud acompañada por un gemido lastimero. Empuja la puerta por fortuna sólo entornada y lo que ve lo congela plantándolo en el piso. El hombre más triste del mundo se encuentra desnudo dentro de la tina de baño, medio ebrio y con un cúter en la mano derecha tratando de encontrar el valor para cortar la muñeca izquierda, pero con una mirada vidriosa y enrojecida en la que no existe arrojo alguno. Si algo se puede leer en ella es que los artistas del escenario no pueden vivir con un aforo permitido del treinta por ciento y ahora de cero por el semáforo en rojo; que a Renata, la dama con cuyos aromas los suyos hacían milagrosa simbiosis y llevaban a Teo hasta un cielo perruno, la amaba más de lo que pudo aceptar antes su egoísmo masculino, y ahora ella no estaba; que se sentía terriblemente solo y cansado de representar sobre un escenario a personajes inexistentes que le habían robado el alma dejándolo casi sin sustancia; que la llegada de la Navidad, como siempre, volvía endeble su estructura psicológica y el mar era el único capaz de reinventarlo, pero ahora incluso el mar parecía lejano y no había en sus arcas dinero suficiente para llegar hasta él.
Sabio, el casi anciano labrador va desplazándose lento sin despegar un segundo sus ojos de Humberto, como un felino que sabe cómo dar cada paso para tener éxito en la caza; ahora se trata de cazar la vida y su instinto lo sabe. Al estar por completo de frente a él se lleva a cabo un duelo de miradas. Teo sabe que detrás de sus ojos Humberto sigue vivo. El hombre también sabe que su mano derecha temblorosa no es más que una escena muchas veces vista en las películas y alguna vez representada por él sobre las tablas de un teatro, pero unos minutos antes quiso probar si era capaz de acabar con la ficción y colorear de rojo intenso el agua de la tina, el iris de sus ojos, el aire, las calles, la ciudad entera con sus millones de cubrebocas escondiendo hasta quién sabe cuándo las sonrisas.
Humberto encuentra en los ojos de su perro aquello que antes no fue capaz de ver en ellos aun amándolo tanto: el incondicional amor que el animal le profesa, el más puro de todos; la compasión más plena; una presencia incuestionable que moriría por él si se lo pidiera y pudiera entenderlo.
Teo va acercándose con todo sigilo hasta alcanzar con su lengua la mano derecha ya vencida que todavía aprieta débilmente el cortador metálico. Tres o cuatro lamidas son suficientes para que Humberto reviente en un llanto sin diques, convirtiendo rápido en salina el agua destinada un poco antes a volverse roja. Entre salpicaduras, lengüetazos, gimoteos, abrazos y garras tiene lugar un renacimiento que nunca será relatado sobre la tarima de un teatro ni recogido en un papel por dramaturgo alguno de medio pelo.
Una hora después, Humberto asoma por la ventana y mira los juegos de luces que cuelgan de los balcones y fachadas de algunas casas. Dos niños con cubrebocas y gorros rojos caminan de la mano de sus padres rumbo a quién sabe qué alegría que sus pasos anuncian. Suenan estribillos navideños y logra experimentar un ligero regocijo escarbando su piel recién aseada. A su lado, Teo apresa ansioso su correa entre sus mandíbulas y mueve la cola, impaciente. Desde sus 55 centímetros de altura, el perro no puede vislumbrar lo que aquel ve, pero sí es capaz de distinguir el esbozo de sonrisa en su cara. Enseguida escucha el ansiado ¡vamos! Sabe que la vida ha vuelto a casa y la recibe con saltos y cabriolas.
Salen y se van por las calles en medio de la noche fría y roja por decreto. A Humberto se le ocurre pensar que una descomunal flor de nochebuena se extiende por completo en el cielo nocturno de la ciudad y se derrite sobre ella.