Son las siete con siete. Truenan dos cohetes rompiendo el fresco de esta mañana de enero. Mi madre, desde el patio, confirma mi presagio: Otro muerto, Padre mío. Enseguida doblan las campanas de la iglesia, como arrojando al aire lágrimas sonoras que se cuelan hasta debajo de las sábanas; es domingo y ni los muertos impiden que alberguemos la duda un poco más de tiempo sobre la cama. Luego pasará alguien por la calle y nos pondrá al tanto. Entonces haremos recuento durante el desayuno y sabremos de quién es la tristeza de hoy, y cuál otra se anuncia para mañana.
Desde hace unas semanas, en este pueblo casi a diario avisa la muerte su visita. Estuvo dormida durante buen tiempo y sólo nos guiñaba un ojo desde alguna esquina o susurraba su presencia en los noticiarios de la radio. Hoy camina descarada por las calles y no tiene empacho en mostrar su desnudez, su risa desdentada cuya fealdad no hace juego con el aroma de crisantemos que va despachando por todas partes.
Yo no la busco ni tampoco la rehúyo. Algún día entrará por la puerta sin que la invite, y vaciará mi closet y llenará de polvo los muebles, colocará un retrato mío en la pared a fin de que el nieto que aún no tengo me recuerde, e irá desdibujando de la memoria mi risa y el tamaño de mi cuerpo; terminará convirtiéndome en una presencia amable que atisba desde los rincones de la casa, inofensiva como las telarañas altas que nadie quita de las vigas del techo. Mientras tanto, respiro hondo para constatar la vida al tiempo que suena otra serie de cohetes, allá por el rumbo del difunto.
Es hora de mover el cuerpo, estirar los músculos y calentar los huesos, para que no se les ocurra sentir que por ellos suenan las campanas. Mi madre ya debe saber de quiénes son las lágrimas del día, porque hace un rato la escuché comadrear en el portón con una vendedora de rábanos y aguacates que pasa por aquí todas las mañanas; comadrear desde lejos, como le hemos enseñado, con cubrebocas y un poquito de recelo en la mirada, con frases cortas y un tanto lapidarias, pues no vaya a suceder que la vendedora se suelte a contarle una historia triste y, ella, conmovida, le compre todos los rábanos y la invite a almorzar, como suele pasar si permitimos que su bondad no tenga freno. En este tiempo, incluso la bondad abierta y en exceso también resulta peligrosa. En todo caso, estamos aprendiendo a no darla entera en las manos de los otros y en los abrazos, sino a mandarla por mensaje electrónico o transferencia bancaria.
Salgo del baño y me evado de la nueva andanada de cohetes con una canción clásica de Sabina: Ahora es demasiado tarde, princesa. Búscate otro perro que te ladre, princesa. Me va mejor esta mundana pena musical en vez de la otra anunciada por las campanas que compiten con el rocanrolito de mi español preferido: …cuando eras la princesa de la boca de fresa, cuando tenías aún esa forma de hacerme daño.
Al terminar la canción me siento un poco ruin. Vuelvo a sentir la obligación de sumarme a la pena colectiva, porque este es un pueblo y aquí se lloran todos los muertos, aunque no sean los tuyos; aquí estamos todos hermanados, por lazos de sangre o por un santo patrono que desde su hierática postura nos define un código de vida y conducta. Dejo a Sabina en paz, después de todo el andaluz es hierba mala y para llorarlo falta rato.
Me entero de la noticia y se me hace un nudo en la garganta. Recuerdo poco al difunto, a causa de haberme ido muchos años tras mi tesoro y volver después para encontrarlo aquí, enterrado junto al árbol que planté de niño. Inevitable, me viene a la mente el famoso texto de John Donne, el poeta inglés: La muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas; están doblando por ti. Vaya en paz, murmuro, mientras preparo mi almuerzo con medido entusiasmo. Para esto de estar vivo no basta quererlo, hay que alimentar las células y luego salir a llorar o reír el día.
Media hora más tarde, decidido, me dirijo con paso firme hacia el hospital del pueblo vecino. Lo pensé muy bien y creo que es menester hacerlo. He rodado de acá para allá, fui de todo y sin medida; juega mi mente con la letra de esta canción triste de un cantante triste también ya dormido; y con estos pensamientos justifico mi decisión de hacerme la prueba.
La fila no es muy larga, sin embargo, me llevaré buen rato esperando. Abro el libro que llevo en mis manos e intento leer. Es inútil, me han contagiado los demás la inquietud que salta de sus miradas. Entonces me dedico a imaginar la historia de cada uno de ellos. Tres lugares delante de mí está una mujer guapa. ¿Por qué tendrá la duda?, me pregunto. ¿Será que tendrá un amante y ayer le dijo ese hombre que está en cuarentena porque tiene los síntomas? ¿O es mi pensamiento injusto y realmente esta mujer ha cuidado a su madre enferma porque un nieto que se fue de farra le pegó el famoso virus aquella noche que llegó borracho a pedirle posada, y todo por miedo de llegar a casa de sus padres en tales condiciones? ¡Dios!, la imaginación puede ser terrible.
Justo detrás de mí viene un hombre obeso. Lo escucho respirar con dificultad y trato de estar lo más distante posible de él. Vuela mi mente, la loca de la casa: seguro es bebedor de cerveza, le ha valido un bledo esto del semáforo escarlata y es el mismo que vi días atrás entrando sin cubrebocas a una tienda de esas que no oso mencionar, con un cartón de cerveza vacío y una sonrisa de estúpido que me enfureció.
Creo que debo respirar hondo y volver a mi libro. Corro el riesgo de convertirme en censor implacable y en el tipo odioso que a veces soy. La fila ha avanzado y estoy a tres lugares de llegar. Un temorcillo vuelto gota de sudor me moja detrás de la oreja y también abajo en ‘salva sea la parte’.
Una repentina indecisión me impide avanzar cuando me toca hacerlo. Dejo pasar al gordito que va detrás de mí, quien ahora me preocupa por el semblante y hasta me resulta simpático, me dan ganas de abrazarlo y decirle que todo estará bien. También dejo pasar a una señora que viene casi en los huesos y me mata con su semblante de invalidez. Ahora detrás de mí está un anciano con bastón y enseguida una señora más obesa que el gordo de adelante, y más atrás una chica que carga una culpa en todo su cuerpo y no deja de mirar sus manos que frota con desasosiego.
En ese momento me salgo de la fila. Sin explicarme la razón, echo a andar rumbo a la salida con ansiedad por llegar a campo libre, descubrir mi rostro y respirar profundo. El sol es tibio esta mañana y lo recibo con agradecimiento. Me percato de que el aire entra libre en mis pulmones y de una gran energía invadiendo mis huesos. Decido que este no es mi lugar y debo dejarlo a quienes tienen mayores razones para estar ahí. De cualquier manera, la duda persigue siempre a los escépticos y he aprendido a vivir con ella; me ayuda, me inspira, me mueve. Lo mejor que puedo hacer es seguir tomando vitamina D, dosis abundantes de paz y de sol, y distancia amorosa. Enredar el miedo en la cola de un papalote y mandarlo a volar por cielos desconocidos.
Vuelvo a casa, liberado de un gran peso. Doblan las campanas nuevamente; parece que están sepultando al paisano. Bajo la mirada y le regalo un minuto de silencio. Lo imagino cruzando el umbral con sonrisa inefable y eterna. Después enciendo el móvil para ponerme al día y encuentro otra noticia: la muerte de Bruno, el hijo mascota de un querido amigo. En la foto, él duerme para siempre y la mano bondadosa lo acaricia. Duerme tranquilo, mi Brunito hermoso. Velaré tu sueño hasta ese día que nos volvamos a encontrar. Entonces me mostrarás el sendero hacia ese lugar divino, donde no hay dolor ni sufrimiento ni miedo… No evito derramarme en lágrimas por el perrito, al que no conocí. Un can me conmueve tanto como un niño. La duda que me embarga ahora es terrible: ¿Cómo pude hoy llorar a rienda suelta por Bruno y no por alguien de mi especie?
Las campanas guardan silencio. Me envuelve el vientecillo vacilante de la tarde nublada; parece también llorar y no entiendo por qué, pues ella y yo sabemos que existe otro día. Tal vez conoce secretos que ignoro. Prefiero que así sea. Bendita ignorancia que me empuja a la cama, cierra mis ojos y duerme conmigo la siesta dominical.