A Elisa nunca le advirtieron respecto a la posibilidad de perder el sabor de los besos. Ese mediodía, los labios de él no eran esa fogata tibia con esencias de maracuyá y carambolo: frescos, tropicales, capaces de remontarla de inmediato a paraísos de arena y olas suaves. Al contrario, le parecieron un páramo seco y con estrías, ajenos a cualquier tipo de humedad
Aterrada, se dijo indispuesta y le pidió llevarla a casa. Las secuelas del contagio aún hacían estragos en ella, pensó, y debería seguir resguardándose como los últimos veinte días. Sin embargo, fuera de eso y de una ligera megalomanía que la hacía verse más hermosa en el espejo, también como una resultante del virus, no experimentaba ya ningún otro síntoma. Había culminado el tratamiento farmacológico y sólo continuaba con un refuerzo de vitaminas, alimentación sana y música espiritual para reforzar sus defensas físicas y anímicas. ¿Será que también el virus se llevó la pasión por él y hasta el amor que juró sería eterno?
Por la noche, al abrir la caja de chocolates que su novio le regalara, tomó uno con forma de corazón, engulléndolo. ¡Nada! El cacao había desparecido junto con el azúcar. Tomó uno más relleno de licor y el líquido viscoso parecía agua simple enlodada. Su angustia creció y corrió a la cocina para probar algo que sí tuviera sabor. Partió una naranja y con desesperación la exprimió directamente en la boca. El jugo dulcísimo entró libidinoso y devolvió al paladar la calma, siguió por su garganta regalándole un agridulce consuelo. Aún con cierta inquietud cogió una manzana y le hincó el diente. ¡Deliciosa!
No cabía duda, los chocolates eran de mala calidad y los besos de él… ¿también? Debía resolver el misterio de inmediato. Encendió la pantalla del celular, identificó rápidamente el nombre y envío el mensaje: “¿Estarás sólo esta noche?” Dos minutos, tres; justo después de cuatro, aquél, el otro, respondió: “Por ti, estoy solo cada vez que necesites que lo esté, con pandemia o sin ella”. Dos, tres, justo al cuarto segundo, ella respondió: “¡Quiero verte!” Aquel, el otro, paladeando con mucha anticipación la tarde que pronto vendría, cerró el acuerdo: “A las cuatro te espero y a las cinco estarás enloqueciendo; pero, ¿ya no me contagiarás de nada?” Ella, gatuna: “Sólo de este fuego que te busca en los tejados”.
Con “él” llevaba cuatro años de noviazgo; con “aquel”, apenas unos meses de incendio. Con “él” pensaba casarse, tener un hijo que heredara la ternura de su padre y comer juntos sopa caliente cada día; con “aquel”, seguir quemándose las ganas, marcándose la piel, explotando su vientre hasta gastar toda la pólvora que algún ancestro suyo le colocó al nacer. A “él” quería amarlo toda la vida; a “aquel”, quería exprimirle la suya hasta convertirla en una belleza que sólo habitara en el recuerdo.
Antes de irse bebió dos copas. Mientras manejaba prendió un cigarro. Un poco de alcohol y tabaco mentolado la ayudaban a menguar la culpa, a dejar de pensar en él.
A las cuatro con tres aquel abrió la puerta, le dio un beso extrañamente tierno, la tomó suave del talle y la llevó a la mesa. Ahí había una botella de vino tinto joven y dos copas, bocadillos de carnes frías, queso y aceitunas. Y también un regalo envuelto en papel con corazones y adornado con un moño. Extraño, porque jamás había hecho algo así; apenas se veían y sus bocas se tornaban dos borrascas en medio del mar más tumultuoso, y su destino inmediato era la cama. Ahora aquel parecía otro, y otra su mirada, sus manos, su palabra. Asustada y sorprendida, se negó a creer que había perdido fuerza el torbellino que la sacaba de su centro y de su mundo de verdades indiscutibles.
Al terminar su primera copa se arrojó sobre aquel en busca de su boca y la rudeza de sus manos. Mordió, arañó, lamió y hurgó. Aquel la detuvo en algún momento, tomó su rostro y le dijo que la amaba. Ella se desbordó en llanto y comenzó a golpearlo, desesperada porque encontró sus labios secos y su piel inerte; sabían a menos que nada. Encima estaba esa incomprensible confesión amorosa, prohibida entre ellos. Se arrojó al piso a llorar su desgracia. ¡Qué dolor!, su amante le decía que la amaba con ojos suplicantes como jamás los vio. Ella sólo quería sentirse poseída, viva, palpitante. Y aquel la aturdía con ese discurso romántico fuera de lugar, sin encontrar al menos en los besos del hombre restos del furor que la enloquecía.
Salió de ahí y aquel la vio irse, con dos lágrimas que hacían acto de presencia por primera vez a causa de ella.
Sumamente contrariada, Elisa se dirigió a casa de su mejor amiga. Necesitaba que alguien de confianza la ayudara a entender un poco. Por fortuna encontró a Rita en su hogar, acompañada de su hermano menor, el chico más dulce y tímido que hubiera conocido. Al verla en tal estado de desesperación, su amiga se dirigió a la cocina a preparar una solución con valeriana y pasiflora para dárselo. El chico la veía sin entender y tratando de calmarla con frases cortas. De pronto, la miró abalanzarse sobre su cuerpo. No supo cómo ella se prendió de su boca y hurgó con su lengua, toda ansiedad y frenesí. Intentó separarse, pero era tanto el ímpetu de Elisa que sólo pudo echarse hacia atrás buscando algún soporte. Recargado en la pared, por fin la tomó de las sienes con sus manos en un intento desesperado por retirar sus labios de los suyos y poder respirar, aunque la excitación empezaba a adueñarse de su timidez.
Súbitamente, como si una ventosa se separara violentamente de su boca, Elisa se retiró mirándolo con ojos extraviados y diciendo incoherencias. El muchacho, confuso y jadeante, tomó conciencia plena de lo sucedido y, mudando su cara hacia el terror, se dirigió al baño tosiendo y en busca del enjuague bucal, atemorizado ante la posibilidad de un contagio intencional por parte de la loca amiga de su hermana. Al mismo tiempo, esta última volvía de la cocina con un vaso en una mano y un pequeño frasco en la otra. Elisa ya salía por la puerta rumbo a la calle ante el azoro de su amiga.
Con un tsunami corriendo por sus venas y una lluvia salada cayendo desde sus ojos, caminó tres cuadras hasta llegar a un parque. Necesitaba que alguien autorizado le dijera exactamente qué estaba sucediendo. No pudo reprimirse al ver a tres jóvenes departiendo cerca de la fuente, dos con cubrebocas y uno con careta. Es necesario que alguno de ustedes me bese, se los suplico, les dijo. Extrañadísimos, se miraron entre sí e intercambiaron risillas. Pensaron que estaba drogada, pero los inquietó su atractivo físico. Osado y divertido, el de la careta se acercó a ella, la tomó de la mano y la llevó a diez metros de ahí, detrás de un árbol. Liberó su cara, tomó la barbilla de Elisa y la besó, primero dulcemente y poco a poco aumentó la pasión en un beso largo e inacabable. Ella sintió que de nuevo su cuerpo vibraba, y la tarde entera que moría se metió toda en ella, incluyendo el escándalo de pájaros que buscaba las copas de los árboles y el bolero de un organillero que pintaba de melancolía los últimos rayos de luz natural. Estaba viva de nuevo. Los monzones perdidos habían regresado a su piel junto con las lluvias de verano. ¡Cásate conmigo!, le dijo al chico de la fuente, que, festivo y confuso, sólo deseaba seguir con una nueva andanada de besos.
Entonces lo vio venir a él, caminando por un pasillo del parque; a su novio de labios sabor carambolo. Agitada, se desprendió de los brazos recién encontrados y abrió los suyos para recibir los del hombre. El encuentro fue tierno y no falto de deseo. Rápidamente se abrieron las puertas a un pequeño infierno prometedor, lo suficientemente candente para cobijar sus ímpetus.
¡Cásate conmigo, Elisa! Despierta, tienes que ver claras las cosas. ¡Cásate conmigo!, lo escuchó decir, enfático cómo nunca.
Elisa despertó. Abrió los ojos y encontró los de él. Sonrió. Después de un suspiro hondo, sin dudarlo, respondió que sí. Ya después vería qué hacer con los insólitos sueños de sus labios.