(Texto integrado en el libro “Memoria de la lucidez”, en el que escribimos una gran cantidad de artistas y amigos de Rocato a manera de homenaje por su incansable labor como editor, cronista, escritor y promotor cultural. Fue editado por Infinita Editorial y está a la venta con Rocato mismo. Los fondos obtenidos serán para apoyarlo en este momento de adversidad en el que están prácticamente detenidos su trabajo editorial y la venta de libros)
Primera
Sólo alguien tan desprendido de sí mismo decide presentarse ante los demás sin su nombre de pila de clara reminiscencia aristocrática, Roberto del Callejo y Torrentera, que le abriría más rápido las puertas de muchos remilgosos que viven de la jactancia y de sueños de sangre azul en sus venas, y por qué no, también las ventanas del corazón de algunas damitas que aún prefieren nombres masculinos con tono de abolengo, como el de un mosquetero al servicio de una reina o de un virrey de la Nueva España. Mucho le ayudaría para ello esa barba de conquistador ibérico del siglo XV. Pero no, elípticamente quedó en Rocato, tres consonantes duras y tres vocales fuertes, sin alguna breve aliteración que suavice el aire cuando se le pronuncia, sin la suave “j” de su primer apellido que amortigua la tormenta petulante de la doble ere en el segundo. Y así firma sus libros que escribe a velocidad de condenado a muerte, así cruza fronteras para conectarse con los muchos amigos que conquista por las redes o en las ferias del libro en las que ya es un personaje imprescindible; así ríe y seguramente así llora, aunque no puedo saber si Rocato llora algunas veces. Será que lo que ofrece siempre es alegría, sarcasmo inteligente, conocimientos enciclopédicos, remedios para la ignorancia en presentación rústica, protegidos por pastas de cartón y decorados por su imaginación que nació y morirá amante de las mujeres, sus diosas necesarias en estos tiempos de escasa devoción, sus sirenas que le cantan al oído sin asesinarlo. Rocato. Así suena. Así va. Así se le quiere.
Segunda
Rocato es, no simula ser ni cuando tiene que decir que el café no le gusta. El café es desastroso y todos los empleados que trabajan en el lugar se enteran porque lo dice a grito abierto, y el administrador del lugar y los otros cafeinómanos de las mesas aledañas también. Luego le dice a la mesera que es una broma, que el café es una porquería, pero que ella está muy linda y es una buena chica. Rocato es, cuando escribe algunas de sus novelas sin importunarle la conciencia los signos de puntuación a los que trata como huérfanos abandonados en un rincón de su delirio que no sabe de mesuras ni se acongoja por sus pobres lectores que tienen solo el consuelo de un inútil punto final al término de cada capítulo de su novela Café mis dos luceros, como si fuera Jerzy Andrzejewski escribiendo Las puertas del paraíso con solo dos frases o Camilo José Cela quien escribió una novela usando un solo punto y así nos obligan los tres a ejercitar la capacidad de enlace de ideas de nuestro pobre cerebro subdesarrollado por faltarle la adicción a la cafeína. Sin embargo, Rocato es, y exige ser libre, intuitivo, pícaro, socarrón, con su sentido del humor tan quevedesco y la herida dulce en la punta de su pluma y de su lengua. Rocato es cuando camina por las calles de Cuernavaca llevando todo su tesoro y su riqueza en su mochila. Ahí se lleva, cargándose a sí mismo, almacenado en el mundo de papel cosido con estambre que lo teje, lo muestra, lo declara, lo desnuda ante los demás sin que le importe gran cosa que todas las calles de Cuernavaca se enteren de sus secretos y de sus manías; y que desde atrás de las paredes y de las miradas se escuchen voces y susurros acerca de él: “Ahí va Rocato, el alquimista, que a los cartones que envasan leche Lala o Alpura los convierte en centinelas que guardan los oros de su ciencia, sus palabras de la noche y del día, de los misterios y las historias pasadas, de las guerras lúcidas y las estúpidas; sus palabras que son mujeres con jalea en la piel, con piernas abiertas y sexos suplicantes; sus palabras que son virtudes y pecados, ingeniosas humoradas, dilectas hermanas y cómplices, sabias y vulgares a la vez, prostitutas y ángeles”. Ahí va Rocato, o su fantasma que lo remplaza cuando Rocato no va por las calles de su amada ciudad. Escritor, amigo, conspicuo admirador de la mujer, hombre que cambia la almohada por las letras, irredento socarrón, palabra interminable, paradigma de lo que no es paradigma, chacota sabia, abrazo cierto. En cualquiera de sus versiones, Rocato es. Siempre es.
Tercera
Esta última razón es muy sencilla. Tiene que ver con lo auténtico que te sientes cuando estás junto a él. Te quita las máscaras cuando las usas y pone fácilmente en jaque mate a tu ego. Por esto y más Rocato es mi amigo y de todos ustedes. Los pocos que no lo quieren por las mismas razones que muchos lo queremos, no beben café o mezcal con él porque temen no tener capote para torearlo, porque les preocupa lidiar con alguien que desde joven vive sin nubes en su cabeza y fabrica barcos de papel cargados del oro de aquellas letras que nacen impúdicas, como Afroditas lúbricas que reclaman su espacio en olimpos democráticos y libres de los detestables gérmenes de la lisonja. Y qué bueno que no se acerquen demasiado con sus pieles de irritante ortiga, porque echarían a perder las tertulias en las que sus amigos libamos de él y le aprendemos.
Larga e inspirada vida a Rocato.