A ellas, en su día.
La mujer se asoma a la calle. Este día la ventana no es cárcel, sino un rectángulo de firmamento para lanzarse al vuelo. Afuera, los gritos de las mujeres de negro con rostros cubiertos son una canción que la seduce; los escucha ya cercanos. Siempre ha querido ser una nota de esa melodía, pero nunca se atrevió; temía convertir su rabia y su mano en las pintas a un monumento o en los cristales rotos de un aparador. Su miedo ha sido edificado durante años por el poder concedido a un hombre con sotana, a un padre déspota, a un marido opresor con piel de cordero y a un Estado que camina como lo hace un cangrejo. Ahora está sola, pero son siglos los que lleva cargando en su espalda. Sacudírselos no es tan fácil como algunas veces lo creyó. El rostro del buitre que la depredó una década y media sigue presente en su casa, la insulta siempre que la ve desnuda tratando de amarse ante el espejo, la reconviene al verla llevarse la mano al pubis en busca de una forma de amarse a sí misma, se mofa de ella cuando se atreve a poner rímel en sus pestañas y sale con amigas a tomar la copa en un bar. Sin embargo, ha caminado desde su desierto hasta pequeños oasis de reconciliación consigo misma. Por eso, ahora que ya están cerca las insurgentes, a unas cuantas decenas de metros de pasar frente a su departamento, sus manos tiemblan al tomar la capucha que compró unos días atrás. Desde hace una hora, sin saber si se atrevería, se vistió de negro, soltó su pelo y se sorprendió ante el halcón hembra que nació en su mirada.
Ya están ahí, estremeciendo el piso de cemento y haciendo vibrar las paredes. Se asoma nuevamente y la inunda la sensación de que una ola de progesterona barre cualquier resistencia en la calle. Agitada, va hacia la puerta para alcanzar lo más rápido posible las escaleras. Antes de cerrar, sabe que a esa morada jamás volverá la misma mujer. Mañana será otra, a la que le habrán nacido garras y jardines nuevos en la piel. El descenso por los peldaños ella lo traduce como un ascenso a la luz. Al salir a la calle se convierte en una llama luminosa vestida de negro.
* * *
Presurosa, con el labial en mano, se asoma por la ventana. La horda de mujeres de negro que distingue a lo lejos y sus gritos la molestan un poco. Trata de entenderlas, pero no puede del todo. Se siente tan distante de ellas, aunque en el fondo intuye que es una mentira. Yo también llevo a cabo mi revolución personal, pero elegí otro frente y otros medios, se dice a modo de justificación.
Ahora tiene prisa porque Everardo la espera; debe cruzar media ciudad para llegar a donde se encuentra. No es una cuestión de rosas rojas y tarde romántica en el parque, sino de manos jardineras que siembran en su piel calores que al final la dejan tan dueña de una paz y tan florecida, con la culpa perfectamente tomada de las riendas si acaso la imagen de su marido proveedor se cruzara por su mente. Everardo es el cuerpo en el que toma forma su rebeldía, la pasión que eligió para vengarse de una infancia llena de carencias y ausencias. No sabe si lo ama, porque el tiempo y sus amarguras la obligaron a olvidarse de la definición de sus sentimientos. Ese hombre es un volcán al que asciende cada vez que puede para mojarse con su lava y mirar desde esa cúspide la amplitud de su reino, mientras su esposo de pelo entrecano juega a que la posee desde una ausencia justificada por compromisos de trabajo. Es uno de esos acuerdos tácitos que se dan por nunca pactados, pero íntimamente asumidos.
Ya cruzan frente a ella las mujeres de negro. Desde la ventana las ve pasar con actitud neutral. Ustedes a su modo y yo al mío, parece decirles en silencio. El reloj le recuerda que se hace tarde. Se coloca el cubrebocas brillante que hace juego con su vestido corto. Luego baja las escaleras con un encanto que parece natural, pues el vaivén de su cadera es motivado por impulsos eléctricos que la tocan desde la distancia, desde dónde aquel la espera
Al salir aún encuentra a unas pocas rezagadas de la marcha. Portan una manta con una leyenda que dice: “Rompan el pacto patriarcal los hombres nuevos. Y caminen con nosotras”.
Imagina que Everardo es uno de esos hombres nuevos, y que camina con ella grandes distancias dentro de las cuatro paredes de su edén clandestino.
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Los niños corren hacia la ventana en cuanto alcanzan a escuchar las proclamas, lejanas aún. “Ya vienen, mamá”, le dicen con alborozo mientras ella multiplica sus manos en la cocina. Antes de ir a su labor debe dejar preparada la comida y terminar de ordenar el ligero caos que generó el almuerzo. Hace un rato llamó su madre para preguntarle si hoy trabajaría. Respondió con sonrisa amarga a las preguntas y recomendaciones de su progenitora, quien por la pandemia no puede apoyarla con el cuidado de los niños. Ellos se cuidan solos ahora. Pedrito, de diez, tuvo que convertirse en adulto casi de la noche a la mañana; Elenita, de ocho da lecciones de madurez que enorgullecen a su madre.
Va hacia a la ventana para verlas pasar. Algunas de estas mujeres le producen sentimientos encontrados. Le es difícil quererlas con esa facha de guerrilleras urbanas y esos cuchillos en las miradas que a los hombres que van por las banquetas los vuelven culpables de delitos no cometidos. Aunque hay otras que le parecen luminosas, porque al mirar sus ojos desbordan una bondad difícil de encontrar en estos tiempos. Sus hijos la cuestionan sobre los motivos de la marcha. Ella busca la mejor manera de explicarles, pero se atora cuando la chiquilla pregunta por qué ella no participa. En los breves segundos en que busca la respuesta algo parecido a una toma de conciencia o súbito descubrimiento la hace estremecer. En realidad, el abandono de Pedro, su marido, y su negativa a colaborar con la manutención de los niños, son motivos suficientes para tomar la calle y las banderas. Sin embargo, sabe que no puede darse ese lujo: debe trabajar, hacer lo que antes correspondía a dos, enfrentar la calle de otro modo; hacerla de plomero, cocinera, asesora educativa en casa, cuentacuentos, educadora de la fe y de muchas cosas más que no la incluyen como sujeto beneficiario.
“Porque yo grito y lucho de otra manera, mi amor. Te lo explicaré hoy al volver de mi trabajo”, atina a responder.
Las proclamas ya se pierden en la distancia. Es necesario dejar indicaciones para las clases virtuales de sus hijos y otras advertencias indispensables.
Al bajar las escaleras con la misma prisa de todos los días, no reprime un par de lágrimas que salen desde lo profundo, a modo de interrogantes líquidas que le dicen: “¿Y tú cuándo volverás a pensar en ti?” Se detiene un poco antes de salir a la calle para revisar el ligero rímel de sus ojos y colocarse la mascarilla. Se descubre cansada en el pequeño espejo de mano, pero debe respirar y convencerse de su condición de guerrera anónima, sin pancartas y con gritos que sólo encuentran eco en los caminos de sus venas.
Al salir escucha la furia del dueño de la tiendita de junto: “Ya vio, vecina, cómo me dejaron la pared esas cabronas”. Responde con una media sonrisa que intenta ser amable. Al echar a andar un pensamiento imprevisto la estremece: “Hay pintas negras en el alma que son peores”.
Se pierde por la calle rumbo a su guerra cotidiana de segundo turno.
* * *
La manifestación la sorprende tecleando con el esmero que propicia en ella la segunda taza de café del día, bien cargado como lo tomaba su padre. No puede reprimir el deseo de acercarse a la ventana y atestiguar una vez más que el ocho de marzo se ha vuelto la fecha más aguerrida en el país, superando incluso al emblemático “2 de octubre no se olvida”. Desde su primera juventud se convenció de que la siguiente revolución sería feminista o simplemente no sería. La llena de orgullo vivir desde hace diez años en la calle de las rebeliones, como la han llamado algunos periodistas de la radio y la televisión. Nada más cercano a la verdad. Por ahí desfilan de continuo: feministas, estudiantes, campesinos, miembros de la comunidad LGBT y muchos otros gremios.
Su emoción se ensombrece porque sabe que detrás de la fe activa y de la rabia de la mayoría de las mujeres que cruzan frente a ella, hay una estadística cruda sobre asesinadas y desaparecidas, violaciones, trata de blancas, violencia intrafamiliar e inequidad de género. Ayer discutió con un compañero escritor respecto a la insurgencia feminista. Él sostenía que las mujeres han avanzado mucho en diferentes aspectos, que deberían aquilatar sus logros y buscar formas más atenuadas y diplomáticas de ejercer la protesta. Tuvo ganas de golpearlo en los bajos por el tono de desdén hacia las que toman la calle, pero no pudo hacerlo, a menos que utilizara una de las muletas que usa desde hace ocho años a causa de su accidente.
Con cierta dificultad logra asomarse un poco más para cuando menos lanzarles sonrisas solidarias y algún grito que las empuje al frente. Esas mujeres encendidas caminan los pasos que sus pies yermos ya no pueden dar; mientras ella rescata sus voces de cualquier confinamiento en la tinta de sus crónicas, poemas y narraciones.
Después de mirarlas partir rumbo al zócalo de la ciudad y colmada del espíritu de la antigua Aspasia, vuelve a su intento por arrebatarle al silencio las palabras e, inspirada, da a luz una serie de metáforas que para ella contienen los significados de la lucha. Las frases se deslizan sobre la página con la velocidad de una avalancha. Puede escuchar en ellas los cristales rotos de la ignominia, los gritos aflorando desde lo más primitivo de los vientres, las voces unidas en una punta de flecha que rompe el aire y abre las llagas de la memoria. Ve a las aburridas estatuas alegrarse con la caricia de pintura fresca, cambiar sus gestos hieráticos en sonrisas cómplices, avivarse en esos rostros de piedra el deseo de bajar del pedestal y echar a andar, porque los personajes que representan no hicieron la historia montados sobre bloques de hormigón ni fueron mesurados en el momento de lanzar piedras contra Goliat y luego decapitarlo.
Satisfecha, envía horas más tarde su pancarta electrónica al diario que la publica semanalmente. Enciende su música predilecta, una combinación exótica de violines e instrumentos de bambú. Con cierta dificultad por el entumecimiento de sus piernas va hacia la cocina por el cuarto café de la jornada. Al beber el primer sorbo caliente y cerrar los ojos experimenta la entrada al paraíso. Como todos los días a esa hora, siente como nacen alas en su espalda y vuela ligera por los cielos que abren para ella la música y su imaginación. Su semblante es de paloma torcaza profundamente enamorada de sí misma.
Una hora más tarde, su hija, un bello zorzal vestido de negro, entra a casa aún con huellas de la refriega en su plumaje. Sin abrazarse, por cuestión de asepsia amorosa, vuelan juntas el resto del día con alas compartidas.