La trama del thriller policiaco corría a ritmo frenético ante tus ojos. El escenario múltiple construido en varios niveles acentuaba el realismo de la historia, con acertados cambios de iluminación y cortinillas musicales que no daban lugar a la mínima distracción durante las transiciones de una escena a otra. La ambientación y las convincentes actuaciones habían eclipsado por completo lo que en esta noche de viernes aún quedaba en ti de la imagen respetable de catedrática en una escuela pública de provincia. Tus emociones se convirtieron en un lazarillo tras la pista del culpable del crimen. Sin embargo, cuando apareció él, enfundado en traje color perla, gabardina negra, zapatos de charol y típico sombrero gansteril, al puro estilo de los mafiosos de Chicago de los años veinte, tu pecho se volvió un volcán cuya fuerza buscó salida por los cráteres de tu boca y tu vientre.
Sus manos grandes y fuertes fueron generando en los siguientes minutos tus primeras fantasías para un viernes que hacía poco no prometía demasiado. Su manera de llevar el cigarrillo a la boca, con ese dejo que tienen los chulos de cabaret fino, hizo humedecer tu piel bajo el vestido. A partir de ahí la trama de la obra de teatro se fue enredando con la que empezaste a escribir en tu cabeza. Estabas segura de haberlo tenido antes en sueños, y era tal y como tú lo habías dibujado en las tantas noches de soledad a las que te condenó tu último fracaso amoroso. En las escenas en las que él no aparecía los minutos eran largos y la ansiedad carcomía tu mirada en espera de verlo entrar de nuevo al tablado. No se sabe cómo ocurren estas cosas, simplemente suceden a manera de incendios inesperados.
Cuando apareció de nuevo se desarrolló una escena en la que sostenía un encuentro pasional y violento con la protagonista de la historia, a la que sometió con su fuerza bruta y poseyó con violencia entre luces tenues y sombras elusivas. La excitación que se apoderó de ti te levantó del asiento, te llevó hasta el sanitario y ahí trataste de controlar la respiración al tiempo que pasabas toallas de papel por la frente, las sienes y el cuello. Llevabas muchos meses alejada de estos furores. Te costó trabajo volver a la sala y llegar a tu butaca. Quince minutos después terminó la función. No te importó haber comprendido a medias el desenlace, solo tratabas de atrapar su mirada con la tuya cuando los actores se dirigieron al proscenio para dar las gracias al público en esta última función de la temporada. Sin embargo, quizá cegado por las luces, él no se percató de ti mientras aplaudías de pie y lo saludabas una y otra vez con la mano. Casi gritas de gusto cuando una voz femenina anunció por el altavoz que por ser final de temporada la administración del teatro ofrecía un coctel en el vestíbulo, a donde saldrían en breve los actores y actrices.
Corriste otra vez hacia el tocador para retocar tu maquillaje y colocar dos gotas de perfume bajo los lóbulos de tus oídos y en la base del cuello. Tus dos amigas acompañantes por fin existieron nuevamente para ti. Te persiguieron divertidas rumbo al lobby del teatro…
Casi maldices a la asistente del director cuando llegó a los camerinos solicitando que salieran todos en personaje, claro, por indicaciones de su jefe. Estuviste a punto de no atender a la amable petición que en el fondo sabías era una orden; en tu larga carrera de actor, si de algún vestuario te has deseado desprender de inmediato después de una función es de este patético traje de gánster. Lo pensaste mejor y concediste, pues no querías poner en riesgo tu próximo papel en la compañía de teatro de provincia, con lo difícil que era tener trabajo permanente en el medio, o al menos durante buenas temporadas.
Fuiste de los primeros en salir, no por grandes deseos de interactuar con la concurrencia, sino la impetuosa necesidad de unos tragos de vino blanco resbalando por tu garganta. Como si la hubiera ensayado con toda antelación, lo primero que te recibió al salir del pasillo que te llevó a la antesala fue la sonrisa de oreja a oreja de tu súbita admiradora, que mostraba los efectos de una primera copa bebida de un solo trago. Te abordó de inmediato para felicitarte y tomarse una foto contigo. En menos de diez minutos, con los primeros efectos relajantes del vino, departías a carcajadas con las tres mujeres; una de ellas se retiró en breve y otra más un rato más tarde. Sólo quedó ella, a la que con todo descaro revisabas de pies a cabeza. Tus amigos cercanos sabían de tu propensión por las mujeres de senos y caderas grandes, robustas y sin escrúpulos para exhibirse, exactamente como tu nueva amiga, quien después de tres copas de vino mutaba su personalidad y nadie sabía cómo es que desaparecía la respetable profesora de estudiantes preparatorianos. Los más íntimos conocían otros gustos tuyos mucho más singulares, hablando de mujeres.
La mayoría ya se retiraba y ella no reprimió su deseo de invitarte a su departamento, con el pretexto socarrón de mostrarte su colección de programas de mano, producto de su afición por el teatro. No tenías otro compromiso y este te cayó del cielo. Le pediste unos minutos para acudir al camerino a cambiarte y recoger tus cosas. No, por favor, suplicó ella. Ven conmigo vestido así, concédeme ese deseo. Un tanto sorprendido, lo tomaste como mera diversión y accediste, lo que tal vez no hubiera pasado sin las cuatro copas de vino corriendo alegremente por tus venas.
El taxista se hizo de la vista gorda cuando en el asiento de atrás tus manos atrevidas de gánster salido de una película de mafiosos italianos provocaban leves gemidos en una Gina Lollobrigida con carnes de cierta abundancia tropical. Al poco rato aumentó la temperatura en el interior del auto. El chofer abrió un poco más las ventanillas delanteras para dejar entrar el fresco de la noche...
Era una bendición que vivieras en el primer nivel del edificio de departamentos. Sólo los vio entrar el perrillo callejero que se arrimaba a tu puerta cada día para que lo alimentaras. Mayor fortuna fue que tu hija universitaria se hubiera ido de fiesta con permiso tuyo para no volver esa noche y quedarse en casa de su mejor amiga; al menos esa fue la versión oficial.
Te parecía increíble tenerlo ahí esa noche, la reencarnación exacta de tu fantasía. Únicamente le permitiste retirarse la gabardina y la corbata, por lo pronto. Serviste un par de copas y desapareciste unos minutos en la recámara para disfrazarte y entrar en personaje. Este era tu momento, quizá no habría en el futuro mejor oportunidad para que la realización de tu quimera fuera completa, rotunda. Ambientaste de inmediato con la clásica voz de Fernando Fernández interpretando Cabaretera; todo lo tenías listo para cuando un arrebato de la suerte cumpliera tu ilusión.
Al salir a la sala lo sorprendió gratamente tu vestido de encaje con lentejuela y pedrería, acompañado de collares, grandes aretes y un tocado con plumas. Encendiste tus labios de rojo y aumentaste tu estatura con zapatillas altas. Para entonces, Fernando, traída su voz desde los años cuarenta, cantaba Hipócrita, la canción soñada por ti para que un hombre como el que te miraba absorto desde el sillón tomara tu talle y te llevara por la pista de baile en que se convirtió tu pequeña sala. Hubieras querido que alguien filmara la escena y luego la proyectara en el centro de la ciudad, y que un notario público diera fe del cumplimiento cabal de tu fantasía.
Manos convertidas en brazas, labios a punto de sangrar, dientes hincando la piel en hombros, cuellos, pechos; la Sonora Santanera interpretando Amor de cabaret y su ritmo de bolero romántico apresando ambas caderas; luces tenues, sudor en desbandada y los ojos de un gato absortos detrás de la ventana. La película corría mejor de lo que esperaste, como si un director invisible fuese conduciendo las acciones y el ritmo de las escenas. Todo era perfecto, hasta que él se arrojó a tus pies para besarlos y luego lamerlos. Sorprendida, te retiraste. En el guion que tu imaginación había escrito no cabía esa humillación de tu hombre, todo virilidad y fuerza.
Cambiaste la música. Ahora le tocó ambientar con su voz a una bella mujer que muchos años atrás despertó con su canción las fantasías sádico amorosas de muchos varones. Se llamaba Dulce y suplicaba que la dejaran volver con su amado señor. Te acercaste a él susurrando la canción en su oído: …lo digo muy deveras, haz conmigo lo que quieras: reina, esclava, o mujer. Él no se percató bien a bien cómo apareció en tus manos un set completo de juguetes sadomasoquistas, y cayó en verdadero terror cuando te escuchó decir: Quiero que me lances contra la pared y luego me azotes. Muerde todo mi cuerpo y nalguéame hasta que te canses. Luego amárrame en la cama y hazme tuya mientras me jalas del cabello y me insultas como te dé la gana. Con fuerza, mi rey. ¡Hazlo ya! Pusiste en su mano el látigo y te lanzaste de rodillas a desabrochar el cinto de su pantalón y bajar el cierre de su bragueta.
Él comenzó a temblar y se replegó. Se recargó de espaldas en la pared y se fue haciendo pequeño ante tus ojos, tan pequeño e insignificante como no era su cuerpo. Nada de la imagen gansteril que te arrobó en el teatro le quedaba ya, como si se convirtiera en otro, un niño tierno y delicado que extendía hacia ti su mano derecha para devolverte el látigo con una súplica precisa en la mirada tan parecida a la tuya. Mientras tanto, la dulce Dulce aún seguía rebotando en las paredes su deseo de convertirse en un ruiseñor amaestrado, siempre tan feliz al lado de algún imbécil…
Qué decepción la tuya, y la de ella. A pesar de tus años la vida te devolvía otra vez la misma bofetada. La viste arrojarse al piso para llorar una amargura tan intensa como era su excitación por ti hacía apenas unos minutos, y después arrojarte con rabia los juguetes sexuales que habían quedado tirados en el piso. Quisiste decirle que lo sentías, que no eras lo que aparentabas, sino sólo lo que podías ser, pero ella estaba convertida en una leona que enseguida se fue sobre ti a manotazos mientras profería insultos a tu persona. Arrebatado por una nueva y repentina emoción la dejaste hacer. Incluso alcanzaste el látigo y le pediste usarlo sobre ti para descargar su coraje. Si lograbas convencerla podrías rescatar la noche y un mejor espectáculo para el gato que seguía atento desde la ventana. ¡Idiota!, ¡poco hombre! Me das lástima, ¡cabrón! La andanada de insultos actuó como un ungüento afrodisiaco que enervó tu piel y te provocó una relativa erección. ¡Sigue!, ¡sigue!, suplicaste. Vete a la chingada, cabrón. ¡Lárgate de mi casa! Sus gritos fueron tan estridentes que hicieron huir al gato en medio de un miau lastimero.
Por la prisa dejaste tus calzoncillos rojos en casa de la desencajada dama, cuyo encanto se rompió justo a la medianoche. Apenas te dio tiempo medio vestirte y salir con los zapatos en una mano y tu maleta en la otra. Llovía tenuemente. Tuviste suerte porque abordaste un taxi a los pocos minutos para que te llevara hasta el otro lado de la ciudad en donde vivías con tu madre, que había visto nacer en ti las primeras canas sin que dieras señales de hacer tu vida aparte. También este taxista se hizo de la vista gorda al alcanzar a ver por el retrovisor que llorabas al mismo ritmo de la lluvia. Si el hombre del volante contara todo lo que registra el retrovisor durante tantos años de servicio, podría escribirse con ello un libro entero.
Juraste por lo más sagrado que jamás volverías a aceptar un papel de gánster, padrote o bandido en el teatro. Juraste estar cansado de esconderte cada noche en las máscaras de tu oficio; y juraste con todas tus fuerzas que anhelabas ser feliz como parecen serlo las personas que andan por la vida con un solo rostro, y que mañana llevarías temprano el traje y la gabardina a la tintorería para devolverlos de inmediato a la responsable del vestuario de la compañía teatral. Lo que no juraste, porque sabías de la inutilidad de hacerlo, era que buscarías otro oficio, porque al fin y al cabo lo que daba sentido a tu vida era mentir cada día sobre un escenario, fingir que, durante un tiempo limitado por el abrir y cerrar del telón, sabías exactamente quién eras.
El taxi siguió metiéndose en la noche. Tú en la tuya.