Bernardino durmió poco la noche anterior al gran día. Por ahí de la una de la mañana el sueño venció su inquietud y disfrutó unas horas de inconsciencia. Despertó a eso de las cuatro treinta. Dio vueltas en la cama intentando dormir algo más. Fue inútil, las imágenes de lo vivido en las últimas semanas se agolparon en su mente. Se vio abrazando a campesinos, comerciantes del mercado, ancianas de rostros pétreos, niños y jóvenes futbolistas. Se vio en primera fila durante la misa dominical, vestido con guayabera junto a su esposa e hijos, y después saludando a todos en el atrio sin olvidar al nevero, a las vendedoras de chicharrones, pepinos con chile y palomitas de maíz. Al cieguito que pide limosna también le tocó su abrazo y una foto con el joven candidato de 36 años, que puso en su mano un billete de veinte pesos en un gesto de prodigalidad. Fueron días de templar el ánimo, naturalizar la sonrisa y guardar los defectos en el closet o detrás de la mirada de su mujer, quien tanto los conocía y los había padecido.
Se levantó a las seis y media, después de hora y media de repasar imágenes y el discurso que había preparado para el momento de agradecer por su victoria. La adrenalina hizo que se sintiera vital, aunque durmiera poco. En su pecho latía fuerte la corazonada del triunfo, a pesar de que su campaña por la presidencia municipal la hizo con más entusiasmo que recursos materiales. La principal estrategia de su partido, el ASD, fue ofrecer austeridad y trabajo honesto, enfrentar a los demás partidos y candidatos de siempre con la promesa de atacar ferozmente la corrupción y con la imagen de nobleza que le daba la humildad de su origen. No regaló despensas o paraguas, ni siquiera tortas durante los mítines que organizaron. Bernardino intuía que sus paisanos estaban a su favor, aunque reuniera menos cantidad de ciudadanos. El peso de los colores partidistas tradicionales hacía que la gente se congregara alrededor de los candidatos de las familias que habían gobernado el municipio durante décadas. También el miedo hacía lo propio, pues últimamente había cruces nuevas en el panteón, algunas a causa del valor de dos o tres paisanos que se atrevieron a desafiar al crimen organizado que tenía asolado a la región, con la complacencia, el silencio y quizás el contubernio de las honorables autoridades. Muchos hombres viejos le decían por lo bajito: “Cuenta conmigo y mi mujer, Berna, pero nomás no le platiques a nadie que te tenemos fe, ya ves cómo andan las cosas por aquí, muchacho”. Otros más le prometían hablar con sus hijos, sus hermanos y sus compadres para que le dieran el voto; promesas discretas acompañadas de sonrisas indescifrables.
Ahora todo estaba en manos de los ciudadanos que se levantaron temprano para ir a sufragar. Desde las siete empezaron a llegar a los seis lugares en que se instalarían las casillas para el voto, incluyendo las tres comunidades que pertenecen al municipio, pues como decía don Pascual, el carnicero: “En este pueblo hay que hacer todo temprano, o no sirve”; o doña Mica, la dueña de la tienda más grande de abarrotes: “Por si hubiera argüende, voy a votar pronto y luego no salgo ni para ir a misa”; o el curita Salomón: “Hijos míos, al que madruga, Dios lo ayuda”.
Bernardino lo tomó con calma. Almorzó a gusto en su casa, saboreando con deleite lo que según él eran los últimos huevos rancheros de su vida de civil común y corriente. En adelante tendrían de sobra para comprar cecina y comer los huevos “aporreados”, como en su natal Chilpancingo, de donde llegó muy pequeño con sus padres. Disfrutó su café bien cargado cruzando la pierna y con la mirada atravesando las paredes hacia un horizonte prometedor, así como veía hacer desde niño a los pudientes del pueblo. Incluso se dio el lujo de fumarse un cigarro junto con el café y hacer donas de humo en el aire, gesto de hombre que conoce los misterios de la vida y el modo de revelarlos.
A eso de las diez, vestido de guayabera color hueso y con el copete lacio bien puesto en su lugar a fuerza de gel y brillantina, tomó de la mano a su esposa y se encaminó hacia la casilla en la que debía votar. Recorrió a pie el medio kilómetro que lo distanciaba del lugar, respirando hondo para curar los nervios y aligerar la sonrisa. A medio camino se le acercó Toribio, amigo de parrandas y serenatas en su primera juventud. “Suerte, Berna”, le dijo bajito al pasar. Bernardino no descubrió ironía alguna en el deseo de su amigo.
Al llegar, luego de saludar a decenas de paisanos que encontró en el camino y en la entrada de la escuela primaria en la que se ubicó su casilla, felicitó a los funcionarios de la mesa de votación por su aporte ciudadano en la realización de los comicios. Lo hizo con toda la pompa y lucidez que le permitía su formación de media carrera universitaria, pues abandonó los salones cuando su padre enfermó y tuvo que hacerse cargo de los gastos de la casa. Con garbo medido entró en la mampara, tomó el lápiz y cruzó su nombre en el lugar indicado, mientras repetía mentalmente una plegaría a San Judas Tadeo, el santo de su devoción. En ese instante supremo imaginó que su mano era la de todos los ciudadanos del municipio, eligiéndolo a él para conducir el destino colectivo. Eran tiempos de cambio y éste era su momento. Su esposa hizo lo propio y se alejaron seguidos por dos o tres miembros de su partido.
Se dirigieron a la casa de campaña, modesta vivienda cuyo dueño era su primo. Encontró sólo unos cuantos adeptos, la mayoría con cierta pesadumbre en la mirada. Los arengó para levantar el ánimo y algunos le palmearon el hombro como queriendo manifestar una fe que no tenían. Parecían ocultar algo, callar algo que el candidato ignoraba. Se meneaban inquietos y evitaban mirarlo a los ojos. Nada de eso lo arredró. Era normal que se comportaran así, pensó, también ellos se la estaban jugando y arriesgaron su prestigio apoyando a un candidato joven e inexperto en política, pero más bueno que el pan que horneaba doña Silvia.
Al cierre de la jornada estaba en su casa. Bebió una copa de mezcal para apaciguar su inquietud. Oía decir a todo mundo que presidente de la República ya teníamos, pues las encuestas de salida daban una diferencia abismal al candidato tabasqueño. Lo sacudió la esperanza, pues muchos lo asociaban con él, sobre todo por su insistencia en acabar con la corrupción. Además, el candidato municipal del mismo partido que el famoso político del sureste, estuvo acusado de fraude y era un barbaján cualquiera. Si eso pesaba en el ánimo de la gente, seguro que su mujer sería primera dama y ya no vendería pozole los fines de semana.
Mientras se llevaba a cabo el escrutinio y conteo de los votos, Bernardino reflexionaba y hacía cuentas alegres. Los dos partidos tradicionales se habían enfrascado en una guerra a muerte; mutuamente se acusaban de los males que aquejaban al municipio y de causar las recientes muertes de dos miembros de sus respectivos equipos. La gente los castigaría mediante el voto, pensaba. De los otros tres candidatos, incluyendo al independiente, el de mejor imagen era él, que, aunque no terminó su carrera de ingeniero agrónomo, se dedicaba con esmero al cultivo de jitomate en las pocas tierras que le heredó en vida su padre y defendía como nadie los intereses campesinos. A ojo de buen cubero calculó que, de los cerca de 4915 ciudadanos inscritos en la lista nominal, suponiendo una votación no mayor al 60 por ciento por la ausencia de tantos paisanos que emigraban a los Estados Unidos, podría llevarse unos 1800 votos. Los abrazos recibidos por la gente humilde, especialmente los de las comunidades pequeñas que pertenecían al municipio, le daban optimismo.
Dieron las nueve de la noche y salió por segunda vez de su hogar, en donde pidió estar solo desde que regresó. Se dirigió hacia la casa de campaña, esta vez en su vieja pick up y sin su esposa. Para este momento se sabía del triunfo del candidato presidencial de “la gran transformación”, y también del ganador al gobierno del estado, del mismo partido. Seguramente los representantes del ASD ya estarían enviando información sobre los resultados de la votación municipal. Encontró el lugar casi abandonado. Sorprendió a Lupita, la secretaria, en pleno agasajo de caricias y besos con su novio. Torpemente se disculparon con el candidato, mientras la chica ponía el botón superior de la blusa en su lugar. Desde lejos empezaron a escucharse gritos de festejo, cohetes y música de banda. Intuyó que no eran por él. Se sintió abandonado y en efecto lo estaba.
Al poco rato llegó el presidente del ASD municipal, informándole que las noticias no eran buenas y había que recibirlas con madurez. Las cosas se pusieron difíciles al final, la gente se vendió y nos volvió la espalda, le dijo. Unas palmadas en el hombro fueron el único consuelo de otros pocos que llegaron a saludarlo. La escandalera del festejo se hizo mayor. Quien obtendría la constancia de mayoría una vez que los resultados fueran oficiales sería el candidato de Acción Popular, hijo de uno de los caciques ganaderos del pueblo y presidente del mismo, 18 años antes. No importó que este junior venido a político, güerito y con título de ingeniero obtenido casi sin asistir a la universidad, hubiera tenido tiempo atrás una acusación por violar a una jovencita del rumbo, ni que viviera fuera los últimos ocho años de su vida. El voto soberano lo eligió y habría en el municipio un presidente con botas finas y una primera dama allegadiza, de porte presumido.
Lo triste para Bernardino fue que, una vez publicados los resultados de las ocho mesas directivas de casilla que se instalaron en el municipio, obtuvo la pobre cantidad de 67 votos en total. ¿Dónde quedaron los sufragios de los afilados al partido?; ¿dónde los de su familia cercana y sus amigos, que superaban dos veces esa cantidad? Sin embargo, lo realmente catastrófico fue que en la casilla en la que votó junto con su esposa, sus padres y uno de sus hermanos, obtuvo un solo voto. ¡Uno!
Al enterarse, cogió la botella de mezcal oaxaqueño que había preparado para celebrar su triunfo y salió al patio de la casa de campaña para emborrachar su derrota, sin compartir la bebida ni cruzar palabra con los pocos que ahí estaban. Bebió media botella y lo oyeron gimotear, hasta que Toribio fue por él para animarlo: “Uno de los votos fue mío, Berna. A mí no me compraron con dinero ni amenazas como a la mayoría. Y no la agarres contra tu esposa y el resto de tu familia, también ellos tuvieron miedo y quisieron sacarte de la jugada para protegerte”.
Agradeció sus palabras en silencio, con su mirada y una palmada en el hombro de su amigo. Le dejó el resto de la botella y salió a la calle sin despedirse de nadie. El rugido rabioso de su camioneta mientras salía del pueblo todavía se recuerda en el anecdotario de la elección.
Decidió no divorciarse de su mujer una vez superada la humillación. Un mes después volvió de la ciudad por ella y sus hijos. Vendió sus tierras y de cuando en cuando regresa a visitar a sus padres y hermanos.
En uno de esos retornos supo en detalle sobre la muerte del nuevo presidente municipal, a quien le pegó un balazo en el pecho el hermano de una joven violada trece años atrás, quien también llegó de visita y luego desapareció. Él sí, para siempre.